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Anatomía de Twitter
Columna
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Carlos Vermut: el sexo duro y la conversación silenciada

Ahora que la sociedad señala a la manzana podrida, a la pieza fácilmente separable del ‘pack’, ¿qué hacemos con el resto?

Carlos Vermut, en el Festival de Sitges el 7 de octubre de 2022.
Carlos Vermut, en el Festival de Sitges el 7 de octubre de 2022.Borja B. Hojas (Getty Images)

Qué es (y qué no es) sexo duro es un debate que ha despertado en X la investigación de Gregorio Belinchón, Ana Marcos y Elena Reina que ha hecho públicas las acusaciones de tres mujeres de haber sufrido violencia sexual a manos del director de cine Carlos Vermut. Una de ellas describe una inmovilización, estrangulamiento y sexo forzado con oposición verbal y física, ya que trató de zafarse a patadas. “He practicado sexo duro siempre de manera consentida, porque creo que es muy importante el consentimiento”, declaró Vermut en una de las tres entrevistas que mantuvo con los periodistas en respuesta a las acusaciones. “He estrangulado a personas, sí, pero de manera consentida. No lo estoy negando”, insistió.

“Sexo duro y sexo consentido son necesariamente compatibles. Todo lo demás es agresión sexual”, tuitea Ángela Rodríguez, ex secretaria de Estado de Igualdad, en sintonía con otros mensajes que replican a la justificación del director.

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Existe una conversación silenciada que las mujeres barremos bajo nuestra alfombra de traumas. Como si no existiera, la ignoramos en un rincón hasta que casos como el de Vermut nos obligan a encararla y airearla. La mayoría no lo tuiteará. Se tratará con indirectas y pocas pero suficientes palabras, en chats de amigas o a las tantas en un bar. Esa sinceridad puntual se sentirá como una interferencia del sistema. Como si por un instante se abriese un portal donde mostrar aquella herida que nos negamos a tratar como ejemplares amazonas del sexo que somos. Lo que nos llevó a levantarnos rápido, sacudirnos el polvo y seguir adelante con la cabeza alta como si aquello que sabíamos que había pasado (siempre se sabe) no fuese para tanto.

“El mundo está inquietantemente cómodo con el hecho de que las mujeres a veces vuelven a casa llorando después de un encuentro sexual”, escribe Lily Loofbourow en The female price of male pleasure (“El precio femenino del placer masculino”), un texto del inicio del Me Too al que siempre vuelvo en momentos como este. Otro instante-interferencia en el que la sociedad señala de forma unánime a la manzana podrida, al monstruo fácilmente separable del pack. ¿Qué hacemos con el resto? De Loofbourow aprendí que los hombres hablan de “mal sexo” cuando “se aburren” y que las mujeres lo hacen para referirse a “no tener confort emocional o, de forma más común, dolor físico”. Que el 30% de las mujeres sienten dolor durante el sexo vaginal, el 72% durante el sexo anal y un “elevado porcentaje” no comunica a su pareja sexual cuando le está doliendo. Datos que las amazonas del sexo barremos al rincón de no pensar.

A las mujeres les gusta el sexo duro. Les produce placer la asfixia. Las mujeres tienen fantasías de violación. Pero presuponer que no hay política en la cama, que su deseo es ajeno a lo que ocurre fuera de ella, resulta ilusorio. “Liberar al sexo de las distorsiones de la opresión no es lo mismo que limitarnos a decir que todo el mundo puede desear lo que quiera o a quien quiera. Lo primero es una demanda radical; lo segundo, una demanda liberal”, recuerda la académica Amia Srinivasan en El derecho al sexo, una invitación a preguntarnos el porqué de lo que nos excita y a detectar las fuerzas políticas que han dirigido nuestras fantasías.

Analizar la raíz del deseo no consiste para nada en disciplinarlo. No se trata de dictaminar qué se debe o no se debe desear. Tampoco es moralista pedir explicaciones sobre nuestro mal sexo. Salir del silencio, visibilizar esa conversación, es la vía a su emancipación. Saber qué hacemos con el resto.

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