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Paralizarse ante una amenaza es normal: la neurociencia, contra los mitos de la violación

Un artículo científico sugiere que “el miedo y la amenaza pueden bloquear circuitos neuronales para el control de la acción, lo que lleva a inmovilidad involuntaria”, por lo que “los argumentos que culpan a las víctimas por la congelación son inadecuados e injustos”

Women hold up signs with myths about rape during a 2021 protest for victims of sexual assault in Bloomington, Indiana.
Varias mujeres sujetaban carteles con algunos de los mitos de la violación, como "el alcohol no es una excusa", durante una concentración en 2021 a favor de las víctimas de agresiones sexuales en Bloomington (Indiana, EE UU).Jeremy Hogan (SOPA Images/LightRocket via Gett)
Isabel Valdés

Quedarse paralizada, tener la sensación de que no se está dentro del propio cuerpo, no poder controlar ni brazos ni manos ni piernas ni pies. Congelarse. No de frío, sino de miedo, y por supervivencia. El término científico más utilizado en España para definir ese estado es inmovilidad tónica y es algo que cuentan mujeres en cualquier parte del mundo cuando han sufrido una violación. Sin embargo, eso que narran muchas de ellas ha sido y es utilizado en procesos judiciales para asumir que, si no hubo resistencia, hubo consentimiento. También para culpabilizarlas por esa falta de reacción, cumpliendo con uno de los llamados mitos de la violación: el cómo se supone que tiene comportarse una víctima durante su propia agresión sexual. Contra esa idea y para desmontarla, Ebani Dhawan y Patrick Haggard, del Instituto de Neurociencia Cognitiva del University College de Londres, publican este lunes un artículo en Nature Human Behaviour: La evidencia de la neurociencia contrarresta el mito de la violación.

En él, explican que la investigación neurocientífica “sugiere que el miedo y la amenaza pueden bloquear circuitos neuronales para el control de la acción, lo que lleva a inmovilidad involuntaria”. Entender ese proceso cerebral “puede ayudar a mejorar la compresión” de los hechos en estos delitos y “las realidades de la experiencia de las víctimas y su sufrimiento”, a “contrarrestar los mitos de la violación”, a corregir “los errores sociales sobre la violencia de género” y a “garantizar justicia”.

A través del correo electrónico, Haggard cuenta que el artículo surgió mientras trabajaba en un proyecto sobre la importancia de la voluntariedad para los conceptos jurídicos de responsabilidad: “Estábamos interesados en algunas situaciones especiales en las que la pérdida de control sobre la acción voluntaria a veces puede conducir a juicios de responsabilidad reducida. Nos dimos cuenta de que la inmovilidad también puede ser involuntaria, por lo que, en las circunstancias apropiadas, la sociedad debería estar preparada para otorgar el mismo concepto de responsabilidad reducida a la ausencia de acciones que a la presencia de acciones. Y el caso de las víctimas que se congelan involuntariamente durante una violación o una agresión sexual sería un ejemplo”.

La realidad, añade, es que a veces “se culpa a las mujeres por quedarse congeladas, o se insinúa que su inmovilidad no es en absoluto involuntaria, sino que indica consentimiento”. Espera que centrar el foco en este mecanismo cerebral “pueda ayudar a contrarrestar” el mito de la violación expresado por la pregunta inapropiada de “¿por qué no luchó?”. Comprender por qué una víctima no lucha pasa por conocer cómo funcionan los seres humanos frente a una amenaza: la respuesta (tanto neuronal como conductual) dependerá “de la severidad y proximidad de la amenaza y también en la capacidad percibida para escapar”, explican en el artículo Dhawan, ya exalumna del University College, y Haggard, profesor e investigador de Neurociencia Cognitiva en esa universidad.

Huida, defensa o paralización

Así, cuando un peligro aparece, el cerebro reacciona, y la encargada de recibir ese estímulo es la amígdala, una pequeña región del cerebro del tamaño de una alubia que se ocupa de gestionar y guardar las reacciones emocionales. Cualquiera, también el miedo. Cuando la amígdala ha procesado la emoción, manda un mensaje a los núcleos motores del tronco encefálico y estos, a los músculos.

Las respuestas, tanto de humanos como de otros animales vertebrados, pueden ser múltiples: huida o defensa, cuando la amenaza es leve. “Sin embargo, las amenazas repentinas y graves, como la restricción física, puede desencadenar un tipo diferente de respuesta, conocida como inmovilidad tónica (inmovilidad prolongada con una postura fija) o inmovilidad colapsada (caracterizado por la pérdida del tono muscular) en animales”.

La hipótesis de los investigadores es que esa cadena de mensajes que envían las distintas partes del cerebro para reaccionar ante un peligro se paraliza en uno de los eslabones. Se da “el bloqueo de los circuitos neuronales que proporcionan el control voluntario sobre los movimientos del cuerpo”. Todo ese proceso dura un instante, uno en el que el cerebro entiende que la mejor forma de sobrevivir a la amenaza es no moverse y que han visto que ocurre también en otros ámbitos, como el de los pilotos de avión que enfrentan emergencias mientras vuelan.

