La zona gris del alcohol: cuando beber “lo normal” es un problema
Cada vez más bebedores habituales cuestionan un patrón de consumo etílico difícil de definir que toca muchas sensibilidades en una cultura íntimamente ligada a las cañas, el vino y la fiesta
“Entre semana no bebes, pero el viernes sales del curro y caen un par de cañas. El sábado quedas para el vermú, te lías a comer con media botella de vino, y de sobremesa, un gin-tonic… Y luego están las excepciones, esa cervecita que te abres después de un mal día, o el vinito que descorchas para celebrar uno bueno, o te separas y pasas unos meses saliendo a saco de copas. Total, que empiezas en las fiestas del pueblo con 14 y vas cumpliendo décadas como una bebedora social… Yo sospechaba que no era alcohólica, podía pasar semanas sin beber, pero cuando lo hacía, tomarme solo una era impensable. No sentía una necesidad imperiosa de beber, pero cualquier excusa me servía para hacerlo. Más que dependencia, lo mío era inercia. Bebía lo normal, pero nunca había dejado de hacerlo. Y eso no tiene nada de normal, así que decidí echar el freno”.
Montse Collado, coach, 41 años, lleva casi un año sin probar el alcohol. Su consumo no había trastocado su vida más allá de alguna bronca con su pareja cuando “montaba un pollo” con una copa de más. “Si me ponía borde o me tenía que cuidar porque iba un poco pedo, me decía eso de ‘no sabes beber’”. Pero Montse bebía igual que sus amigas, dice, explicando entre risas, que su grupo de WhatsApp se llamó durante un tiempo Las Sue Ellen, por el mítico personaje de Dallas, siempre trago en mano.
Flaco y fibroso, el carpintero pamplonica Messner tiene el físico “del típico escalador” (su alias es un homenaje al primer montañista que conquistó las 14 cumbres de más de 8.000 metros sin oxígeno). “No sé dónde meto tanta cerveza”, dice. Nunca ha tenido mal beber: “Jamás me he metido en una pelea, habré vomitado dos veces en mi vida y lagunas de memoria...¡quizá una vez en un San Fermín muy loco!”, ríe el ebanista. Pero desde que empezó a “compartir calimochos con la cuadrilla” a los 17 no ha “conocido un año sin beber”. Cumplidos los 49 el alcohol no afectaba su vida “tan negativamente”: “Pero la maquinaria va fallando y un día haces un poco de autocrítica y ves que sobre las 10 te clavas la primera caña con el bocata del almuerzo, luego dos comiendo y luego tres en la partida de mus... Tienes casi 50 tacos y sin darte cuenta te metes seis o siete cañas entre semana, no te emborrachas, no te da ningún chungo, en tu cuadrilla es lo normal, pero si lo piensas, es una pasada. Así que me lo tomé como un reto: ¿Y si le bajo un poco?”. Ha empezado por quitarse la caña del almuerzo.
Montse y Messner navegan la zona gris del alcohol. Un borroso y vasto limbo entre quienes beben solo ocasionalmente y aquellos que podrían ser diagnosticados con una dependencia. No se consideran adictos a la sustancia psicoactiva más normalizada, no son “alcohólicos alcohólicos”, dicen, pero sienten que su consumo es problemático. No han tenido un susto de salud, ni una cogorza histórica que les haya hecho ver la luz. En la zona gris no se toca fondo, ni hay grandes epifanías. Eso es lo difícil.
“Es un problema mucho más extendido que el alcoholismo, ya que casi todo el mundo bebe, muchas veces en exceso, pero solo algunas personas desarrollan una dependencia severa”, dice Oihan Iturbide, divulgador científico, adicto recuperado y editor de Yonki Books, un sello especializado en el tema. Según el consenso médico, en torno al 10% de la población desarrolla un Trastorno de Uso del Alcohol, la enfermedad que se llama coloquialmente alcoholismo. Sin embargo, casi todos bebemos. En datos de la Encuesta sobre alcohol y otras drogas en España (EDADES), el 93,2% de la población de 15 a 64 años ha probado la sustancia, el 64,5% ha bebido en el último mes y más del 16% se ha emborrachado en ese periodo (en el caso de los hombres de 15 a 24 años, el 39%).
