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TRIBUNA
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Votar al loco

La izquierda no debe olvidar algo tras la victoria de Milei: la ultraderecha solo triunfa cuando se antoja la opción más razonable para una mayoría social muy cabreada, pero también para algunos intelectuales ferozmente displicentes con los votantes progresistas

Javier Milei, el 16 de noviembre cuando cerró en Córdoba su campaña a la presidencia argentina.
Javier Milei, el 16 de noviembre cuando cerró en Córdoba su campaña a la presidencia argentina.Sebastián Salguero (Picture Alliance / Getty)
Santiago Alba Rico

Dentro de la izquierda se desarrolla un intenso debate sobre el enigma del voto mayoritario a Javier Milei en Argentina, un anarcocapitalista que prefiere la mafia a las instituciones democráticas, que defiende la privatización de los ríos y que ha anunciado ya el desmantelamiento de la sanidad y la educación públicas. ¿Milei está loco? Sí. Habla con su perro muerto, al que ha clonado, y vocifera blandiendo una motosierra con la que quiere serrar las patas del Estado. ¿Entonces sus votantes también lo están? No, y ese es justamente el problema. No pueden haberse vuelto locos de repente casi 15 millones de argentinos, entre los cuales hay jóvenes y viejos, mujeres y hombres, pobres y ricos, cultos e ignaros. Este carácter transversal del voto excluye, o al menos relativiza, la explicación mecánica, muy del gusto izquierdista, de la desesperación económica. Aunque podamos establecer fundadas correlaciones, nadie nos obliga a votar a un candidato particular, ni las circunstancias ni la familia ni la propia clase social. Milei está loco, sí; sus votantes, no. ¿Por qué lo votan? No estoy seguro, pero conviene evitar de entrada dos tentaciones: la arrogancia de descalificar a los electores como idiotas fascistas engañados o fanáticos, y el populismo barato de irresponsabilizarlos de sus votos, bien a través de determinismos económicos o de inercias culturales. La democracia, no lo olvidemos, es esta ficción: los jueces son siempre independientes, la prensa siempre libre y los votantes siempre soberanos. Así que hay que reconocer que 15 millones de argentinos más o menos sensatos han votado libremente a un loco; y eso quiere decir que, como votantes libres, son responsables subsidiarios de lo que haga su presidente y que, como votantes cuerdos, deben ser persuadidos para no volver a hacerlo.

Ahora bien, aceptar esta idea significa aceptar otras dos concomitantes muy incómodas: la de que yo, que me creo tan listo, podría también, llegada la ocasión, votar libremente a un loco; y la de que, por tanto, ningún país está libre en estos momentos de inclinarse mayoritariamente por los locos. Eso es lo que no debemos olvidar en la izquierda: que, como otras veces en la historia, la ultraderecha, fascista y/o neoliberal, solo triunfa cuando se antoja la opción más razonable y hasta la más moral a los ojos de una mayoría social muy cabreada, pero también de algunos intelectuales tan ferozmente burlones y displicentes con los votantes de izquierdas como lo somos nosotros con los de derechas. En España, la desaforada Ayuso, de cuyas mayorías absolutas nos defendemos con chistes apotropaicos, resulta de pronto menos risible, y más peligrosa, si se repara en que es apoyada por Fernando Savater, un hombre extraordinariamente inteligente, gran escritor y gran polemista, al que ni venceríamos ni convenceríamos fácilmente en un debate público.

Naturalmente, nuestra obligación es esclarecer el horizonte de policrisis (económicas, geopolíticas, climáticas) que han llevado al mundo a una situación en la que los locos tienen una oportunidad: un mundo cabreado, tenso, con ganas de apocalipsis, en el que el odio a un otro concreto, o a una constelación de otros concretos, determina nuestras posturas políticas al margen no solo de la razón, sino incluso del cálculo. Es una constante histórica a la que hay que tender el oído: cuando la rama en la que estamos sentados está a punto de romperse, decía el poeta Bertolt Brecht, todos se ponen a inventar sierras: cuando más requiere la situación equilibrio y cuidado, más nos dejamos llevar por la tentación de la catástrofe. Me temo que no hay ninguna relación directa entre las causas económicas y este malestar irritado que ha cobrado ya vida propia y franquea el paso a los orates; por eso, siendo completamente imprescindible, no bastará con tomar medidas contra la desigualdad y la injusticia social; ese malestar debe ser atacado al mismo tiempo en su superficie, que es donde se expresa y genera efectos. En Argentina se ha votado contra Massa, no contra la inflación. En España la derecha se rebela contra Sánchez, no contra la amnistía. A veces, uno teme que contra estas olas espumosas cabe hacer poca cosa; que hay que dejarlas pasar y arramblar con todo, confiando en que los supervivientes construyan luego algo mejor.

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España se ha salvado por el momento, gracias a la audacia de Sánchez, al que el poder y el peligro vuelven cada día más listo, a una izquierda bricolada con prisa y sin proyecto político y al pragmatismo democrático de la España centrífuga. Pobres mimbres para poder revertir en la pequeña aldea hispana la onda global. Es muy improbable que esta convergencia frágil y trabajosa pueda repetir la jugada. En realidad, nos separa solo un puñado de votos de Milei y sus chifladuras: nos separa un Milei, que la derecha española no acaba de encontrar. Como decía Isaac Rosa, los españoles no somos más inteligentes ni más sensatos ni más demócratas que los argentinos. El Gobierno de coalición debe obrar como si entre la causa y el malestar la relación fuera transparente y directa y como si en cuatro años, por tanto, hubiera tiempo para resolver la policrisis estructural. Es un alivio tenerlo, pero solo tenemos eso: un Gobierno. Y ese malestar, ay, va a seguir ahí, en una vorágine de resaca mundial en la que nos falta el discurso que lo interpele y lo oriente hacia la izquierda.

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