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Columna
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El borrador incesante

Hay libros a los que tarda en llegar la persona destinada a escribirlos. Cerca de los 40 años, Proust no había hecho nada provechoso en su vida

Obras Proust
'Carrera de obstáculos', de Marcel Proust, el autor de 'En busca del tiempo perdido'.Universal History Archive (Universal History Archive/Univer)
Antonio Muñoz Molina

Como este año es el centenario de la muerte de Proust, he empezado 2022 leyendo Les soxiante-quinze feuillets, las 75 hojas o pliegos de borradores que salieron a la luz pública hace poco, y que durante mucho tiempo se habían dado por perdidos. La historia de los manuscritos de Proust es casi tan apasionante como la novela misma en la que desembocaron. Proust escribía torrencialmente con una letra imposible que los filólogos llevan un siglo entero descifrando. Escribía cuentos y crónicas sociales para Le Figaro. Escribía pastiches fulminantes de otros escritores, con un oído para las ridiculeces de la lengua literaria tan agudo como el que tenía para el habla de la gente, los dos inseparables de su sentido del humor y de su capacidad de caracterizar a un personaje con unos cuantos tics verbales. Escribió tantas cartas que ahora llenan más de 20 volúmenes, un océano en el que a mí me da algo de miedo sumergirme, pero en el que hay maravillas de prosa narrativa no inferiores a las de su novela. Escribía, corregía, tachaba, y cuando por fin se decidía a mandar un manuscrito al editor y recibía las pruebas, en vez de corregirlas, lo que hacía era escribir a partir de ellas, de modo que el texto impreso que había parecido más o menos definitivo desaparecía bajo una proliferación selvática de nuevas líneas y párrafos que se enredaban en los anteriores como filamentos de una planta trepadora hecha de tinta y no de savia.

Hace unos años, en la Morgan Library de Nueva York, me pasé horas curioseando lo más de cerca que podía los cuadernos, las hojas sueltas, las pequeñas agendas, los juegos de pruebas de Du côté de chez Swann, porque era el centenario de su primera edición en 1913. Ahora, estos días como de tregua del comienzo de enero, cuando el año parece que no llega a empezar todavía, he examinado esas 75 hojas que Proust debió de escribir a lo largo de 1908, publicadas en una edición de admirable filología a cargo de Nathalie Mauriac Dyer. Durante muchos años se supo de su existencia, pero no de su paradero. No estaban entre los papeles que los descendientes de Robert, el hermano de Proust, habían legado a la Biblioteca Nacional de Francia en 1962. En 2018, a la muerte del estudioso y coleccionista proustiano Bernard de Fallois, se descubrieron ocultos en su casa. Suzy Mante-Proust, hija de Robert, se los había confiado en 1949. Sorprende la capacidad de perduración de algo tan frágil como unas hojas de papel sobre las que alguien ha escrito a toda prisa, a vuela pluma, visiblemente lo primero que se le venía a la cabeza, lo que sin embargo emerge de un fondo contumaz, no por capricho, sino por una exigencia que tiene muy poco que ver con la voluntad consciente de quien maneja la pluma. Del mismo modo que la vida entera de Montaigne está volcada en los Ensayos, que son la obra de toda su vida y su único proyecto literario, En busca del tiempo perdido es la única novela que Proust llegó a imaginar, y en la que en realidad estuvo trabajando siempre, desde mucho antes de intuir con suficiente claridad su forma y sobre todo de encontrar ese arranque a partir del cual todas las tentativas en las que había trabajado hasta entonces encontraban su lugar exacto, la trama riquísima de sus conexiones interiores. En 1895, Proust había abandonado un novelón autobiográfico en tercera persona, que su primer editor, precisamente Bernard de Fallois, tituló Jean Santeuil. La poca ficción que contenía lo malograba como testimonio confesional, pero no era suficiente como para convertirlo en una novela. Una gran parte de los materiales de À la recherche ya está ahí, pero no hay un foco, un principio de selección, una forma que organice el relato y le otorgue esa autonomía que alza la novela por encima de los datos de la realidad que la han alimentado.

Hay libros a los que tarda mucho en llegar la persona destinada a escribirlos. En 1895, a los 24 años, Marcel Proust era un muchacho cultivado y brillante, con una pasión por la vida y un amor a las artes que iban a durarle siempre, y ya sabía que la memoria de las percepciones de la infancia, su maravilla y su desolación iban a ser un manantial de su escritura. En 1908 había vivido mucho más, había conocido la enfermedad y los tormentos y los estragos del amor, se había comprometido políticamente en defensa del capitán Dreyfus y había aceptado el precio social que eso implicaba. Junto al luto por la muerte de su madre en 1905 le había llegado una libertad para expresar sus inclinaciones sexuales que no habría podido permitirse mientras ella vivía.

En 1908 Proust se acerca a los 40 años y no ha hecho nada provechoso en su vida. Vive mal que bien de su herencia, no ha trabajado nunca, no ha publicado más que esas crónicas chismosas y floridas que le conceden una notoriedad menor en los salones donde es una figura habitual, aunque algo excéntrica, con su desaliño y su aire judío, a pesar de sus modales obsequiosos, Le petit Marcel. Justo entonces, tal vez en ratos perdidos, escribe esos borradores, en los que sigue dando vueltas a episodios de infancia, escenas aisladas que tienen una forma precisa en su imaginación, pero que siguen desconectadas entre sí, aunque cada vez estén más elaboradas: la abuela que se pasea bajo el viento y la lluvia por el jardín, la madre que tal vez no subirá a darle al hijo ansioso un beso de buenas noches, los dos caminos que se alejan por el campo en direcciones distintas, los campanarios a lo lejos, la magia de los nombres de lugares en los que no se ha estado nunca, el hotel a la orilla del mar, el grupo de chicas por el paseo marítimo, la llegada a Venecia. La novela está a punto de empezar a existir, pero está muy lejos todavía. Todavía hay demasiada realidad superflua. El narrador se llama Marcel y tiene un hermano, que en la novela definitiva va a desaparecer, por razones de economía narrativa. La madre y la abuela todavía tienen nombre. Y sobre todo falta lo que llegará por azar un poco tiempo más tarde, el big bang que desata de verdad la explosión narrativa: la magdalena en la taza de tila, la prodigiosa revelación de la memoria involuntaria, la que ilumina de golpe el yacimiento intacto de todo lo olvidado.

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