“Es difícil encontrar gente dispuesta a afrontar, ni si quiera a hablar abiertamente, de este patrón de consumo”, dice Iturbide. “Mientras que hay muchos alcohólicos que quieren dejar de beber, porque su enfermedad ha destrozado sus vidas, las personas en la zona gris son funcionales, no tienen los estímulos que sí tiene un alcohólico para dejarlo aunque para él sea mucho más difícil”. Iturbide propone una serie de preguntas para romper el hielo (a veces con uno mismo) y empezar a cuestionar nuestra relación con el alcohol.
¿Qué significa beber “lo normal”?
“La zona gris tiene muchas trampas, la primera: ¿qué es lo normal?”, dice el experto, “en España tenemos el consumo tan naturalizado que para quedar dices, ‘¿Una caña?”. Una caña, o media copa de vino, medio chupito o menos de dos dedos de licor en un vaso de tubo con hielo (es decir, el equivalente a 10 gramos de etanol) es, según Sanidad, lo que puede tomar al día como máximo una mujer para estar en un consumo “de bajo riesgo”. En el caso de un hombre sería el doble. A partir de ahí “se produce un aumento significativo de la mortalidad”, explica la autoridad sanitaria.
Esa comida de sábado prototípica de la que hablaba Montse —vermú, vino, gin-tonic— multiplica casi por diez la tasa. Haber sido abstinente el resto de la semana no lo compensa: “Al revés, los atracones de fin de semana tienen problemáticas añadidas por la toxicidad aguda, a nivel bioquímico y por los accidentes, las caídas o la violencia que generan”, dice Mercè Balcells, psiquiatra y jefa de la Unidad de conductas adictivas del Hospital Clínic de Barcelona.
Pero no todo es cuantitativo, dice Iturbide. Aconseja pensar en cómo el alcohol influye en tu vida y decisiones. ¿Ha elegido amigos por ti?, ¿ha estado presente en muchas de tus relaciones sexuales? ¿Dejas de hacer cosas que te gustan por culpa de la resaca? ¿Te has emborrachado delante de tus hijos o tu jefe?, ¿te colocarías en su presencia? ¿Acabas casi siempre bebiendo más de lo que esperabas? ¿Sabrías calcular cuánto bebes o te gastas en alcohol?
¿Usarías habitualmente una droga que aumenta el riesgo de cáncer?
Dice la Organización Mundial de la Salud: “el alcohol es factor causal en más de 200 enfermedades y trastornos y provoca cada año tres millones de muertes”. No hace falta una ingesta elevada: según la Asociación Española contra el Cáncer el 12% de todos los cánceres (sobre todo de boca, esófago, garganta, hígado, colon, recto y mama) tienen una relación directa con el consumo incluso en dosis bajas (menos de 10 gramos/día). “Cuanto mayor sea el consumo, mayor será el riesgo”, dice su web, y “la cantidad apropiada de alcohol para la prevención del cáncer es cero”.
El consenso médico es que es malo desde la primera gota para el cerebro, el sistema nervioso, el hígado, la hipertensión, las enfermedades cardiovasculares… “Más allá de que pueda ser el principio de un trastorno grave como el alcoholismo”, dice Balcells, “el consumo, por muy normalizado que esté, es un problema per se: afecta a la salud, la calidad de vida, empeora la memoria, aumenta la irritabilidad, engorda, envejece…”.
“Pensar ‘si no soy alcohólico, ¿cuál es el problema?’ es la segunda trampa de la zona gris”, dice Iturbide, que aparte de la salud plantea otro tema: “Hay una cuestión de consciencia, de plenitud, de ser dueño de tus decisiones. Nos pasamos el día haciendo terapia, yoga, comiendo sano, empoderándonos… para luego evadirnos con una sustancia tóxica que nos anula”.
¿Has estado más de un mes sin beber (sin que te lo haya dicho el médico)?
