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Columna
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El virus nos da una clase de ciencias

Un número creciente de médicos y científicos se está empezando a convencer de que hay casos raros de covid larga que están asociados a la vacunación

Una mujer recibe una vacuna contra la covid-19.
Una mujer recibe una vacuna contra la covid-19.ATHIT PERAWONGMETHA (REUTERS)
Javier Sampedro

Escribí tantas veces que la covid aportaría investigaciones relevantes durante años que ahora me siento fatal si les hurto a ustedes sus resultados. Ya sé que nadie quiere ni oír hablar de la pandemia, menos aún del conocimiento que se deriva de ella, pero creo que mi obligación ―y tal vez también la suya, desocupado lector— es prestar siquiera una hebra de atención a los efectos que el SARS-CoV-2 está teniendo en la reflexión científica. Recuerden que la gran fortaleza de la ciencia es que se autoinflige una crítica cruenta, puntiaguda y permanente. Eso es lo que le permite descartar errores, corregir teorías y poner en graves aprietos al conocimiento recibido.

Un número creciente de médicos y científicos, por ejemplo, se están empezando a convencer de que hay casos raros de covid larga, una afección neurológica perdurable, que están asociados a la vacunación, y empiezan a llamarlos long vax. Los síntomas aparecen días o semanas tras la vacunación e incluyen fatiga, jaqueca y alteraciones cardiovasculares, a veces la sensación de recibir un calambre eléctrico, a veces la famosa “niebla mental” que han descrito muchos pacientes.

Una cuestión de ética periodística. Adjudicar un efecto adverso a la vacunación habría sido un riesgo en 2021 o 2022, porque las vacunas han salvado muchos millones de vidas en medio mundo. Pero ya es hora de pasar página. Insisto en que son casos raros, mucho más infrecuentes que los casos de covid larga que causa la mera infección con el virus, pero las observaciones ameritan un estudio más sistemático. A medio plazo habrá muchos pacientes que se beneficien de él. El miedo a las redes tóxicas de los antivacunas es un pésimo consejero. Contra la mentira no se lucha con silencios, sino con argumentos.

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Otra cuestión que acaba de aclararse es la utilidad de las aplicaciones móviles para rastrear. La percepción generalizada es que les dimos mucha pompa y circunstancia y que luego no sirvieron de nada. Pero la realidad no se aviene. Durante 2020, el primer año de la pandemia, unos 50 países desplegaron estos sistemas. Si un positivo de covid se acercaba a una persona sana por más de 15 minutos, el sano recibía una notificación. Siempre que los dos se hubieran descargado la aplicación, naturalmente. Los científicos británicos estiman ahora que esta herramienta salvó miles de vidas en su país. Ningún plan antipandémico actual, ni siquiera el de la OMS, hace la menor mención a estas aplicaciones. Es un error.

Hablando de la OMS, su nuevo jefe científico, el médico británico Jeremy Farrar, recién aterrizado después de 10 años en el Wellcome Trust, una de las mayores fundaciones biomédicas del mundo, asegura que se mantendrá concentrado en la covid para que la sanidad mundial no retroceda en la mala dirección. Farrar quiere estar más cerca de los países, con la intención declarada de aportarles la ciencia necesaria para que tomen sus propias decisiones. Si tan solo consiguiera eso ya habría que hacerle un monumento. Si la ciencia informara las decisiones políticas sobre asuntos clave ―salud, educación, cambio climático— los gobiernos prestarían menos atención a la basura tóxica circulante. Me temo, sin embargo, que estamos muy lejos de ese mundo.

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