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Columna
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Última palabra

En el arte de contar lo que menos importa es el contenido, la ejemplaridad o la trascendencia de lo que se cuenta, sino la forma

César Luis Menotti, en 2009 en Buenos Aires.
César Luis Menotti, en 2009 en Buenos Aires.Reinaldo Coddou H. (Getty Images)
David Trueba

Desde que era niño me atrajo la gente que sabe contar las cosas bien. No hay que confundir esa virtud con las personas habladoras, con la gente que se abre, que es expansiva, comunicativa o carismática. Y mucho menos equivocar el arte de narrar con la simpatía o la solemnidad. La narración oral fue la primera de las disciplinas literarias del ser humano a partir de desarrollar un lenguaje mínimamente sofisticado. Uno se imagina a los grandes narradores en los tiempos anteriores a la escritura y comprende la gozosa admiración que les reservaban sus paisanos. No había entonces premios ni medallas ni diplomas ni reconocimientos oficiales, y un buen contador lo que obtenía era la atención de su público y quizá un plato de comida y un vaso de vino por todo salario. Hoy quizá la cosa se ha profesionalizado demasiado, así que tan solo en las sobremesas largas se puede llegar a degustar algo parecido a aquel placer antiguo. Como todo lo hemos convertido en negocio, hay gente que considera charlar una pérdida de tiempo. Muy al contrario, conversar es quizá la más desinteresada, absurdamente generosa y rentable de las actividades humanas.

Me he acordado de estas virtudes al saber de la muerte del entrenador de fútbol César Luis Menotti. Hace más de 15 años, por esos azares felices de la vida viajé a Buenos Aires para cerrar la documentación de una novela que estaba terminando. No me interesa demasiado el fútbol, que me parece como todo lo dominante un poco abrasivo y sobredimensionado, pero uno de los protagonistas del libro era un futbolista y había que construirlo con elementos sacados de la realidad.

Esa prospección me sirvió para apreciar el oficio del fútbol, pero alejarme sobre todo de la literatura añadida, una supuesta lírica de gesta pero siempre esclava de la cosa menos interesante del deporte: el resultado. Me acompañaba en el viaje un amigo que después de ser jugador durante años soñaba con convertirse en entrenador. Traíamos con nosotros algún teléfono de contacto con gente de ese mundo y nos atrevimos a llamar a Menotti, que nos citó a cenar en un restaurante elegante en el que pidió, nada más sentarnos, un whisky. Cuando le trajeron un vaso lleno de hielo impidió presto que le sirvieran interponiendo la mano abierta y le dijo al mozo: “Pero hombre de Dios, ¿me ha visto usted la rodilla hinchada? Llévese todo este hielo, por favor”. En ese instante supimos que aquel tipo nos iba a caer bien.

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Durante horas, hasta bien entrada la madrugada y de pie en la calle donde aún trataba de convencernos para seguir en otro antro cercano la conversación, no dejamos de reírnos con las anécdotas narradas por ese tipo que tenía un aire lejano a un Fernán Gómez flaco y espigado. Los futbolistas, directivos, agentes, preparadores eran tan solo personajes de una avalancha de relatos floridos, sorprendentes y llenos de gracia.

Una vez más, se confirmaba que en el arte de contar lo que menos importa es el contenido, la ejemplaridad o la trascendencia de lo que se cuenta, sino la forma, la encantadora mezcla de palabra e imágenes, de silencios y conclusiones, de la evocación y el remate. Menotti ganó Argentina 78, pero aquella noche triunfó en otro terreno menos explicable y relevante. En esa distancia corta donde las personas se ganan la admiración por cómo le sacan brillo a esa joya llamada palabra. Descanse en paz.

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