“A veces pienso que soy una exagerada por preocuparme de cómo bebo y otras creo que estoy dándole poca importancia al tema”, dice Silvia (nombre ficticio), profesora de idiomas de 45 años. Esta ambivalencia es típica de la zona gris. Columna “estoy exagerando”: hay mucha gente que bebe más que yo, nadie me lo ha echado en cara, hace tiempo que no me pillo una borrachera vergonzante. Columna “tengo un problema que no estoy viendo”: beber es una muleta emocional, bebo para ser más divertida, para relajarme o cuando estoy triste; me cuesta ahorrarme la última copa y, sobre todo, nunca he parado de beber. En décadas. Silvia cree que hay un “componente generacional” en ese clic que ha hecho su cabeza: “Los que fuimos jóvenes en los noventa nos criamos en un entorno donde era supernormal beber, nuestros padres siguen cogiendo el coche con un par de vinos, nosotros empezamos de críos con cosas que sabían a caramelo, Malibú con piña, Licor 43… Y llevamos 30 años sin parar”. Ahora que las resacas ya suponen “pasar el domingo entero como un gusano en el sofá”, Silvia ha decidido “limitar la ocasión”: no bebe en casa, registra en una app del teléfono su consumo y pide agua entre las copas de vino. “Trato de ser más consciente y tengo la voluntad de beber menos. Solo me achispo, pero no puedo dejar de hacerlo. Qué soy, me pregunto, ¿una borracha chic?”.
“Dentro de las adicciones hay niveles, pero muchas veces ni los médicos distinguimos esos grados”, dice Gabriel Rubio, jefe de psiquiatría del Hospital 12 de Octubre, “tampoco lo hacen las asociaciones como Alcohólicos Anónimos, que repiten que se es o no se es”. Quizás, apunta el médico, “sería beneficioso para la sociedad” que se entendiese la adicción como un espectro. “Si todos los fines de semana durante tres décadas bebes para ponerte piripi algo pasa, si asumes un riesgo como coger el coche, o siempre que dices hoy no bebo acabas bebiendo… Quizás no seas alcohólico, pero tienes un problema de control”.
En los tests diagnósticos del Trastorno por uso de alcohol (como AUDIT, CAGE o DSM V) un bebedor de la zona gris no marcaría la casilla “¿bebe usted por la mañana temprano?” pero puede que sí marcase la pregunta “¿se ha arrepentido después de haber bebido?”.
¿Te imaginas salir sin beber?
El fin de semana será el primero que Damián, 38 años, sale sin la intención de emborracharse. Prefiere no dar su nombre real porque además de un “bebedor lúdico” se dedica profesionalmente al mundo del vino y lleva dos semanas de abstinencia. En las catas laborales escupe sin mayor problema, pero no se ha puesto a prueba de fiesta. Necesitaba “una limpieza”, dice. ¿Suena un poco a hartazgo?: “Siempre me lo he pasado muy bien emborrachándome con los amigos y profesionalmente —me encanta beber vino y hablar de cómo la elaboración ha conseguido ciertos matices— pero ya era demasiado. Se estaba convirtiendo en algo repetitivo”.
El escritor Bob Pop, que ya no se emborracha como antes porque ha dejado de ser “compatible” con su esclerosis múltiple, coincide en que “beber es muy aburrido cuando se convierte en lo que hay que hacer sí o sí”. “Es importante que sea especial”, dice, explicando que ahora, si se emborracha con champán alguna vez con una amiga lo preparan “como si fuese una sesión de peyote”: un acontecimiento que celebran en la comodidad de su casa, “para poder ir mil veces a hacer pis”, organizando quien le ayude a acostarse si acaba perjudicado.
Pop acaba de publicar un estupendo ensayo sobre la zona gris, Como las grecas, ¿Por qué nos emborrachamos así? “Bebíamos para que nos pasaran cosas, para que salir de noche fuera una obra de arte, para rebajar los escrúpulos, hablar con desconocidos […] bebíamos para poder decirnos ¡cuánto bebimos anoche!”, escribe. Se explaya sobre la sensación de comunidad y de presente que le generaban aquellas cogorzas, pero no hay nostalgia: “Beber me ayudó a pasármelo bien y me abrió espacios, pero también me enseñó que era fácil quedarme enganchado y celebro haber crecido”, dice el escritor por teléfono.
