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Última cena
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Champán, atún y amigos. Así sería la última cena de Pablo Heras-Casado

El director de orquesta imagina toda una jornada entre Tarifa y Granada. El primer español en abrir el festival de Bayreuth reivindica el poder sensual de la música clásica y cierra el gran día con el pudin de su madre

EPS 2466 PLACERES ULTIMA CENA PABLO HERAS CASADO
Coco Dávez

Hay oficios tan envueltos en una estética propia, tan solemnes en sus gestos, atavíos y liturgias, que es imposible imaginarse a quienes los ofician en pantalones vaqueros o con las manos chorreando con la sabrosa grasilla de una panceta. Ahí están los cardenales, los almirantes, las bailarinas del Bolshói y, cómo no, el director de orquesta: la única persona sobre el escenario que no emite una sola nota, que da la espalda al público, y que, sin embargo, encarna con su traje oscuro toda la expresividad y el colorido musical de una sinfonía. Se nos hace raro tener frente a nosotros al primer español en abrir el festival de Bayreuth sujetando un jugoso taco y enfundado en un poncho, pero Pablo Heras-Casado (Granada, 46 años) domina como nadie el efecto Clark Kent-Supermán, y aquí en el Mawey Taco Bar, donde nos hemos citado, nadie sospecharía que esas manos suyas que han participado en cientos de orquestas internacionales y que ahora se hunden en un cuenco de guacamole son capaces de comandar a los 200 músicos que participan en las cuatro horas que dura un Parsifal.

Cuando le preguntamos cómo se imagina él su última cena, un telón invisible parece abrirse ante nosotros. Abandona un taco y pierde el interés en la comida. Está ya concentrado en su respuesta y nos transporta inmediatamente a la obertura de un estreno que compone sobre la marcha. Como en aquellas óperas financiadas por Ludwig II de Baviera, no parece haber límite a los intérpretes, el tiempo o los recursos que entrarán en escena. Dice que, si ha de caber todo aquello que le gusta y toda la gente que le gusta, su última cena empezará por la mañana. Será un día largo que transcurre en dos lugares: Tarifa y Granada. Es concreto y meticuloso en sus evocaciones: “Ese día no haría viento en la playa de Punta Paloma, es verano pero no hace mucho calor. Desayunaríamos champán por la mañana, que es lo mejor del mundo, un Billecart-Salmon rosado, muy frío”. Nos cuenta que hay veces que se concede el premio de desayunar champán con salmón cuando termina alguna de esas giras que le tienen la mitad del año por los grandes escenarios de todo el mundo. Aunque en Tarifa la situación sería diferente. “Desayunaría champán con atún, nunca lo he hecho, pero allí el atún es el mejor y lo hacen muy rico de mil maneras”, dice. Añade al atún un poco de caviar y de erizo, no por la cosa de que sea algo lujoso, explica con pudor, sino por sublimar la experiencia del mar en la boca.

Al preguntarle por qué en Tarifa, aclara que no tiene otra conexión con el lugar que la de haber estado allí con su hijo recientemente: es un lugar que han descubierto juntos, y es allí donde quiere volver con él, a ese espacio de dunas y agua fría y vigorizante, desde donde se ve al Atlántico entrando al Mediterráneo. Esas primeras horas las pasarían jugando los dos, y empezarían a recibir juntos a los amigos.

Quiere en ese tiempo “una felicidad sencilla, pura y luminosa”, la misma que dan los juegos de niños en la playa. “Nada de conversaciones, busco esa cosa bonita de la infancia en que no hay un plan, que vas de una cosa a otra sin un rumbo claro, conectando sentidos de manera azarosa, divirtiéndonos en el proceso, pero entendiendo que el juego para los niños es una cosa muy seria”, explica. Así concibe él su trabajo: “Como artista siento que, como los niños, yo también estoy jugando, estoy en lo lúdico, en un terreno que permite experimentar todas las posibilidades, todas las conexiones, pero lo hago con la misma seriedad que ellos”.

Pasadas unas horas de juegos y chapuzones, se sentarían en un chiringuito, pero uno privado si es que existe tal cosa, y entonces sí, allí empezaría ya con la música. “Vendría algún amigo con una guitarra, de esos que saben implicar a todos en la música y jugar con ella. Pienso en Jorge Drexler, que empieza a inventar rimas, a improvisar décimas, te saca con el móvil la letra de cualquier canción que alguien pida y se arranca”. Él no sabe tocar la guitarra, pero sabe cantar y dar palmas. No tiene un gran repertorio, pero con amigos como Drexler se une y disfruta: “Lo de cantar es lo más espontáneo y lo más maravilloso que tiene uno, sale de tu cuerpo, de tu diafragma, de tu alma, de tu vientre”.

