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Ruanda muestra el camino para derrotar a la malaria

La voluntad política, la financiación, la investigación y una robusta red comunitaria permiten al país africano reducir un 76% sus casos de paludismo en cuatro años

Selección de mosquitos para su estudio, usando un aspirador bucal, en el laboratorio del Ministerio de Ciencia (Kigali, Ruanda).
Selección de mosquitos para su estudio, usando un aspirador bucal, en el laboratorio del Ministerio de Ciencia (Kigali, Ruanda).Brian Otieno/bryanjaybee@gmail.com (PHOTO BY BRIAN OTIENO)
José Naranjo

En medio de una total oscuridad, Alex Ouimana aguarda con paciencia a que un mosquito se le pose en las piernas, que mantiene al descubierto a modo de cebo. Son las nueve de la noche en lo alto de una de las colinas de Karongi, en la orilla ruandesa del lago Kivu: hora de caza. De repente, escucha el inconfundible vuelo del insecto y siente cómo aterriza en su espinilla. Viene a por su sangre. Sin embargo, con un delicado y eficaz movimiento, Ouimana apoya un pequeño tubo de ensayo sobre su pierna y atrapa al insecto antes de que le pique. Su destino será morir en un laboratorio en aras de la ciencia. La colecta de mosquitos es uno de los frentes de la guerra que Ruanda ha declarado a la malaria, en la que está consiguiendo unos resultados que son la envidia de África.

Aunque es prevenible y curable, la malaria o paludismo es una auténtica plaga para la humanidad. En 2020 hubo 241 millones de casos, el 95% en África, y 627.000 muertos, el 80% niños menores de cinco años, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). No solo mata, también contribuye al subdesarrollo. El mundo se ha conjurado para acabar con ella en 2030, un desafío colosal. Tras largos años de investigación, en octubre pasado se aprobó la primera vacuna que ya se está introduciendo en los primeros tres países africanos, Kenia, Ghana y Malaui. Sin embargo, la prevención y la lucha contra las hembras de las especies de mosquito del género Anopheles que transmiten el parásito responsable del mal, el Plasmodium, también han mostrado su eficacia. Y Ruanda es un claro ejemplo.

En 2020 hubo 241 millones de casos de malaria, el 95% en África, y 627.000 muertos, el 80% niños menores de cinco años, según la OMS

En el distrito ruandés de Ngoma, el agricultor John Rubimbura ha sacado todos los muebles de su casa mientras Patrick Cluyati y su equipo de agentes de salud comunitarios, con trajes y máscaras protectoras, rocían las paredes con insecticida. “Pasados 30 minutos ya pueden abrir las ventanas y a las dos horas más o menos vuelven a entrar”, explica Cluyati. En total hay 44 agentes trabajando este martes en este sector de Remera. Cada año vuelven poco antes del comienzo de las lluvias. “Se nota, ya llevo cuatro veranos que apenas veo mosquitos”, asegura Rubimbura junto a sus plataneras, “aquí al lado, en Tanzania, hay mucha malaria. Pero nosotros no nos ponemos enfermos desde hace tiempo”.

La captura de mosquitos para la investigación y el rociado de las viviendas con insecticidas son solo dos de las estrategias del Plan Nacional contra la Malaria del Gobierno ruandés, que se implementó en 2016 y que ha logrado reducir en un 76% el número de casos, según asegura el doctor Aimable Mbituyumuremyi, responsable del mismo. En 2018 había cuatro millones de casos (321 por cada 1.000 habitantes), mientras que en la actualidad la cifra ha descendido a un millón (76 por 1.000). Las muertes también se han reducido de manera significativa en el mismo periodo, pasando de 264 hace cuatro años a 71 en la actualidad. El objetivo de la erradicación en 2030 está en la mente de todos. Las cuatro claves del éxito ruandés son: voluntad política, financiación sostenida en el tiempo, implicación comunitaria y ciencia.

Alex Ouimana captura un mosquito que se había posado en su pierna con un tubo de ensayo para su posterior uso con fines científicos. Estos especialistas aguardan durante la noche, tanto en el interior como en el exterior de una vivienda, para llevar a cabo su tarea. El Ministerio de Sanidad los remunera.
Alex Ouimana captura un mosquito que se había posado en su pierna con un tubo de ensayo para su posterior uso con fines científicos. Estos especialistas aguardan durante la noche, tanto en el interior como en el exterior de una vivienda, para llevar a cabo su tarea. El Ministerio de Sanidad los remunera.Brian Otieno/bryanjaybee@gmail.com (PHOTO BY BRIAN OTIENO)

En el laboratorio entomológico del Centro Biomédico de Ruanda (RBC), creado en 2009 en el centro de Kigali, el profesor Emmanuel Hakizimana monitorea la eficacia de los aerosoles contra los zancones y propone qué venenos usar en cada región y periodo en función de la especie de Anopheles más abundante y su resistencia a los insecticidas, que cambia con el tiempo. Es aquí donde se identifican al microscopio o por ADN los mosquitos capturados en la noche oscura de Ngoma y de otras regiones del país. “Hemos logrado reducir la presencia del hasta ahora dominante Anopheles gambiae, que es el mejor vector para el Plasmodium, pero ha ocupado su espacio el Anopheles arabiensis, una especie oportunista que ahora supone el 60% de estos insectos. El combate continúa”, asegura Hakizimana.