En el mercado editorial abundan reflexiones recientes sobre cómo bebemos y cómo dejamos de hacerlo, hay ensayos con perspectiva de género (Quit like a woman, de Holly Whitaker), de clase (Vinagre, Jorge Matías), novelas (Otra, de Natalia Carrero)… Surgen términos (y reportajes) para ser sober curious (probar la sobriedad) o ejercitar el mindful drinking (beber con consciencia).
“¿Por qué ahora?”, reflexiona Bob Pop, “porque estamos revisando un montón de cosas que veníamos haciendo de toda la vida, y eso está muy bien”. El debate sobre cómo bebemos, y los aspavientos de muchos bebedores cuando se plantea la cuestión le recuerdan a ciertas reacciones frente al cambio social respecto al acoso sexual: “Enfadarse diciendo ‘¡Me estás llamando alcohólico por beberme unas copas!’ me suena a quien grita ‘¡Ya no puedes hacer nada sin que te llamen violador!”.
¿Te molestaría que el alcohol llevase advertencias sanitarias como el tabaco?
A Luis Planas, ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación de España, sí. “No voy a permitir que el vino lleve una etiqueta de que es nocivo para la salud”, dijo en el Congreso el año pasado cuando la Comisión Europea permitió que Irlanda siguiese adelante con una ley por la que a partir de 2026 será obligatorio que los envases de las bebidas alcohólicas incluyan advertencias sobre el “vínculo directo” de su consumo con “cánceres mortales” y enfermedades hepáticas. Será el primer país en hacerlo de la Unión Europea donde, según Eurostat, en 2021 los hogares gastaron 128.000 millones de euros (el 0,9% del PIB de la UE) en bebidas alcohólicas. La industria también ha mostrado su desacuerdo con la ley irlandesa, y una docena de Estados miembros productores se quejaron a la Comisión.
Mientras tanto, siete de cada 10 españoles creen que sería una medida adecuada para luchar contra el consumo, según la encuesta EDADES, que también muestra que el 18,3% del público sigue pensando que el alcohol “es saludable o forma parte de una alimentación equilibrada”, aunque “no se ha encontrado una correlación fehaciente entre un consumo moderado de alcohol y una disminución del riesgo de desarrollar problemas cardiovasculares”, zanja la Asociación Mundial de Cardiología sobre la creencia más extendida.
“El lobby en los países productores es muy fuerte”, dice Marina Bosque, miembro del Grupo de Trabajo sobre alcohol de la Sociedad Española de Epidemiología, “la industria genera mucho dinero y muchos empleos y además tiene un mensaje muy claro y positivo contra el que es difícil luchar”. Aunque hay semejanzas, dice la experta, no se puede decir que el alcohol esté viviendo “su momento tabaco” porque está mucho más arraigado culturalmente, su riesgo percibido es mucho menor y se asocia a valores como la alegría, la amistad, la dieta mediterránea, la tradición… “Hace falta tiempo para cambiar eso y mucho respaldo político”, dice Bosque. La epidemióloga enumera medidas a nivel poblacional: unas permiten que el consumidor tome decisiones informadas (como las campañas de concienciación o el etiquetado), otras dificultan el acceso a la sustancia (la edad mínima, los impuestos). Y otras contrarrestan la abrumadora presencia del alcohol en la vida cotidiana prohibiendo la publicidad y los patrocinios deportivos y culturales. “Parece que no, pero esa presencia nos va calando desde niños, normalizando la sustancia”, dice Bosque. Según la OCDE, si España invirtiese 1,7 euros por persona en endurecer medidas de este tipo se podrían prevenir 1,5 millones de enfermedades no contagiosas y lesiones hasta 2050.
¿Te molesta que te digan que bebes de más?
La OCDE incluye entre sus medidas recomendables un aumento de la vigilancia en atención primaria. En España, las guías de Sanidad recomiendan la “exploración sistemática del consumo de alcohol, como mínimo cada dos años, en toda persona de más de 14 “. Sin embargo a Bob Pop, 52, a pesar de tener una enfermedad neurodegenerativa nadie le ha preguntado nunca cuánto bebía. “Me la diagnosticaron con 20, que habría sido el momento de decírmelo; sí me advirtieron sobre las drogas químicas, me perdí el éxtasis, el mdma, fui superobediente… Aunque con el alcohol no lo habría sido tanto”.
