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COLUMNA
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El universo sigue funcionando

“Nosotros tenemos hambre y ustedes dan de comer, ¿no? Pues nos tienen allí a las dos en punto”. A veces las cosas funcionan así, y es cuando funcionan mejor

Una mujer llora.
Una mujer llora.Teerasak Ainkeaw (Getty)
Manuel Jabois

El taxista se parecía al que nos recogió en el Etxebarri. Etxebarri es un restaurante con una lista de espera del demonio, pero mi amigo Óscar consiguió mesa hace poco y nos fuimos para allí unos cuantos. De vuelta, el taxista nos contó que él una vez llamó al Etxebarri porque su hijo quería comer, y avisó de que irían los dos ese mismo día. Le respondieron, estupefactos, que no había mesa. Y dijo con una lógica muy bilbaína: “Nosotros tenemos hambre y ustedes dan de comer, ¿no? Pues nos tienen allí a las dos en punto”. A esa hora tenían una mesa lista. A veces las cosas funcionan así, y cuando lo hacen, funcionan mejor. Mi teoría, dije al taxista, es que en el restaurante fueron sensibles a la expresión “dar de comer”. Mi amigo Manu Domínguez, del restaurante Lúa, también dice que él da de comer. Un día de tormenta, llegamos Patri y yo desde el Bernabéu casi a las doce, empapados y famélicos, y parecía que le había tocado el Gordo: “¡Para esto tengo una casa de comidas!”, gritó poniendo un caldo en la mesa.

El taxista se parecía al taxista bilbaíno pero no lo era; era sevillano y tenía una emisora puesta en la que sonaba Nothing Compares. Era 31 por la mañana, y el día anterior nos reunimos como en un milagro unas 20 personas que estábamos en Sevilla a nuestras cosas, que son comer, cantar y bailar (si me dicen hace un año que 2023 sería el año en que más bailase, me lo creería; yo me creo todo lo que tiene que ver conmigo).

El taxi se paró en un semáforo y a su lado paró otro. En él iba una mujer morena con unos airpods, sentada con la espalda muy recta, mirando de frente. Lloraba. Como yo escuchaba Nothing Compares, la escena era muy cinematográfica. ¿Por qué lloraba? Quizá lo necesitaba. Yo lloré desde que me desperté el 27 de abril hasta que me acosté el día 28, sin interrupción salvo para dormir —supongo—. En medio, participé en un podcast en el que fingía emocionarme para justificar las lágrimas, y entrevisté a Toni Kroos, que me preguntó si tenía mucho calor, porque por debajo de mis gafas de sol caía mucho sudor. Cuando digo que no paré, es que digo de verdad que no paré, y no es por dar pena: pena daba cuando no lloraba. ¿Por qué lloré? Creí que lo sabía entonces, pero ya no lo sé. Era algo que necesitaba y que tenía que ver solo conmigo; quizá necesitaba espacio en el cuerpo, como cuando expulsas una piedra del riñón a meada limpia.

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La mujer, entonces, se giró y miró para mí; yo miré rápidamente a otra parte, pillado en falta. Pensé en que el último día del año siempre hay más razones por las que llorar que cualquier otro, y quizá la mujer estaba recordando a alguien. O es que le echó un ojo al taxímetro, hay gente para todo.

Al ponerse en verde el semáforo, nos fuimos cada uno para un lado. Ya no sonaba Nothing Compares. Me esperaba gente para comer. Por fin, este martes, cuando estaba en el aeropuerto, leí un mensaje que me había llegado por Instagram: “Estamos empatados. Yo te vi llorar hace meses en una terraza de Madrid, estaba en la mesa de al lado”. Que el 24 empiece en los mismos niveles de poesía y alucinación con los que transcurrió el 23 es todo lo que ya le pido a la vida, incluso con el listón por las nubes.


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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.
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