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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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Los hijos monstruosos de la hidra policrisis

Protestas y elecciones en Europa muestran síntomas de creciente malestar social. Si no se atajan exitosamente sus causas, estas darán alas a un nuevo empuje populista

Protesta en París contra la reforma de las pensiones, el pasado jueves.
Protesta en París contra la reforma de las pensiones, el pasado jueves.THOMAS SAMSON (AFP)
Andrea Rizzi

Francia arde con las protestas contra la reforma de las pensiones. En Países Bajos, acaba de anotarse un extraordinario éxito electoral un novedoso partido populista agrario. El Reino Unido se ve agitado desde hace meses por manifestaciones y huelgas en contra de la pérdida de poder adquisitivo. En Grecia, una multitud de ciudadanos protesta contra el deterioro de los servicios públicos a raíz del reciente accidente letal en la red de ferrocarriles, tras años de tremendos recortes. La defensa de la sanidad pública ha propiciado dos extraordinarias manifestaciones en Madrid en los últimos meses.

Estos hechos aparentemente inconexos, que desde luego responden a distintos impulsos, parecen, sin embargo, apuntar a un lugar común. Un lugar hecho de sentimientos ciudadanos como la inquietud y el malestar por el rumbo de los acontecimientos en esta época de múltiples crisis, y de voluntad de defender posiciones, redes de protección.

Cada uno de los episodios mencionados merece su propia apreciación, cada uno es complejo y requeriría matizadas reflexiones. En términos sintéticos, parece bastante extremo el lugar del intelecto y del alma que no empatiza plenamente con las protestas del Reino Unido, Grecia o Madrid. Más complejo resulta el caso francés. Se entiende perfectamente la lucha para defender posiciones —y el disgusto de verlas alteradas por decreto—, pero la jubilación a los 62 años es una anomalía en Europa, y se produce en un Estado con un gasto público descomunal, en un país algo aletargado, que probablemente se beneficiaría de rediseños, y reformas, entre otras cosas con mayor equilibrio generacional. El caso holandés es parecido: mientras se entiende un segmento de la ciudadanía que busca una defensa de sus intereses a través de ese partido —cuestionando la senda de reducción de emisiones—, el interés de una potente transición ecológica se antoja meridianamente superior.

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Pero al margen de los casos específicos, resulta muy interesante la perspectiva gran angular. Se acumulan crisis: la pandemia, la guerra, la inflación —fruto de ambas—, y ahora turbulencias financieras vinculadas a esta última. Afrontamos una policrisis que parece una hidra. Sabemos que su anterior versión —la crisis financiera y fiscal empezada en 2008, los efectos colaterales de la globalización y, en Europa, las complejas circunstancias migratorias de 2015— fue ingrediente fundamental de los terremotos políticos que se produjeron a partir de 2016, desde Trump al Brexit o al Gobierno Liga/Movimiento Cinco Estrellas en Italia. El malestar fue incubando en la ciudadanía, golpeó a los partidos tradicionales y dio alas a propuestas radicales, cuyos planteamientos políticos no resultaron a la postre ser especialmente beneficiosos para la ciudadanía. La policrisis actual presenta el mismo riesgo: abonar el terreno para futuros populismos. Evitarlo es un emprendimiento de enorme dificultad.

Quienes temían —o deseaban, desde mezquinas posiciones partidistas en plan cuanto peor mejor— un apocalipsis económico, se han visto contradichos por resilientes datos de PIB y mercados laborales. Pero quienes han minimizado —bien desde la honestidad intelectual o desde el partidismo— los problemas profundísimos de la actual coyuntura probablemente también se equivocan. Ni la inflación era transitoria, como se afirmó al principio. Ni se acerca a un estado inofensivo, como se deseó al remitir la curva hace unos meses. Ni tampoco la resiliencia de otros datos excluye el daño grave que hace a millones de ciudadanos europeos la pérdida de poder adquisitivo, la escalada de las hipotecas variables. La inflación es una mala bestia, que desestabiliza el cuerpo en múltiples sentidos, a veces inesperados. La bolsa de malestar crece.

La política monetaria restrictiva es una medida cuestionable para afrontar esta cabeza de la hidra, ya que la inflación actual no se debe a un shock de demanda, sino más bien de oferta. Pero el bando que aboga por la contención debería contextualmente reconocer sin ambages que, aun así, el enfriamiento de la economía por esa vía es cuando menos parte necesaria de la solución, porque las alternativas no son suficientes por sí solas, ni son muy viables y, en varios casos, tampoco deseables. Los manguerazos de subsidios generalizados han podido atenuar, pero cuestan cifras descomunales, son difícilmente sostenibles en el medio plazo en tantos países de Europa muy endeudados y han sido en tantos casos dolorosamente regresivas. Además, apagar el fuego en el sector energético fue relativamente más simple con respeto a los problemas en el alimentario. Y mientras la inflación siga sostenida, el daño se va acumulando, especialmente en las clases más frágiles. Hay un interés progresista en frenar esa espiral.

La mejor solución a todo esto no será ideal, se halla en un lugar recóndito, es un escurridizo punto de equilibrio. Para alcanzarla, mejor escuchar con mente abierta otros argumentos que gritar con pasión los propios. Para matar a la hidra de la policrisis que nos acecha —que va más allá de la inflación— hará falta un Hércules que acierte en el extraordinario logro de cortarle todas las cabezas a la vez. Esto requerirá, más que fuerza, extraordinarias calidades de habilidad, que tendrán a que ver, a escala paneuropea, mucho más con capacidad de construcción de consenso y ponderación que con cruzadas como poseedores de verdades. Si fallamos, lo más probable es que habrá que apechugar en años venideros con los hijos políticos del monstruo.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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