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El hambre consume Afganistán tras la llegada de los talibanes

La toma de poder por parte de los extremistas ha agravado una crisis humanitaria sin precedentes que afecta especialmente a los niños, en riesgo de morir por desnutrición

Adeeba tan solo mira a su bebe, Abdul Azisu, cuya cara tiene rasgos de un hombre adulto, con arrugas que se intensifican cuando bosteza o llora.
Adeeba tan solo mira a su bebe, Abdul Azisu, cuya cara tiene rasgos de un hombre adulto, con arrugas que se intensifican cuando bosteza o llora.Ángel Sastre

Las familias, desesperadas, portan niños en coma y desnutridos tras extenuantes días de viaje. Provienen de aldeas rurales, sorteando carretas intransitables, serpenteando montañas arenosas y atravesando plantaciones de amapolas que acabarán convirtiéndose en opio. Es una odisea que termina en el hospital. Las puertas se abren súbitamente, los doctores empujan camillas, transportan a los más pequeños hacia la sala de emergencias y los postran en las llamadas “camas de resurrección”. El tiempo corre, se agota. Estamos en Afganistán.

Comienza otro día de furia en el Hospital Boots, el único que atiende en Lashkar Gar, la capital de la provincia de Helmand, en el sureste del país centroasiático, y uno de los bastiones talibanes más empobrecidos. En el área de cuidados intensivos, el doctor Asadullah Amini, jefe del departamento de nutrición terapéutica de Médicos Sin Fronteras (MSF), intenta encontrar la vena de uno de los niños. Palpa y palpa con los dedos. “En este brazo tan famélico es difícil dar con las venas”, asegura. Empieza a inyectar suero, antibióticos y vitaminas. Hay que devolver a ese pequeño a la vida.

“La gente de estos distritos no tiene recursos, tampoco la educación suficiente sobre cómo cuidar a sus hijos, ni acceso a planificación familiar, son muy pobres. La reducción de la violencia tras la llegada de los talibanes ha hecho posible que las personas realicen viajes que, durante décadas, estuvieron plagados de peligros”, asegura. Esto ha llevado a que en algunos centros sanitarios como el de Helmand o el de Herat –en el oeste del país–, el número de pacientes se haya incrementado. Durante el conflicto armado, que ya dura 20 años, el riesgo a quedar atrapados por la violencia ha sido una barrera.

Los niños respiran a duras penas con mascarillas de oxígeno en el Hospital Boots, en Lashkar Gar, Afganistán.
Los niños respiran a duras penas con mascarillas de oxígeno en el Hospital Boots, en Lashkar Gar, Afganistán.Ángel Sastre

Sin embargo, aunque las vías de acceso son más seguras, la debilidad del sistema de salud pública se ha visto incrementado después del bloqueo de las ayudas internacionales, que suponían un 75% del presupuesto. La gente tiene que recorrer grandes distancias, así que solicita dinero prestado para pagar el transporte y llegar a las instalaciones. El sistema sanitario, simplemente, no puede satisfacer sus necesidades. Está colapsado.

La sala de pediatría del Boots está repleta de mujeres ataviadas con burkas azules y negros. Otras ocultan sus rostros con el tradicional niqab. Esperan sentadas juntos a sus hijos. Una de ellas toca el pecho de Aadel, de seis años, que se estremece y gime. Tiene manchas en la piel. “Llevaba días sin comer, no sé qué le pasa, tan solo espero un milagro, inshallah (si Dios quiere)”, implora esta madre.

A su lado, Adeeba mira a su bebé, Abdul Azisu, cuya cara tiene rasgos de un hombre adulto, con arrugas que se intensifican cuando bosteza o llora. “Llegaron los talibanes y mi marido, que era soldado del anterior Gobierno, fue despedido. Ahora trabaja en las plantaciones de opio, pero la cosecha únicamente dura 20 días. Nos deben el sueldo y yo no sabía a dónde ir... No puedo ni amamantarlo”.

La desnutrición se ha convertido en la peste del país. Al menos 23 millones de sus casi 40 millones de habitantes pasan hambre, con cerca de nueve millones a un paso de la hambruna. Otro millón de niños de menos de cinco años podría morir en los próximos meses por esta causa.

