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En busca del tiempo perdido (y del turismo) de la mano de Proust

La localidad francesa de Cabourg, donde solía veranear el gran escritor francés, le dedica un museo con el que espera atraer a miles de visitantes y devotos de una de las glorias literarias del país

Marcel Proust, retratado por Jacques-Émile Blanche, una de las obras de Villa del Tiempo Recobrado, en Cabourg.
Marcel Proust, retratado por Jacques-Émile Blanche, una de las obras de Villa del Tiempo Recobrado, en Cabourg.Biblioteca Nacional de Francia

En una carta dirigida a su madre desde Cabourg, en septiembre de 1891, Marcel Proust recordaba los días pasados con su abuela en esa misma localidad, cuando paseaban “luchando con el viento, y hablando aislados del mundo”. Proust (1871-1922) volvería a este pueblo de la costa normanda, al que llamó Balbec en su obra En busca del tiempo perdido, muchos veranos más. Y casi un siglo después de su muerte, el Consistorio de Cabourg (3.600 habitantes) se dispone a saldar su deuda con el escritor dedicándole un museo oportunamente llamado Villa del Tiempo Recobrado. Ubicado en un hotelito de 1860, año en el que comenzó el despegue turístico de la localidad, el museo no se centra únicamente en Proust —del que se exhiben los dos únicos retratos que existen y el manuscrito de A la sombra de las muchachas en flor, segundo volumen de la serie—, sino en el mundo de la belle époque.

Mobiliario de época, esculturas y cuadros cedidos por grandes instituciones públicas pretenden recrear aquellos años de esplendor en un espacio que ha costado más de seis años y 4,5 millones de euros poner en pie. A cambio, el Consistorio espera atraer a unos 30.000 visitantes anuales. No se trata, por supuesto, del primer museo dedicado a Proust en Francia. En 1971, en el centenario de su nacimiento, Illiers (el Combray de su obra) inauguró uno en la casa de sus familiares donde pasó temporadas. Y en París, ciudad del escritor, a falta de un domicilio propio, porque siempre vivió de alquiler, el Museo Carnavalet ha reconstruido su habitación del piso del bulevar Haussmann —aislamiento de corcho incluido—, donde residió entre 1906 y 1919, y donde redactó la mayor parte de En busca del tiempo perdido.

El joven asmático que profesaba un amor patológico a su madre, el dandi aficionado a la literatura que vivió sin trabajar gracias a la buena posición económica de su familia, y cuya mayor aspiración era ser aceptado en los salones del Faubourg Saint-Germain, renacería con una estatura humana superior en el Marcel de su extraordinaria obra.

La diferencia entre autor y narrador

Y es que algo de razón tienen los estudiosos del escritor cuando insisten en diferenciar a Proust del narrador de su inmortal novela. Una obra autobiográfica, sí, pero en la que el proceso creativo ha transformado profundamente la realidad. A veces, por un deseo de ocultar identidades reales, lo que ha alimentado el morbo de los biógrafos. Solo hay que ver la cantidad de hipótesis que hay sobre el verdadero compositor de la sonata del ficticio Vinteuil, o sobre el personaje de Albertina, el amor que tanto hace sufrir al narrador. Para el estadounidense William C. Carter, autor de Proust enamorado, se trata de Alfred Agostinelli, chófer del coche alquilado en el que el escritor recorrió Normandía, y al que conoció en 1907. Pero el perfil de Albertina ya estaba trazado en esa fecha, sostiene George D. Painter en su canónica biografía del autor.

Lo que llama la atención en una historia con más de millón y medio de palabras, centrada totalmente en la vida del autor, es que no aparezca en ella su único hermano. Médico como el padre, Robert Proust mantuvo siempre buena relación con Marcel y estuvo al pie de su lecho cuando falleció víctima de una neumonía el 18 de noviembre de 1922. Para entonces, Marcel Proust era ya una celebridad, y como cuenta la princesa Bibesco, que le frecuentó, en su libro El visitante velado, algunas damas lamentaron haber tirado a la basura las cartas del escritor que, andando el tiempo, bien podrían haber sido expuestas en alguno de sus museos.

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