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Tribuna
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La batalla de las dos Europas

¿Guerra o paz? ¿Dictadura o democracia? ¿Desintegración o integración? Las decisiones que salgan de la cumbre de este jueves en Bruselas influirán enormemente en el futuro de la Unión Europea

Garton Ash 13 dic
QUINTATINTA
Timothy Garton Ash

Este año he estado en más de veinte países europeos y he visto dos Europas. En gran parte del continente, todavía estamos en una Europa en la que los trenes de alta velocidad nos llevan en volandas a través de fronteras que apenas notamos, entre democracias liberales integradas, dispuestas a resolver todos los conflictos por medios pacíficos. Ahora bien, basta tomar un viejo tren convencional a unas cuantas horas hacia el este para acabar en refugios antiaéreos, hablando con soldados ucranios malheridos llenos de historias de trincheras que recuerdan a la Primera Guerra Mundial. Todavía no he desactivado en el móvil la aplicación ¡Alerta Aérea!, así que sus avisos de ataques aéreos sobre ciudades ucranias me recuerdan cada día que existe esa otra Europa.

Hay una dualidad similar que aqueja a nuestra política. Muchos países europeos siguen teniendo gobiernos que se sitúan entre el centroizquierda y el centroderecha, muchas veces con coaliciones complicadas, pero todos ellos comprometidos de una u otra forma a hacer funcionar la democracia liberal y la Unión Europea. En Polonia, esta semana podemos celebrar el regreso de un Gobierno de este tipo presidido por Donald Tusk, después de haber desalojado a un partido nacionalista populista que era una peligrosa amenaza para la democracia del país. Por otro lado, ha habido triunfos notables de partidos nacionalistas populistas de extrema derecha, desde la victoria de Giorgia Meloni y su toma de posesión como primera ministra italiana a finales del año pasado hasta la más reciente de Geert Wilders en Países Bajos, pasando por los preocupantes avances de Alternativa para Alemania (AfD) en las elecciones regionales. El primer ministro húngaro Viktor Orbán actúa de forma más agresiva que nunca contra los intereses y los valores de la UE, al tiempo que aprovecha todas las ventajas de pertenecer a ella (los impulsores del Brexit, por lo menos, tuvieron la honradez de salirse de un club que detestan).

Estas dos Europas van a librar una batalla política en la importante cumbre de la UE que comienza el jueves en Bruselas. Las decisiones que salgan de la reunión influirán enormemente en la perspectiva de que avancemos hacia una Europa de guerra o de paz, de dictadura o de democracia, de desintegración o de integración. La invasión de Ucrania emprendida por Vladímir Putin el 24 de febrero de 2022 señaló el fin del periodo que había comenzado con la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989. Ahora estamos en los años constituyentes de una nueva era cuyo nombre y carácter aún desconocemos. En política, como en las relaciones, los comienzos son importantes. Los primeros años posteriores a 1945 sentaron los parámetros esenciales de un orden europeo que duró décadas, igual que los años inmediatamente posteriores a 1989.

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En un plano intelectual, los líderes europeos saben esto. Es habitual oírlo en miles de discursos políticos y en seminarios de grupos de reflexión. La guerra de Rusia contra Ucrania ha cambiado drásticamente las opiniones sobre la seguridad en países como Alemania y Dinamarca, para no hablar de Finlandia y Suecia, catapultadas desde su neutralidad histórica hasta la adhesión a la OTAN. Sin embargo, desde el punto de vista emocional y en la sociedad su conjunto no está tan claro, ni mucho menos. A principios de este año, un estudiante de la Universidad de Gotinga me preguntó si creía que habría una nueva generación europea, “la del 22″, decidida a construir una Europa mejor bajo la influencia de la mayor guerra vivida en Europa desde 1945. Desde entonces me he dedicado a hacer esa pregunta por todo el continente, pero las respuestas no son esperanzadoras. Incluso en la República Checa y Eslovaquia, la gente menea la cabeza y dice: “Me parece que no”. Más hacia el oeste, en Italia, España, Portugal o Irlanda, el “no” es todavía más rotundo.