En 2018 había cuatro millones de casos de malaria en Ruanda (321 por cada 1.000 habitantes), mientras que en la actualidad la cifra ha descendido a un millón (76 por 1.000)

Ruanda es conocido como el país de las mil colinas, espectaculares montañas rebosantes de verdor, pero también podría ser llamado de los mil valles. Entre Kigali y Rwamagana cada uno de ellos está ocupado por productivos campos de arroz que se inundan en época de lluvia, generando un auténtico paraíso para la reproducción de mosquitos, cuyas larvas necesitan charcos y zonas húmedas para prosperar. El rociado del interior de las casas con insecticida ha dado unos frutos espectaculares, pero no es suficiente. Consciente de ello, el Gobierno ha comenzado también a impregnar con insecticida en el exterior de las viviendas, pero también en estos campos y en los reservorios de agua en general. “Con tanta humedad, el cambio climático y la deforestación ayudan a los mosquitos. A más calor, más contentos están. Por eso tenemos que ir adaptando nuestras estrategias”, revela el doctor Mbituyumuremyi.

La investigación científica para saber cómo y dónde combatirlos es clave, pero detrás de la reducción de casos y sobre todo de los más graves y de las muertes está la robusta red de agentes comunitarios de salud de Ruanda. Se trata de una auténtica columna vertebral del sistema de salud de proximidad, formada en la actualidad por 60.000 voluntarios. Fabien Ntagara es uno de ellos. En su casa, encaramada a una de las colinas de Karongi, las puertas están siempre abiertas. Elegido por su propia comunidad de Mitaba para la tarea, recibió formación básica para identificar y tratar las enfermedades más comunes, liberando así a los centros de salud de buena parte del trabajo. “Hace una década identificaba unos 70 casos de malaria al mes, hoy unos cinco o seis”, asegura con orgullo.

Gracias al incentivo por resultados que recibe del Gobierno ruandés, el joven Ntagara ha montado su propio negocio de mototaxi, vehículo que también le sirve para llevar y traer enfermos al hospital o al centro de salud cuando su gravedad lo requiere. “Cuando atiendo a mis vecinos y los veo salir con una sonrisa no hay alegría mayor, me pone muy contento. Aunque no soy médico, reciben cuidados sin salir del barrio”, comenta. Durante la pandemia de covid-19, estos agentes de salud que tanto reparten mosquiteras como consejos básicos de nutrición y a quienes se permitió circular pese al confinamiento, fueron fundamentales en el diagnóstico precoz y a la hora de vencer los rumores y la resistencia frente a las vacunas. Cuestión de confianza.

En 2016, apenas el 5% de los casos de malaria eran diagnosticados y tratados por los agentes de salud, que estaban centrados en los menores de cinco años. En la actualidad se encargan también de los adultos y gestionan el 56% de los positivos, sin necesidad de que acudan al médico y de manera rápida y eficaz. “Son nuestros embajadores ante la comunidad”, asegura la hermana Marie Josee Pendeza, directora del centro de salud de Muguba, en el distrito de Karongi, donde coordina la labor de 68 agentes de salud. “Se encargan del reparto de mosquiteras, del control de medicamentos, hasta de la limpieza de los lugares donde proliferan los insectos. Sin ellos no podríamos hacerlo”.

Cuando atiendo a mis vecinos y los veo salir con una sonrisa no hay alegría mayor. Aunque no soy médico, reciben cuidados sin salir del barrio
Fabien Ntagara, agente comunitario de salud

Para poder mantener todo este esfuerzo, el Gobierno ruandés destina unos 50 millones de euros al año, procedentes tanto de recursos propios como de financiadores externos. Uno de los apoyos más importantes procede del Fondo Mundial, organismo multilateral de lucha contra la malaria, el VIH y la tuberculosis, cuyo presidente, Peter Sands, se muestra convencido de que el objetivo de erradicar el paludismo es posible. “Ruanda hace un esfuerzo considerable en la lucha contra la malaria y muestra que con recursos suficientes y liderazgo podemos erradicar esta enfermedad. Se ha demostrado que cuando desaparece de una comunidad inmediatamente aumenta la actividad económica o la asistencia escolar. No es solo una cuestión de salud pública”.

La conferencia de donantes del Fondo Mundial se celebra a partir del próximo 21 de septiembre en Nueva York, con el presidente estadounidense Joe Biden como anfitrión y con el objetivo de alcanzar la cifra récord de 17.300 millones de euros para los próximos tres años. Solo así, superando con creces los 13.300 millones de la última conferencia de 2019, estima este organismo, será posible contrarrestar el estancamiento e incluso retroceso en este combate en los últimos años debido a la covid-19. Ruanda vuelve a ser un ejemplo. “Lo hecho hasta ahora no sirve de nada si no mantenemos la inversión”, asegura el director del Plan Nacional contra la Malaria, “tenemos que ser más específicos, ir a por el mosquito allí donde cría o buscar la enfermedad en los grupos más vulnerables, como trabajadoras sexuales o población reclusa. Podemos hacerlo”.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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