Evidencia indirecta, pero “sustancial”

Por el momento, explican, “sigue siendo una hipótesis” porque no se pueden hacer estudios experimentales con humanos ante amenazas graves, repentinas, como son las agresiones sexuales, “por obvias razones éticas”, añade Haggard. Por eso, los que se llevan a cabo están acotados a amenazas leves, y la evidencia recogida es “indirecta”. Se limitan a los testimonios de las víctimas y los estudios en animales, con los que los humanos “comparten muchos de los patrones de respuesta, que reflejan circuitos cerebrales que se han conservado a lo largo de la evolución para el procesamiento de amenazas”. Aun así, añaden, “esta evidencia, aunque indirecta, es sustancial y convergente”.

Los testimonios son abundantes en la jurisprudencia de cualquier país. En un caso de 1992 que el artículo incluye, en Estados Unidos, se explica que había pruebas de que la víctima había dicho “no” en varias ocasiones, pero ninguna evidencia de que hubiese sido útil resistirse más. Cuando se le preguntó por qué se había quedado “congelada”, ella contestó: “No lo sé, dije ‘para’ y no paró, así que pensé que si él hacía lo que quería hacer, después se iría y ya está”. En otro, también recogido por los investigadores, en 2018, en Australia, se le pregunta a la víctima si dijo algo. “No”, dice ella. Si hizo algo. “No. Yo solo… no hice nada”, responde. En España, en 2016, durante el juicio a La Manada, la víctima contestó: “Cuando me vi rodeada sentí miedo, no sabía cómo reaccionar y reaccioné sometiéndome”. Repitió muchas veces que se quedó “en shock” durante aquel proceso judicial que fue un ejemplo claro de cómo un interrogatorio por una violación se convierte en un ejercicio de culpabilización de la víctima.

“La inmovilidad es común durante una agresión: el 70% de las mujeres que asisten a un centro de emergencia por violencia sexual parecen haber experimentado inmovilidad tónica durante la agresión [por el relato de los hechos que dan]”, cifran Dhawan y Haggard en el artículo, donde apuntan que la aportación hasta ahora de la neurociencia al debate público y al ámbito legal sobre las agresiones sexuales ha sido “limitada”. Creen que es un error porque “en muchos países, mitos de la violación como este [las preguntas a una víctima de por qué no se resistió o por qué se quedó paralizada] siguen influyendo en el pensamiento de jurados, abogados y jueces y de la sociedad en general”. Dan otro dato: “Entre septiembre de 2021 y septiembre de 2022, la policía de Inglaterra y Gales registró más de 70.000 violaciones. Sin embargo, solo en un 3% de ellas se presentaron cargos [en ese mismo periodo]”.

La neurociencia “puede contribuir a la justicia”

Los investigadores alegan que la justicia “debería reconocer que la omisión de acción también puede ser a veces involuntaria”, que las “obligaciones y responsabilidades en las agresiones son del agresor, y no de la víctima”, y creen que la neurociencia “puede contribuir a la justicia”.

Ponen ejemplos como el de un estudio reciente, que ha demostrado que formar a los oficiales de policía en cómo funciona este mecanismo cerebral “redujo la aceptación de los mitos de la violación”. También “mejoró la disposición de las víctimas para continuar con los procedimientos legales”, por lo que la capacitación de los agentes podría “potencialmente mejorar los resultados legales y judiciales”. Afirman a su vez que una “mayor conciencia” sobre esto “puede beneficiar a las propias víctimas al reducir su propia culpabilización, incluyendo los sentimientos inapropiados de culpa”.

Como ejemplo de aplicar esa perspectiva a la legislación, hablan de la ley del solo sí es sí: “Una ley española reciente exige explícitamente que el consentimiento sea expresado libre y claramente. Esta legislación progresista y esclarecedora descarta claramente el mito de la violación sobre la paralización, que jamás podría interpretarse como consentimiento”. El consentimiento, subraya Haggard por correo electrónico, “es un principio crucial para organizar las relaciones entre las personas: nos ayuda a vivir sin miedo del otro y a alcanzar nuestro mejor potencial como seres racionales y voluntarios”.

Por qué los relatos de las víctimas a veces son “inconexos”

Los investigadores Ebani Dhawan y Patrick Haggard señalan en el artículo publicado en Nature Human Behaviour un “segundo problema” que se da en los procesos judiciales con víctimas que han sufrido paralización: que sus relatos “a menudo son inconexos y carecen de términos explicativos convencionales”. Y “los abogados defensores a menudo explotan este hecho y dirigen la atención sobre la incapacidad de la víctima para articular y justificar su comportamiento durante la agresión”.

Esto también implica una culpabilización de ellas, “desviando la atención del comportamiento del agresor hacia el comportamiento supuestamente extraño de la víctima”. Que, explican, no es extraño, sino característico “de los recuerdos traumáticos en general”, fragmentados e incoherentes. La ley, dicen, “ya reconoce en guías sobre la evidencia probatoria que el trauma puede afectar a la capacidad de recordar y explicar eventos, incluido el propio comportamiento. Pero este punto parece a menudo ser ignorado en las discusiones legales en las que se da inmovilidad durante una agresión”.

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Sobre la firma

Isabel Valdés
Corresponsal de género de EL PAÍS, antes pasó por Sanidad en Madrid, donde cubrió la pandemia. Está especializada en feminismo y violencia sexual y escribió 'Violadas o muertas', sobre el caso de La Manada y el movimiento feminista. Es licenciada en Periodismo por la Complutense y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS. Su segundo apellido es Aragonés.

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