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TRIBUNA
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El independentismo ‘folclórico’ que apoya a Pedro Sánchez

El soberanismo catalán amaga con hacer del Estado propio una especie de utopía en el horizonte

Manifestación en la plaza de España de Barcelona en la Diada de 2023.
Manifestación en la plaza de España de Barcelona en la Diada de 2023.Gianluca Battista
Estefanía Molina

No todos los partidos independentistas amenazan por igual la unidad de España. Y es que no es verdad eso de que este país se rompecomo dice la derecha— por el peso que tienen Bildu, Junts, ERC o incluso los nacionalistas del PNV y el BNG para la gobernabilidad de Pedro Sánchez. La realidad quizás sea otra: nunca tuvieron más influencia en el Congreso todas esas formaciones juntas, o en sus comunidades autónomas, pero su afán de autodeterminación nunca fue tan inviable como ahora. Una especie de independentismo folclórico se abre paso.

El mayor ejemplo está en Euskadi. Según el barómetro de 40dB. sobre las elecciones del 21 de abril, solo un 13% de encuestados demandarían hoy la independencia, pese al llamativo 70% de apoyos que sumarían entre Bildu y el PNV como fuerzas mayoritarias. Es más, el último Sociómetro del Gobierno vasco, difundido ayer, ilustra que solo un 18% de votantes del PNV apoya ahora la independencia, frente al 47% que registró el mismo barómetro en diciembre de 2014, y en el caso de Bildu, la caída iría del 86% al 57% en esos mismos 10 años. Como ya he comentado, en la actualidad el motor de crecimiento principal de la coalición abertzale no es tanto la cuestión nacional como las generaciones jóvenes que ven en Bildu una especie de “izquierda de proximidad”. Es decir, preocupada por los alquileres, el cambio climático o la ultraderecha. Hete ahí la paradoja: no es necesario tener pulsiones de ruptura para decantarse por ciertas opciones identitarias.

Así que existen partidos independentistas que se proclaman como tales y venden su idea de nación a los ciudadanos, pero cuyos fines están muy lejos de ser posibles por falta de incentivos o de apoyos entre sus votantes. De ahí lo de folclóricos. El caso vasco resulta nítido: no todos sus votantes compran el pack ideológico completo, y los motivos para la ruptura son además escasos, dado que el Concierto Económico neutraliza las ansias de secesión. La pregunta es si el independentismo folclórico podría extrapolarse a la Cataluña del posprocés en adelante.

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De un lado, no parece plausible desde la perspectiva del votante. El barómetro de opinión política del CEO —el CIS catalán— de este primer trimestre de 2024 cifra en un 89% el apoyo a la ruptura entre quienes apoyan a la CUP, otro 89% entre quienes votan a Junts y un 83% en el caso de ERC. Es decir, que la base social de esas formaciones es eminentemente independentista, a diferencia de los datos en Euskadi.

Sin embargo, a la vía folclórica se llega en Cataluña por los incentivos políticos. Es evidente que los líderes del procés tienen ya pánico a volver a la cárcel: han pedido los indultos o la amnistía porque no quieren ser mártires, y ese temor neutraliza la posibilidad de otro choque real como el de 2017. Sus votantes saben, además, del pánico de sus dirigentes, y por eso pagaron parte de esa frustración con abstención —como en los comicios del 28-M y del 23-J de 2023—.

En consecuencia, el independentismo catalán amaga con hacer del Estado propio una especie de utopía en el horizonte: los partidos ya solo podrán vender la pantalla de un “mientras tanto” no alcanzan sus objetivos, pero sin ningún afán real de poner los medios para lograrlo. Afirmarán que están trabajando por la causa, o mantendrán la tensión discursiva frente a España, abogarán por cuestiones lingüísticas… pero en la práctica, su gestión del día a día tal vez no diste mucho de la que llevaba a cabo la vieja Convergència hasta 2010 mediante su autonomismo catalanista.

El caso es que el independentismo folclórico no quiere decir que esté desactivado, porque puede reavivarse por razones sociales o instrumentales. Como analiza el periodista Mikel Segovia, los apoyos entre las bases de Bildu y PNV a un Estado propio no se han mantenido estáticos en el tiempo, sino que han registrado repuntes y caídas. E incluso el descenso del apoyo a la independencia ha ido acompañado del crecimiento del respaldo a una independencia “según las circunstancias” —no a cualquier coste, con condiciones o en función del contexto—.

El panorama en Cataluña juega en contra de un auge del secesionismo a medio plazo. Demográficamente, las nuevas generaciones de catalanes —los mileniales y la generación Z— muestran menos interés en la ruptura que los baby boomers. A fin de cuentas, el procés tuvo su pico socializador en un votante que hoy tendrá alrededor de 30 años: ese que no conoció la Cataluña de Jordi Pujol, pero que creció yendo a las manifestaciones por el “derecho a decidir”, o se implicó en el 1 de octubre con la idea del “malvado Estado español” como telón de fondo. Socialmente, incluso, los factores coyunturales que catapultaron el procés en 2012 han ido quedando atrás —como la crisis económica, el recorte del Estatut, o la mala relación con el Gobierno de turno, de Mariano Rajoy—.

Es el mayor aprendizaje que saca España tras 10 años de proceso independentista en Cataluña: que se quede en folclórico o permanezca controlado, ya solo depende de la gestión del Estado en adelante, conocidos los motivos que lo catapultaron.


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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER.
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