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tribuna
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Javier Milei contra Víctor Frankenstein

El ganador de las presidenciales argentinas tiene rasgos preocupantes para el peronismo, porque toca precisamente su identidad e incluso cita en su gran noche a Juan Domingo Perón

Javier Milei contra Victor Frankestein / Pola Oloixarac
ENRIQUE FLORES

Javier Milei no ganó porque los argentinos quieren que vuelva la dictadura. No ganó porque niegan los 30.000 desaparecidos, ni planean poner un quiosco para vender los riñoncitos frescos de sus hijos (por ahora). Por cierto, Milei tampoco ganó: arrasó. Obtuvo el 55,8% del voto: lo votaron los indigentes y los ricos, los iletrados y los cultos, el campo y las ciudades, los jóvenes y los ancianos, en La Quiaca y Tierra del Fuego; algunos lo votaron con recelo, otros con euforia. Rasgarse las perlas europeas ante las decisiones democráticas de la tumultuosa Sudamérica es un privilegio emocional comprensible, pero que debe ser refrenado. Es mucho más interesante mirar la barbarie a los ojos (al menos es lo que la izquierda intelectual solía hacer).

En su último rally, Milei rompió la negrura del escenario impostando con voz grave: “Yo soy el rey de un mundo perdido”, la canción de La Renga que devino su himno personal. Ese mundo perdido es la Argentina colapsada después de dos décadas de kirchnerismo (con un breve interregno de Mauricio Macri). La última vez que el país abrazó un candidato de forma tan categórica fue a Cristina Kirchner, cuyo 54% fue el cetro y manto de armiño que la elevó en monarca popular.

Sergio Massa fue el creador de Javier Milei: dispuso el branding de su partido con una agencia top, habilitó su llegada a los medios (así Milei se volvió un personaje del prime time televisivo por años); lo incubó y lo hizo crecer. En el último debate, ese pacto subterráneo emergió a la superficie. Massa era Víctor Frankenstein, enfrentado a su criatura deforme. Desplegó su control, autoridad y desprecio; el mensaje era “hasta acá llegaste”. Contó que Milei se había acercado a él, que había hecho una pasantía en el Banco Central que no le habían renovado, lo habían echado: ¡por eso lo quiere demoler! El creador explicaba a su criatura: Massa no pudo resistir mostrarse como un autor que brinda una pista del pasado del personaje, una explicación psicológica que lo clausura: el monstruo movido por traumas personales, para quien el poder es una venganza. Milei le dedicó una sonrisa amarga, encogiéndose de hombros: “fracasos tenemos todos”. En Frankenstein de Mary Shelley, ¿a quién amamos como lectores? ¿Al calculador y egoísta Víctor, o a la criatura sensible y elocuente, aunque sea un esperpento? ¿Quién es el verdadero monstruo? Es alucinante la capacidad de Milei de mostrarse patético, cómo su vulnerabilidad es una fuerza que lo une a la masa.

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Quien le dio a Milei un regalo inesperado fue la tenaz izquierdista Myriam Bregman: en el primer debate lo llamó “gatito mimoso” (del FMI), y sin querer instaló una conversación donde Milei no era realmente de temer, sino tan solo un gatito doméstico. El gatito mimoso venía sintiendo el maullido seductor del Gato Macri. Macri nunca escondió la fascinación (casi el orgullo) que le provocaba Milei, como si el león fuera su sucesor salvaje. Inmediatamente después de perder, Patricia Bullrich apoyó a Milei; con Macri y Patricia en escena, era como si de pronto el gatito callejero que dormía en una caja de cartón hubiera encontrado un papá y una mamá. El fenómeno Milei, con su corso de cosplayers y diputadas de onlyfans, de pronto era adoptado por “adultos a cargo”; así, el rechazo al peronismo (la auténtica pasión popular) se reagrupó detrás del carisma loco de Milei. La criatura era un político consumado: solo esperaba el momento (y el daddy) para rebelarse contra su creador.

