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Palos de ciego
Columna
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Retorno a Oxford

Una de las cosas que aprendí es que es tan sensato amar la sabiduría como no sacralizar a los sabios

Un comedor de la Universidad de Oxford.
Un comedor de la Universidad de Oxford. Manuel Vazquez
Javier Cercas

Hace poco regresé. Había pasado allí casi dos meses de la primavera de 2015, mientras pronunciaba las Weidenfeld Lectures, una serie anual de conferencias fundada por George Steiner en St Anne’s College. Fue una imprudencia. Italo Calvino falleció poco antes de dictar las Norton Lectures —el equivalente en Harvard de las Weidenfeld— y su esposa, Chichita, aseguraba que se había muerto del pánico que le daba tener que hablar ante aquellos señores tan sabios. A mí me salvó mi temeridad, o simplemente mi desvergüenza. Por lo demás, Calvino, que era un sabio auténtico, tal vez olvidó que los auténticos sabios son infinitamente generosos: la prueba es que, a pesar de las eminencias que me habían precedido en las Weidenfeld Lectures, no sólo no me tiraron tomates durante mis charlas, sino que acabaron nombrándome Honorary Fellow. Una cosa está clara: el prestigio de Oxford lo resiste todo.

El caso es que en aquellos días fui feliz; también, que aprendí muchas cosas, porque es imposible pasar cierto tiempo en Oxford sin aprender muchas cosas. La primera es que Ortega, que nunca estuvo en Oxford, llevaba razón cuando alertó contra “la barbarie del especialismo”: la sabiduría no se adquiere encerrándose en la propia especialidad, sino abriéndose a otras, por alejadas que parezcan de ella; yo experimenté en carne propia esa evidencia a menudo olvidada: mis conferencias, que trataban sobre literatura, empezaban de verdad cuando yo acababa de hablar, se abría el turno de preguntas e intervenía toda clase de gente, desde historiadores y filósofos hasta sinólogos o científicos. Fue así como aprendí una segunda cosa que puede aprenderse en Oxford, donde el antiespecialismo es norma (de hecho, es una de las razones de ser primigenias de los colleges, en los que convivían profesores de distintas especialidades y en los que, aún hoy, desayunas, comes y cenas con expertos en las materias más diversas): si los asistentes a una conferencia son buenos, el conferenciante aprende más de ellos que ellos del conferenciante. La tercera cosa que aprendí es que es tan sensato amar la sabiduría como no sacralizar a los sabios. Una tarde mantuve un debate público sobre Europa con uno de los analistas políticos más prestigiosos del Reino Unido, tal vez del mundo; por entonces ya se había convocado el referéndum del Brexit, así que, inevitablemente, hablamos de él, y en la cena posterior al evento le pregunté a mi interlocutor si pensaba que el resultado de la consulta podía ser el que fue. “Entre tú y yo”, me dijo. “Imposible”. La cuarta cosa que aprendí es aún más importante. En St Anne’s se alojaba conmigo una anciana india. Yo la veía pasear cabizbaja por el campus, con su pelo gris y su sari multicolor; de vez en cuando asistía a mis conferencias; al final trabamos amistad. Se llamaba (se llama todavía) Devaki Jain, es economista y fue pionera del feminismo en la India. Estudió en St Anne’s, y había vuelto a su alma mater para tratar de escribir sus memorias. La obsesionaban, pero no había escrito una sola línea y, como me dedico a escribir, me pedía consejo. “Cuente lo que le ha ocurrido tal y como le ha ocurrido, sin más”, le decía yo. Las memorias, sin embargo, no terminaban de arrancar. Hasta que una noche me confesó su secreto. “¿Sabes, Javier?”, me dijo. “Es que he hecho tantas cosas en mi vida que no sé cómo contarlas sin sonar arrogante”. Esa es la cuarta cosa que aprendí: que la humildad es el rasgo que mejor define a los mejores. La quinta es que, en Oxford, el tiempo cunde. Volví a comprobarlo ahora, cuando regresé y en poco más de 24 horas pude hacer un montón de cosas importantes —desde cenar con amigos hasta correr al amanecer por las calles desiertas del centro—, incluida la más importante de todas, que es no hacer nada.

Hasta el siglo XIX, la palabra patria no encerraba el significado temible que encierra hoy. Para Cervantes, por ejemplo, la patria es ese lugar pequeño, íntimo y acogedor donde uno tiene sus amigos y sus recuerdos, y adonde uno siempre desea volver. Esa es la última cosa que he aprendido de momento en Oxford: que esa ciudad también sabe ser una patria.

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