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TRONO DE JUEGOS
Columna
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‘Final Fantasy VII Rebirth’: el renacer de la historia más grande jamás jugada

La segunda parte del extraordinario juego de hace 27 años apunta a ser uno de los títulos del año

Final Fantasy VII Rebirth
Cloud, protagonista del juego, en el momento de salir al mundo abierto.
Jorge Morla

Hablemos un poco de Tetsuya Nomura (Kōchi, Japón, 53 años).

En los últimos compases del siglo pasado, un desarrollador japonés de Square Enix (la compañía detrás de Final Fantasy) llamó a la puerta de The Walt Disney Company con una idea prácticamente suicida.

Quería hacer un videojuego que mezclara a los personajes, mecánicas y combates de Final Fantasy con los personajes más icónicos de Disney. Es decir, un videojuego en el que el protagonista viviera una historia épica en la que tuviera que combatir con una fuerza oscura que amenazaba el universo... pero cuyos acompañantes fueran Donald, Goofy, Mickey y demás personajes clásicos. De alguna milagrosa manera, a comienzos del año 2000, el desarrollador, un por entonces joven Nomura, consiguió convencer a todas las partes.

Kingdom Hearts salió en 2002. Sus 35 millones de copias vendidas lo convirtieron en un éxito meteórico pero, más importante aún, su mezcla de exploración de mundos Disney en tres dimensiones (los mundos de Aladdín, El libro de la Selva, La Sirenita, Peter Pan...) más las señas de identidad de Final Fantasy lo convirtieron en un universo que encerraba el potencial de las obras especiales, esas capaces de evolucionar en el inconsciente colectivo hasta medirse con las sagas más míticas: Star Wars, El señor de los anillos, Harry Potter. El protagonista, Sora, armado con su llave espada, podía convertirse en un personaje inmortal.

No sucedió. Las dos primeras entregas del juego fueron estupendas, pero en los 14 años que hubo entre la segunda (2005) y la tercera (2019) hubo todo un rosario de secuelas, precuelas, intersecuelas (358/2 Days, coded, Birth by Sleep, Melody of Memory, Dream Drop Distance) que buscaban enriquecer el universo peeo que solo consiguieron enredarlo hasta hacerlo absurdamente complejo, echando por el camino a gran parte de sus seguidores. Para colmo, el esperadísimo Kingdom Hearts III fue muy decepcionante. Había perdido la magia.

En 2020 llegó al mercado un proyecto tan esperado que parecía mentira: el remake de Final Fantasy VII, el juego que lo cambió todo, el juego que en 1997 hizo desembarcar en occidente a gran escala el rol japonés. Y Nomura estaba detrás. Para entonces, su nombre ya hizo arquear algunas cejas. Las esperanzas de la franquicia, en realidad, estaban depositadas en Final Fantasy XVI (que salió el año pasado) mientras que el remake del VII era uno más, que además solo abarcaría la primera ciudad de la obra original: en total, el proyecto de remake se compondría de tres juegos. Además, había también una… ¿cómo decirlo? Una suerte de apuesta filosófica: Final Fantasy VII Remake era demasiado anime, con sus pelos de punta, sus espadas gigantes, sus leones hablando. Final Fantasy XVI, por contra, era algo serio, basado más en Juego de tronos que en ninguna otra cosa. Destilaba una seriedad, una madurez y una sobriedad estética que parecía ser la luz que iba a guiar a la franquicia a partir de entonces.

Un momento del juego, en el que podemos controlar al mítico Sephirot.
Un momento del juego, en el que podemos controlar al mítico Sephirot.

Pero luego pasó lo que pasó. Final Fantasy VII Remake (que en un enloquecido giro de guion semántico se reveló en realidad como un reboot, porque modificaba una parte sustancial de la trama) gustó mucho más de lo esperado. Los gráficos fotorealistas resulta que sí pegaban con la estética anime y el espíritu del juego. Mientras, el XVI fue la gran decepción del año pasado, un año de obras monumentales en el que el XVI no estuvo a la altura, sobre todo por una historia que se desinflaba sin remedio en su último tercio.

Hace dos semanas, periodistas de toda Europa fueron invitados a Londres a probar el juego, entre ellos quien esto escribe. Algunos ya habían probado una versión preliminar, pero esta vez era accesible la que está llamada a ser la joya de la corona del juego (si sale bien) o su mayor fracaso (si sale mal): el mundo abierto. La historia se sitúa justo cuando el grupo de héroes sale de la ciudad de Midgard tras luchar con el mítico Sephirot, y abarca la parte central del juego de 1997.

Sin ambages: Final Fantasy VII Rebirth no puede tener mejor pinta. La exploración es compleja y los escenarios abiertos cumplen. La progresión de la historia (la relación del protagonista —Cloud— y Sephirot está contada mediante flashbacks jugables muy bien escritos) tiene un pulso muy firme. El combate es una evolución del anterior, que ya era en tiempo real. Y la exploración tiene mucho mayor peso.

Pero lo más importante es que, más allá de por explotar una historia y personajes que ya está sobradamente probado que encandilan a la gente, y más allá de por unas mecánicas que ya convencieron a los jugadores en 2020, si es un candidato a mejor juego del año lo es por abrazar sin complejos ese espíritu anime que miraba con reticencia en la obra de hace cuatro años: ahora las animaciones son exageradas sin miramientos, las ciudades son una afortunada mezcolanza de referentes estéticos, y acepta sin complejos el espíritu soñador y un poco naif del juego de 1997 —y de los mejores juegos de la franquicia— para llegar al corazón de la magia que con tanto denuedo busca la saga. En suma, la solemnidad ha sido desterrada y a los jugadores nos espera, a partir del 29 de febrero, el más puro disfrute lúdico que este negociado puede ofrecer. Porque, en pocas palabras, todo parece indicar que se avecina una nueva fantasía final antes del final de la fantasía.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Jorge Morla es redactor de EL PAÍS. Desde 2014 ha pasado por Babelia, Cierre o Internacional, y colabora en diferentes suplementos. Desde 2016 se ocupa también de la información sobre videojuegos, y ejerce de divulgador cultural en charlas y exposiciones. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster de Periodismo de EL PAÍS.
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