La resurrección de los recién nacidos

En el área de cuidados intensivos, la situación es aún más dramática. Los recién nacidos, los más vulnerables, no tienen defensas, por lo que cualquier tipo de enfermedad puede ser mortal. Respiran a duras penas con mascarillas de oxígeno y algunos tienen la piel amarillenta porque su hígado no logra procesar la bilirrubina. Apenas se mueven, como los hermanos Ebad y Abdullah. Nacieron mellizos, pero tienen distinto tamaño. Su madre, Yasana, llevaba días sin alimentarse ni tomar ningún tipo de fluido, solo agua. A esto hay que sumar el Ramadán, respetado por los musulmanes como el mes de ayuno durante el día. Sin embargo, las familias con menos recursos no encuentran sustento alguno cuando cae el sol. Salen a pedir a las calles, hay noches que no consiguen nada con lo que alimentar a su prole.

“Comíamos un naan (pan) al día. A veces con algo de arroz. El agua escasea por la sequía. El crudo invierno y la pandemia nos sacudió, varios de nuestros familiares murieron. Mi marido carga carros en el viejo mercado, gana medio dólar al día. Es imposible que podamos comprar medicinas”, explica Yasana.

El doctor Waliullah Is Hatam, coordinador del Hospital Boots, no descansa; jornadas interminables, ojeras pronunciadas. Las enfermeras y las doctoras se cruzan en el camino. Explica: “Hay mucho que hacer. El sistema debería ser funcional, cercano a la gente. Aunque el hospital tiene 300 camas, durante todo el año hemos superado la capacidad, ya que las personas vienen a Boots sabiendo que pueden obtener atención médica gratuita y de mayor calidad que la disponible en otros lugares. Cada mes, más de 2.400 personas ingresan y más de 20.000 pacientes son evaluados en la sala de emergencias al año. ¡La carga de trabajo de nuestros compañeros es intensa!”.

Los hermanos Ebad y Abdullah nacieron mellizos, pero tienen distinto tamaño. Su madre, Yasana, llevaba días sin alimentarse.
Los hermanos Ebad y Abdullah nacieron mellizos, pero tienen distinto tamaño. Su madre, Yasana, llevaba días sin alimentarse.Ángel Sastre

El pasado agosto el régimen talibán tomó Kabul en cuestión de horas y sin derramamiento de sangre tras el vacío de poder que dejó la huida del presidente Ashraf Ghani. A pesar de las promesas hechas por la guerrilla en cuanto a la transición pacífica y el respeto a todas las personas, los derechos de las mujeres se han visto restringidos: no pueden recorrer largas distancias sin el acompañamiento de un guardián hombre ni practicar deportes. Tan solo pueden acudir a la escuela hasta los 12 años y visitar espacios de ocio tres días a la semana. Prácticamente, tienen prohibido ejercer cualquier tipo de trabajo, excepto algunas labores sanitarias, enseñanza y controles de aduana en el aeropuerto. Si bien ya no se realizan decapitaciones ni lapidaciones en público, como ocurría durante su anterior Gobierno –1996 y 2001–, el bestiario se reproduce con los mismos personajes que dominaron el país bajo su particular interpretación de la ley de la sharia, el sistema legal islámico basado en los principios del Corán.

Tras batallar durante dos décadas en las montañas, ahora el régimen se afana por administrar un país sin preparación alguna ni presupuesto. El pasado octubre, los talibanes pidieron a la comunidad internacional que liberase los 10.000 millones de dólares prometidos para proyectos de ayuda y desarrollo durante la Conferencia de Ginebra de 2020. El sistema sanitario es uno de los más resentidos.

De vuelta en el hospital, Adeeba levanta a su criatura, a la que han dado de alta. Intentará que alguien los lleve hasta Kandahar, otra provincia, y desde allí llegar a Kabul. “Extraño la Mezquita Azul, esa cúpula de azul turquesa, los cantos llamando a rezar, el olor a especias, los gorriones volando. Y quizás mi marido encuentre un trabajo mejor y podamos establecernos, comer todos los días, tener una vida... Inshallah”, vuelve a escucharse.

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