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BRASIL
Columna
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¿Por qué se cree que los dioses de los indígenas son inferiores al de los cristianos?

La política devastadora del Gobierno de Bolsonaro sobre la Amazonia escandaliza al mundo y conduce a la expropiación no solo de sus riquezas naturales sino también de sus creencias religiosas

Juan Arias
Indíigenas en Brasil
Indígenas de diversas etnias protestan frente al edificio del Congreso de Brasil, el pasado junio.Joédson Alves (EFE)

Muchos se han sentido ofendidos y hasta escandalizados en Brasil con la decisión tomada por el magistrado del Supremo Tribunal Federal, Luis Barroso, de impedir a las Iglesias entrar en las comunidades indígenas que aún no han tenido contacto con la llamada civilización occidental. Y no solo por razones higiénicas pues podrían transmitirles enfermedades que ellos no conocen, sino también porque nadie tiene el derecho a imponerles, a veces a la fuerza, nuestra fe cristiana ni cualquier otra.

La decisión del magistrado fue duramente criticada, por ejemplo, en algunas iglesias evangélicas que desde hace un tiempo se muestran muy activas en su catequesis con los pueblos indígenas. Ello significa en la práctica que estamos convencidos de que nuestras creencias religiosas son superiores a las suyas lo que conduce a algunos evangélicos a la persecución de los cultos africanos o católicos.

Nada más lejano, sin embargo, a la esencia de las enseñanzas de Jesús como lo revela el pasaje de la mujer samaritana que intentaba convencer al profeta de que su templo era mejor que el de los judíos. Jesús le dio una lección cuando le dijo que llegaría un día en que nadie necesitaría de un templo para dar culto a Dios sino que lo invocaría “en espíritu y en verdad”.

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Sus seguidores no le escucharon y nacieron así las guerras de la religión algo que suena a blasfemia ya que no existen dioses mejor que otros. Ello significa querer imponer por la fuerza su propio dios considerado superior al de los otros, lo que lleva hasta a la persecución de quienes cultivan otros credos.

La persecución a los de una fe distinta de la nuestra es palpable hoy en Brasil con las comunidades indígenas a las que católicos y evangélicos están siendo muy activos en imponerles su fe. Ello se arrastra desde los tiempos de la colonización europea cuando además de despojarles de sus riquezas naturales les imponían a la fuerza su fe cristiana. Basta darse una vuelta por la iglesias católicas europeas para ver como están repletas del oro que les arrancaban a los indígenas a cambio de la fe que les ofrecían.

Al parecer hoy vuelve a repetirse con las pocas comunidades indígenas que aún siguen practicando su propia fe y sus costumbres ancladas en el amor y la defensa de la naturaleza. Una naturaleza devastada por quienes siempre nos hemos considerado superiores a esas culturas y tradiciones. Esa furia cristiana de querer eliminar las creencias y culturas de otras comunidades se debe solo a nuestra convicción de que nuestro dios y nuestro credo son superiores a los que tratamos de “salvajes” ignorando que sin esas culturas nacidas desde el respeto y el cuidado de la naturaleza quizás el mundo ya no existiría.

Se trata del conocimiento y de la experiencia de su contacto con los dioses de la tierra que se revelan hoy mas eficaces para entender los secretos que encierra nuestro pequeño planeta.

Una joven indígena brasileña me contó con orgullo que ellos consiguen distinguir en sus florestas hasta 60 tonalidades de verde. ¿Y nosotros? Ante la agudeza para descubrir los misterios de la tierra nosotros con toda nuestra cultura parecemos unos simples aprendices. Sí, el ministro Barroso acertó al prohibir entrar a esas comunidades, ya que con la excusa de llevarles la fe cristiana que consideramos superior, entran también intereses bien lejanos de la fe como lo son los económicos y comerciales.

La tierra donde habitan esos indígenas esconde infinidad de tesoros naturales que hoy los llamados civilizados y tecnologizados pretendemos expropiarles. El presidente brasileño para justificar la explotación y hasta el genocidio de los indígenas ha llegado a afirmar que ellos lo que quieren es “vivir como nosotros”. Quizas se refería a que esos indígenas prefieren vivir en el cemento y pobreza de las favelas que en el paraíso natural en el que nacieron y quieren morir.

Brasil vive hoy dos genocidios que escandalizan al mundo: el de la pandemia de la covid y el de la extinción de las comunidades indígenas por el deseo de querer ocupar aquel pedazo de paraíso y apoderarse de sus tesoros naturales bajo la excusa de llevarles nuestra fe.

El verdadero Dios, si existe, actuaría hoy como Jesús con los mercaderes del templo de Jerusalén, expulsándolos a latigazos por profanar la casa de Dios. Eso es lo que las religiones cristianas pretenden hacer hoy convirtiendo la fe y la adoración a Dios en un vil mercado que ofende la fe de los sencillos y humilla y saquea a los pocos indígenas que luchan por mantener su cultura y sus dioses. Es esa su resistencia para proteger lo poco que la avaricia de los llamados culturizados les hemos dejado e intentamos arrancarles con violencia o con la excusa de imponerles nuestra fe y nuestra lengua.

La política devastadora del Gobierno de Bolsonaro de la Amazonia que asusta y escandaliza al mundo no solo conduce a la expropiación de sus riquezas naturales sino también de sus creencias religiosas y de su sabiduría por medio de un capitalismo cada día más sofisticado y devorador. Un capitalismo que hoy intenta adueñarse también de los restos de la sabiduría de nuestros ancestrales, verdaderos defensores de los últimos retales de naturaleza virgen aún no devorada por el cemento que nos condena cada día al infierno de la soledad.

El ser humano recupera su esencia de estar íntimamente relacionado en la naturaleza, como lo están los indígenas que nosotros despreciamos y luchamos para exterminarles, o nos veremos asfixiados por el monstruo de la depresión y de la pérdida de nuestra identidad.

Según la Biblia el ser humano fue formado del barro de la tierra y no del cemento. La tierra evoca nuestras orígenes más genuinos y el cemento es el símbolo del abandono de la verdadera cultura. ¿Y si los verdaderos “salvajes” fuésemos nosotros hacinados en ciudades donde los niños nunca han visto una gallina o un árbol de fruta o el abrirse de una flor?

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