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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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Hablar suave y llevar un gran garrote

Un mundo convulso y peligroso reclama que la UE reconsidere radicalmente sus planteamientos, con una integración más vigorosa a escala global

Von der Leyen y Biden
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, habla con el presidente de EE UU, Joe Biden, durante el G-20 de Bali, el pasado mes de noviembre.Leon Neal (AP)
Andrea Rizzi

Para llegar lejos conviene hablar suave y llevar un gran garrote, decía el presidente estadounidense Theodore Roosevelt. La convulsa, peligrosa, evolución de las relaciones internacionales invita a los europeos a reflexionar seriamente sobre esa doctrina. Aquellos que durante tiempo —con todo derecho y muchos argumentos— pensaron que la UE podría ser en el siglo XXI simplemente un lugar de prosperidad, derechos, de promoción del diálogo internacional sustancialmente ajeno a las herramientas y al lenguaje de la geopolítica dura deben preguntarse si lo anterior es posible sin lo segundo.

El ineludible punto de partida es que el mundo avanza en una senda de competición salvaje de potencias y, como nos ha mostrado Vladímir Putin, de confrontación y agresión sin límites. No parece sabio simplemente confiar en que vaya a cambiar. ¿Cómo se protegen y cultivan nuestros valores —democracia, Estado de derecho, igualdad y cohesión social, etcétera— y, ¿por qué no?, nuestros intereses —la pujanza económica que nos puede proporcionar prosperidad— en este entorno amenazante? La respuesta que suena más razonable requiere profundos cambios y, sí, un nuevo salto de integración europea que supone renunciar a trozos de soberanía nacional.

Las crisis actuales arrecian con un inquilino de la Casa Blanca que es de lo mejor que podría tocar desde el punto de vista de los valores europeos. Aun así, ello no impide notar la feroz competición que EE UU nos plantea en áreas clave como la tecnología verde, cómo ejerce presión para conducirnos a posiciones que responden, probablemente, más a sus intereses que a los nuestros. Y, por supuesto, tras haber vivido la asombrosa experiencia de Donald Trump, nadie debería dar por descontado que en el futuro la UE pueda contar con el apoyo sabio y generoso de EE UU. Hay que tomar, de pleno, nuestro destino en nuestras manos.

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Esto tiene, por supuesto, derivadas en materia de Defensa. El cómodo subarrendamiento de nuestra seguridad a un garante externo ya no puede ser. Se están dando pasos hacia un mayor gasto y una mayor coordinación. Mucho más habrá que hacer si queremos estar seguros en el medio largo plazo ante escenarios imprevisibles, desde un potencial conflicto entre EE UU y China que altere por completo los equilibrios hasta el riesgo de una deriva totalitaria enloquecida en Rusia, pasando por desafíos menos existenciales, pero también graves como la gestión de conflictos en el norte de África y Oriente Próximo donde, de acuerdo con nuestros valores, es importante hacer algo, y no salir despavoridos de Afganistán abandonando a sus ciudadanos porque se va el que tenía la capacidad de mantener de pie la estructura.

Para hacer ese más será necesario no solo elevar el gasto, sino romper tabúes. Lograr mucha mayor interoperatividad de sistemas de armamento. Y, probablemente, una concentración industrial en el sector, que supondrá que algunas capitales perderán el activo de tener campeones nacionales, pero que será la única manera de competir a escala global, de no depender de que otros vendan cosas, estar sometidos a sus condiciones.

La conformación de titanes es algo que merece reflexión también en otros ámbitos. El mantra de la libre competencia ha dominado hasta ahora. Visto ex post: ¿tuvo sentido impedir la fusión Alstom-Siemens? La ponderación es delicada, pero, poca duda cabe de que, en este mundo, la UE necesita actores capaces de moverse en la escena planetaria. Nadie dice que los abusos de posición dominante no sean un riesgo; pero conviene poner mejor el acento en que la defensa a ultranza de la libre competencia en el mercado interior puede llevar a un horizonte empresarial liliputiense que quedará barrido en la lucha global. Ya está ocurriendo.

Es necesaria además una muy muscular política de estímulo pública en múltiples sectores, para competir con otras potencias que hacen eso mismo. Mucho mejor si es gestionada de forma comunitaria, lo que requeriría aumentar recursos. Si no, y mientras tanto, hay que dar mucho mayor margen a las ayudas de Estado, como se está empezando a hacer, pero ello requerirá fuerte compensación para evitar desequilibrios en el mercado interior. De una manera, u otra, más recursos comunitarios para pilotar emprendimientos estratégicos comunes.

Son estos solo unos pocos de la larga lista de elementos que hay que repensar. Para disuadir malas intenciones que puedan tener los enemigos; para defenderse de la competición salvaje de rivales, y también de socios; para desarrollar en este siglo el proyecto y los ideales compartidos, que tan bien nos han servido durante décadas. Cada uno por su lado no se puede. Y un coro de voces blancas no bastará.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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