“No tenía ni idea de que está relacionado con el cáncer de mama, si hasta hace nada decían que una copita de vino al día…”, dice Silvia. “Tengo algo de sobrepeso y los médicos me han dicho muchas, muchas veces adelgaza, deja las grasas, el azúcar... Pero sobre el alcohol solo me ha preguntado un médico hace poco, cuando apuntó ‘consumidora habitual’, verlo por escrito no me gustó nada”.
¿Qué piensas cuando alguien te dice que no bebe?
“Es llamativo que los bebedores se revuelvan tanto ante alguien que lo ha dejado, se ponen como a la defensiva”, reflexiona Bob Pop, “igual porque no quieren tener un testigo sobrio que rompa su ensoñación beoda… Pero dejar de beber no implica en ningún caso una superioridad moral”. “Salir sin tomar copas debería ser tan natural como tomarlas”, apunta Damián.
Sin embargo, cuando Montse Collado dejó de beber, también dejó de salir para que no le “comieran la oreja”: “¿Qué triste, no?”. Admite que ella también se puso “un poco pesada”: “Como cuando dejas de fumar y te vuelves la más antitabaco”. Desde entonces ha pasado por distintas fases: de no contarlo “para que no pensasen que era alcohólica por no beber”, a pedir refrescos medio a escondidas para que pareciesen copas. “[Tras casi un año de sobriedad] ya estoy tranquila, muchas veces pido agua o nada, he aprendido lo que es la sed, no hace falta estar bebiendo todo el rato”, dice. Damián, que lo acaba de dejar y se enfrenta a su primera noche, será discreto: “No quiero anunciarlo porque creo que es más fácil volver a caer si vas con la bandera de abstemio”.
“Cuando dejas de fumar sientes que ya no molestas y la gente te felicita; pero cuando dejas de beber te preguntan ‘¡¿qué te pasa?!”, dice Silvia, que admite que a veces echa de menos beber como antes: “Sobre todo esos días que llegas cansada, te pones un vino y te relajas con tu k-drama… Igual hay algo más profundo ahí, un vacío que rellenamos con ese vinito”.
¿Te gustas más cuando bebes?
Además del ahorro, gracias a su dieta sobria los entrevistados mencionan mejoras físicas (sobre todo ausencia de resacas, mejores digestiones y la sensación de estar menos “hinchados”), pero son más intensos sus alivios emocionales. Montse: “Estoy flipando con mi grado de consciencia; cómo tomo decisiones, entablo conversaciones, escucho más en vez de meter chapas… Me noto más presente, menos ensimismada. La sobriedad me aporta lucidez. Claro que a veces pienso qué pesados son mis amigos borrachos, pero son más las cosas buenas: ya no monto escenas, no conduzco con dos cañas y el miedo a que me paren. No soy nada aguafiestas, sigo saliendo igual, pero cuando estoy cansada, en vez de pedirme la última, me voy haciendo bomba de humo”.
Messner insiste en que bajarle no implica “demonizar” el alcohol: “En el monte, sabe a esfuerzo recompensado, me gusta comer con un buen vino y en San Fermín seguiré bebiendo, a no ser que esté en la UCI. Pero soy capaz de ver que parar del todo me costaría y que cuanto menos dependas de las cosas, más libre eres”.
Bob Pop recuerda en su libro aquellas palabras de José María Aznar: “No me gusta que me digan no puede ir a más de tanta velocidad ... y además a usted le prohíbo beber vino”. “Los bebedores hablan mucho de libertad”, explica el autor, “pero con el alcohol delegas la responsabilidad en los demás, y un montón de gente —el camarero, el amigo― tiene que transigir con ese tú borracho que les impones… Decir que no te pueden limitar tiene cierta soberbia”.
“Yo no tengo claro qué problema tenía, ni la necesidad de ponerle una etiqueta, pero creo que el alcohol sacia un hambre emocional”, dice Montse, que no beberá hasta el día 13 de mayo, cuando cumpla justo un año de abstinencia, pero después, no sabe. “Solo quería demostrarme que podía hacerlo. Y he aprendido mucho sobre mí misma, es un experimento guay”.
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