Su alma musical es el canto. Empezó de pequeño en un colegio religioso de Granada. Allí iba a la capilla donde había un órgano y se divertía cantando. También estuvo en coros de música antigua toda su infancia y su juventud. Pero Heras-Casado no tiene la cultura popular del cante. “No soy nada bailongo, pero si estoy bien rodeado me encanta… Me daré cuenta ese día o esa noche que debería haber bailado más en mi vida”.

En este momento ya han llegado muchas personas, no quiere nombrarlas por no dejarse ninguna fuera, pero señala a su hermana. Juntos van a hacer el viaje de vuelta a Granada y lo harán en un barco “que tarde muy poco en llegar pero que vaya lento,” para disfrutar intensamente del mar. Todo será posible ese día. El maestro, cuyo repertorio va desde la música antigua hasta composiciones de vanguardia, tiene el feliz recuerdo de un día en Nerja junto a su hermana, en el que alquilaron un barquito, le dejó el timón a su hijo un rato y le puso la Cabalgata de las valquirias para que sintiera la épica del momento. Bebería un rosado a bordo, a pesar de que no suele consumir este tipo de vino: “Si es verano y estamos cerca del mar, me gusta, lo asocio a tiempos felices, me sabe a los veranos en los que trabajé en el festival de Aix-en-Provence; es el único sitio donde pedía rosado”.

Pablo Heras-Casado en el Mawey Taco Bar, en Madrid. Para su último día se imagina entre amigos y familia, sin que falte la música.
Pablo Heras-Casado en el Mawey Taco Bar, en Madrid. Para su último día se imagina entre amigos y familia, sin que falte la música.Coco Dávez

Su otro lugar es Granada, donde se transporta con su hijo, su hermana y todos los amigos de la playa que han venido en barco. A ellos se unen sus padres y sus amigos de la ciudad. “Empecemos en la terraza de mi casa, son las 15.15, es una comida de tarde y hay un sol de invierno de unos 18 grados, no hace falta sombra para protegerse; allí tomamos carne de vaca retinta a la brasa”. Al preguntarle si no tiene un antojo propio de un granadino se le ilumina la mirada: quiere que Paco, dueño del mítico Bar FM a las afueras de la ciudad, le traiga tres kilos de quisquillas de Motril que se comerán crudas y aliñadas por él. Y, de paso, que se quede, que seguro que trae buenos vinos.

Se suceden las siestas al aire libre con la música. Ahora han llegado amigos con otros instrumentos, es gente con los que ha hecho música en el escenario, violonchelistas, violinistas. “Y, entre siesta y brindis, me van tocando lo que se me ocurra, un movimiento del segundo cuarteto para cuerdas de Schumann, una sonata de Beethoven, y con eso nos preparamos para el espectáculo del atardecer”. Pide un habano para disfrutar ese momento, hace poco que se ha aficionado a ellos. Pasa un buen rato describiendo cómo será la progresión del sol en su camino por la Alhambra, el movimiento de las sombras, cómo se derraman los colores de la arrebolada en sus paredes, el cañón de luz por los contornos de la sierra.

En cuanto se hace de noche, todos saldrán hacia el Sacromonte en busca de un sarao flamenco en alguna cueva. “Y pongamos que, aunque me haya fumado un habano y haya bebido champán y rosado, tenga la voz perfecta, porque por el camino vamos a parar en una iglesia para cantar polifonías del siglo XVI”. Para él una iglesia es un sitio sagrado, aunque no sea creyente. “Allí mi actitud es espiritual, hay pocos espacios más espirituales que una iglesia, en un sentido universal, después de un día como el que imagino, tener un rato para poder disfrutar de lo que te ofrece una iglesia, acústicamente, visualmente sería importante”.

Escoge piezas de Gesualdo y de El quinto libro de madrigales de Monteverdi, que asegura que son muy eróticos. “No solo en los textos, sino que hay un montón de disonancias, de melodías que evocan algo sensual y sexual”. Cuando le pregunto cómo puede ser erótica la música clásica, que tan poco tenemos asociada al cuerpo y a lo físico, frunce el ceño con severidad: “Es una percepción equivocada, es todo lo contrario… Cuando Mozart, Haydn, Beethoven estrenaban una pieza, conmocionaban físicamente al público, la gente se volvía loca, se agitaba, había un poder sensual potentísimo, y los músicos de hoy tenemos que recuperar ese poder que tiene la música, y olvidarnos de convenciones y malentendidos con la música clásica”.

Le recuerdo que le queda muy poco tiempo, hay que bajar el telón, y el maestro deja entonces a los amigos bailando flamenco en una cueva y se recoge en su casa, esta vez solo con su familia. Ha llegado la hora del postre, que será un pudin de los que le gusta hacer a su madre, y lo acompañará con una copa de brandi Luis Felipe. Le pregunto si llegado el cierre tiene algún mensaje para su hijo y contesta que no. El mensaje ha sido ese día que han pasado juntos, y que se resume con sencillez: “Vive y goza de todo con plenitud, tanto el pudin de tu abuela como el madrigal de Monteverdi”.

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