La razón es, en parte, la propia solidez del orden europeo construido desde 1945 y ampliado y profundizado desde 1989. La gente que vive en países pertenecientes a la OTAN y la UE no puede creerse todavía que la guerra pueda llegar de verdad hasta su puerta. Tienen un montón de problemas internos —la inflación y las dificultades del Estado de bienestar, entre otros— y es comprensible que se muestren reacios a afrontar los externos, tan sobrecogedores como la guerra en el Este y la presión migratoria en el sur, el casquete polar que se derrite en el norte y la perspectiva de una segunda presidencia de Donald Trump en el oeste. Y los políticos titubean y no hablan claro por miedo a no ser reelegidos.

Dividida entre esas dos Europas, la UE debe abordar muchas de estas cuestiones antes de Navidad. En teoría, en el Consejo Europeo de esta semana, los líderes de la UE deben tomar la crucial decisión de entablar las negociaciones de adhesión con Ucrania, seguir proporcionándole ayuda militar y económica (sobre todo porque la de Washington está en peligro) y aumentar el presupuesto de la Unión para hacerlo posible. Pero Orbán amenaza con vetarlo todo. También deben abordar la guerra entre Israel y Hamás —sobre la que la UE se ha mostrado dividida e ineficaz, pese a que representa una amenaza directa para las relaciones intercomunitarias en nuestras propias sociedades— y la política de seguridad y defensa, un tema cada vez más urgente ante la perspectiva de que una presidencia 2.0 de Trump nos deje en la estacada.

La semana que viene, los ministros de Economía y Hacienda de la UE deben aprobar un acuerdo franco-alemán sobre unas nuevas normas fiscales tan complicadas y ambiguas que es difícil entenderlas por mucho que se mantenga la cabeza fría, pero de cuyas consecuencias dependerán el futuro crecimiento económico de Europa y los puestos de trabajo necesarios para que los jóvenes europeos tengan oportunidades en su vida.

La presidencia española de la UE también aspira (¡esperemos contra toda esperanza!) a conseguir un acuerdo sobre nuevas medidas de política migratoria comunitaria. La inmigración está agitando la política de la mayoría de los países europeos. Italia ha llegado a un acuerdo con Albania para que los solicitantes de asilo pasen allí todos sus trámites. El Gobierno de coalición de Alemania está introduciendo una nueva serie de medidas más duras para los inmigrantes. En Francia, el gobierno de Emmanuel Macron acaba de sufrir una derrota aplastante al presentar un proyecto de ley de inmigración que a la derecha no le parece suficientemente riguroso. En este sentido, Reino Unido es un país típicamente europeo, salvo que no lo sabe y quiere hacerlo todo por su cuenta.

En la base de todas estas cuestiones, ya de por sí importantes, se encuentra otra aún más de fondo: ¿puede una comunidad política democrática y respetuosa con las leyes, formada por 27 países muy diferentes y sin ninguno hegemónico, mantenerse unida y cumplir sus promesas? Cuando se habla de reformar la UE para que no la puedan subvertir miembros rebeldes como Orbán, se suele hacer en el contexto de una posible ampliación para crear una Unión de más de 35 Estados, pero la verdad es que está ya presente en la toma de decisiones de este mes. Ahora que está fragmentándose, cada vez más, la política de partidos europea, eso significa lidiar no solo con 27 intereses nacionales diferentes, sino con las complejidades añadidas de los distintos gobiernos de coalición. Hay que dejar algo claro: una unión de ese tipo y esa dimensión, sin ningún país hegemónico y por consenso, no ha existido nunca en la historia de Europa ni tiene equivalente en ningún otro lugar del mundo actual.

¿Cuál de las dos Europas se impondrá? Esa es la pregunta que me han hecho en todas partes este año, porque es evidente que los historiadores prevemos el futuro. No, la respuesta no está en ningún proceso histórico inevitable, sino en nosotros mismos. Nuestra es la responsabilidad.

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