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columna
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Esta normalidad tan anormal

Quisiera vivir en un mundo en el que no tuviera la necesidad de huir de él, de buscar refugio. Un mundo compasivo

Turismo Ciutat Vella verano
La Rambla de Barcelona, este jueves llena de visitantes.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)
Najat El Hachmi

Ha llegado al fin la normalidad, Ítaca anhelada en la que esperábamos reposar después del esfuerzo titánico de resistir y sobreponernos a la pandemia. Pues bien, lo confieso públicamente: a mí esta Ítaca no me gusta, no es para nada lo que esperaba. ¿Dónde está la vida distinta en la que todos seríamos mejores, seríamos más colaborativos, más solidarios y pondríamos la vida en el centro? La isla a la que yo he llegado se parece demasiado a unas Ramblas masificadas donde gigantescos cruceros vomitan aludes de turistas con piel de langostino. Han vuelto también estos cruceros y otra vez siento que sobro en esta ciudad en la que vivo, que sus habitantes, si no estamos dispuestos a figurar como parte del decorado, estamos de más y mejor que vayamos saliendo por la puerta. Lo demuestran los precios del alquiler y los del aperitivo. Durante el confinamiento, a los barceloneses nos quisieron mucho en bares y restaurantes, los camareros de sitios antes muy concurridos nos trataron como no nos habían tratado nunca. Pero era un amor interesado, motivado por la escasez de consumidores con más dinero. Ahora vuelven a ignorarnos como antes, a traernos unas cuentas de infarto por una cerveza y unas aceitunas. ¿Qué es una ciudad si no puedes tomarte el aperitivo a un precio popular y razonable?

Lo que no es normal es el ritmo acelerado e implacable que nos exige ocultar, disimular, dominar y reprimir todo lo que tenga que ver con la vida para que nos entreguemos a lo más importante, a lo fundamental: producir. Por eso añoro el estéril confinamiento, cuando, por lo menos, podía pensar y sentir, expresar la angustia y la tristeza, la preocupación y la rabia, tener claro qué es lo realmente esencial: comer, dormir, estar con quienes amamos, cuidarlos y que nos cuiden. Animales desnudos ante las inclemencias del tiempo y la naturaleza, las restricciones de la pandemia fueron para muchos de nosotros una especie de cueva en la que refugiarnos y redescubrir el consuelo y alivio que nos da el contacto continuado, piel con piel, con personas reales e importantes en nuestras vidas.

Yo quisiera vivir en un mundo en el que no tuviera la necesidad de huir de él, de buscar refugio. Un mundo compasivo que pusiera el alejamiento del dolor y la búsqueda del placer en primer lugar. Una Ítaca en la que sentirnos en casa y no esta enloquecedora normalidad.

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