El triunfo de Milei tiene rasgos preocupantes para el peronismo, porque tocan precisamente su identidad. Como fenómeno popular, Milei tiene muchas cosas que se parecen al surgimiento de Juan Domingo Perón en la década de 1940. Lo votaron masivamente los pobres, el grupo social que tradicionalmente acompaña al peronismo. Otro factor en común con el Perón original es el foco en el trabajo, una zona donde el peronismo actual quedó totalmente desfasado. A la clase trabajadora actual no la representan los sindicatos manejados por millonarios peronistas: el proletariado son los rappi, los ubers, los pedidosya, los programadores que ganan en dólares afuera y operan con “cuevas” porque el sistema bancario es un islote cubano. Se ven a sí mismos como emprendedores: todo lo que ingresa en su app de Mercado Pago se lo ganaron con su esfuerzo. Hay una dignidad del trabajo (núcleo de la prédica de Milei) que compite directamente con la dádiva y el plan social, eje de la relación del kirchnerismo con los pobres. Aunque Massa dispuso dinerales en obsequios, los pobres se montaron en sus bicis nuevas y le dieron la espalda. Votarlo a Milei era un gesto de indisciplina díscola, orgullosa de sí.

Milei, como Perón, encarna una emoción antiélites. Declara que viene a purificar el poder: el hombre común contra los privilegiados del sistema. Los privilegiados ya no son la rica oligarquía argentina de cuando Perón llegó al poder (aunque los peronistas lo repitan como si estuviéramos en 1950). Parece evidente que Milei no tiene problemas reales con la casta política (su Gabinete parece recrear el dream team 2015-2019 de Macri); el énfasis es cortar con la farsa ideológica. Los privilegiados actuales viven escondidos entre las capas torvas de la corrupción y militancia kirchnerista; Milei los señala como los blancos del ajuste. El día de su triunfo, Milei citó a Perón: “Dentro de la ley todo, fuera de la ley nada”.

Milei es un líder extraño, pero que encarna una forma de la libertad que los argentinos aprecian: la libertad de decir lo que se les pasa por la cabeza. La sinceridad, estar a flor de piel, equivocarse pero sin mala intención. En un país donde el dinero vale menos cada segundo que pasa, el presente físico, el ser y estar aquí y ahora, cobra una fuerza alucinatoria, donde la libertad es una forma tangible de esperanza. Vivir con una inflación de 143% por años basta para enloquecer a cualquiera; Milei podía ser un poco loco, pero eso lo volvía real. Es como si los votantes lo decodificaran, asumiendo una vida interior benévola como se hace con un actor de cine (o como muchos hacen con Cristina).

El progresismo haría bien si mirase la derrota a los ojos, en lugar de arroparse con el chic de la victimización. La prensa europea es incapaz de imaginar la miseria argentina y reconstruye a Massa como un virtuoso líder de centroizquierda y a Milei como un Zemmour con peluca. ¿Qué significa el progresismo cuando el Gobierno soi-disant progresista multiplica los pobres (mientras sus políticos se enriquecen), o les dan planes que los mantienen en la miseria y les quitan la dignidad? ¿Qué significa “conservar los derechos”, cuando esos derechos son abstracciones inaccesibles? ¿Cómo resuena en alguien que trabaja y apenas le alcanza para sobrevivir ese “Estado presente” en un país con la presión fiscal más feroz del planeta? ¿Qué significa “te vas a quedar sin nada” cuando no se tiene nada? La dictadura, los derechos y el número de desaparecidos son white people problems en un país con 143% de inflación y 50% de pobres.

Totalmente alienado de la realidad, el kirchnerismo promovía hace unas semanas el juicio político a la Corte Suprema (una cortesía palaciega a la reina Cristina, condenada por corrupción). El peronismo se autonomizó tanto de la sociedad que empezó a girar sobre su propio eje, autoalimentándose de sus dramas burocráticos; olvidó que existían los ciudadanos y así los perdió. Por mi parte, tengo el distinguido honor de haber sido acaso la pluma más crítica de Javier Milei y su fuerza, pero ante el mensaje de las urnas, mi trabajo implica escuchar. El pueblo argentino eligió a la criatura por sobre Víctor Frankenstein; ahora empieza otra novela.

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