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TRIBUNA
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Programas y pactos

Ningún acuerdo entre partidos puede figurar de antemano en una propuesta electoral porque es el resultado de la fuerza de cada uno en las urnas. Las renuncias son inevitables cuando no hay mayoría absoluta

Programas y pactos. Pablo Simón
ENRIQUE FLORES
Pablo Simón

Los políticos ansían el poder. Decir esto parece una obviedad, pero merece la pena comenzar por aquí. Hay algunos que quieren gobernar por pura vanidad sin convicciones, que son arribistas carentes de escrúpulos. Hay otros que necesitan el poder no tanto como un fin en sí mismo, sino como un medio para desarrollar su proyecto de sociedad. Si uno concibe el poder en sentido amplio, este es un punto de partida para entender a nuestros representantes, pero también es una premisa que nos resulta incómoda. Stephen Medvic, en In defense of politicians, argumenta que nuestro malestar con los políticos tiene mucho que ver con eso, con una trampa de expectativas entre lo que les pedimos a nuestros gobernantes y lo que realmente pueden darnos. Esto explicaría nuestra permanente insatisfacción con ellos, nuestro malestar democrático.

Hay una primera tensión que se vincula con la sustancia de nuestros políticos. ¿Qué preferimos, gobernantes que sean excelentes, formados y expertos en su materia? Por el contrario, ¿es mejor que sean cercanos a la gente común, que se parezcan a nosotros? Desde este dilema se zarandean los modelos representativos. El polo tecnócrata, el de los expertos, tuvo su momento dulce antes de la Gran Recesión. La impugnación populista, que eclosionó justo después, moralizó y sacudió todos nuestros sistemas de partidos. El equilibrio entre ambos extremos no tiene solución, pero permite a los ciudadanos criticar al mismo tiempo que alguien “no baje del coche oficial y solo mire las cifras” y que “no tenga la suficiente formación, que el cargo le venga grande”.

Otro dilema tiene que ver con la orientación de los políticos hacia la acción. ¿Preferimos gobernantes que tengan unas preferencias claras, unos principios rocosos y un proyecto de sociedad definido o, por el contrario, que sean receptivos a la opinión pública? Esta cuestión tiene mucho que ver con el contexto. Se supone que escogemos representantes con un proyecto definido de sociedad, pero, ay, el ciudadano tiene preferencias cambiantes sobre distintos temas ¿Debe el gobernante dejarse guiar por lo que desea la mayoría o aplicar políticas consecuentes con lo que piensa, aun siendo impopulares? Los políticos, de nuevo, serán criticados tanto por ser “electoralistas y solo estar pendientes de las encuestas” como por “no escuchar a la calle”.

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Pero hay una tercera cuestión que ahora nos compete y que tiene que ver con los compromisos políticos. De entrada, cuando votamos hacemos muchas cosas, pero entre ellas está elegir proyectos de sociedad en competencia. Uno esperaría que, cuando está escogiendo a sus representantes, estos se peguen a sus principios. En ecos lejanos del 15-M se reivindicaba aquello de que los programas políticos fueran un contrato vinculante con la ciudadanía. Incluso hemos presenciado visitas al notario para certificar la voluntad de no pactar con determinados partidos.

Sin embargo, al mismo tiempo, los ciudadanos piden a los políticos que lleguen a grandes acuerdos (y en España, con el eterno mito de la Transición, particularmente). Ahora bien, resulta complicado que un gobernante pueda llegar a pactos con formaciones diferentes sin dejarse cosas por el camino, es decir, sin renunciar a cumplir parte de sus compromisos electorales. Así pues, ¿queremos políticos pegados a sus promesas como Ulises atado al mástil o que sean pragmáticos buscando acuerdos con diferentes? De nuevo, es una tensión que permite criticar a nuestros representantes tanto por “ceder al chantaje de otros partidos” como por “no querer llegar a pactos”.

Esta trampa de las expectativas no es algo propio solo de nuestro contexto; sin duda hay un hilo rojo que vertebra el malestar democrático en todo Occidente. No puede ser casualidad que veamos pautas similares en todas partes: retroceso autoritario, parlamentos fragmentados, tensión política y social, volatilidad electoral o emergencia de nuevas formaciones extremistas. Ahora bien, en España se manifiesta con sus propios acentos.

Nuestra cultura política, tradicionalmente desafecta, sirve como un combustible que aumenta el rechazo y pasividad hacia nuestros gobernantes. En el último Eurobarómetro, un 43% de los españoles declaró que no habla nunca de política nacional con amigos y familiares. Esto son 22 puntos más que la media europea y, lejos de la época de 2015 a 2019, hoy estamos tan enajenados de lo público como en 2011. Los “problemas políticos” son, según el CIS, la segunda preocupación del país. Se trata de un hastío que recuerda cómo el ciclo de los nuevos partidos también ha malogrado muchas expectativas de cambio. Nada de aquel periodo ha contribuido ni a una mejor institucionalidad ni a más pedagogía democrática.

Esto lo volvemos a ver ahora en el debate sobre la investidura. Nuestro sistema institucional es parlamentario, así que gobierna quien consigue los apoyos necesarios en el Congreso. Pues bien, pese a ello, cada elección vuelve el mantra de la lista más votada, un eslogan que solo se aplica cuando su promotor es primera fuerza. Del mismo modo, cuando se discute sobre acuerdos políticos, cualquier pacto se considera una traición inaceptable a la ciudadanía. De nuevo, urge recordar que cuando un partido no tiene mayoría absoluta es imposible que aplique la totalidad de su programa electoral. Debe hacer renuncias para buscar apoyos parlamentarios, a veces incorporando a otros socios en el Gobierno, como el PSOE con Sumar o el PP con Vox, o con apoyos externos, como han sido los del nacionalismo vasco y catalán a derecha e izquierda.

Esto explica por qué ningún pacto puede estar ex ante en un programa: es el resultado de la fuerza que cada partido ha recibido en las urnas. Por tanto, la crítica a un acuerdo político no debería enredarse en esta cuestión, sino ir al fondo, a la sustancia misma de lo pactado. El debate debería ser sobre si el acuerdo es justo, conveniente o beneficioso. No podemos esperar un resultado que no sea una transacción cuando hay parlamentos plurales. Cosa diferente es cómo reaccionen después los ciudadanos. En nuestro modelo parlamentario son los partidos los que administran el caudal de confianza que reciben de sus votantes y les corresponderá a estos últimos, cuando llegue el momento, ajustar cuentas en las urnas. El subterfugio de las consultas a la militancia no cambia esta realidad.

¿Castigan los votantes a un partido que se desvía de su programa? ¿Penaliza el pacto? Dependiendo del contexto, el electorado puede ser indulgente. En algunas ocasiones, porque la medida emprendida al final se demostró eficaz; en otras, porque las elecciones no tienen siempre por qué versar sobre un tema determinado. Lo hemos visto en lo que va de los comicios del 28 de mayo a los del 23 de julio. Además, en tiempos de polarización el votante es menos cambiante, dado que se induce un miedo existencial a que gobierne el rival. El argumento de que “al menos no gobiernan los otros” se ha vuelto una moneda de uso corriente.

Aun así, todos estos argumentos son resultadistas. Cuando en un sistema representativo alguien modifica su mandato, un partido se desvía de su programa, la carga de la prueba recae sobre él. Tiene la obligación de explicarle a la ciudadanía por qué lo hace o, por el contrario, no solo se arriesga al castigo electoral, sino, lo que es más preocupante, a dañar la confianza en la democracia misma.

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Sobre la firma

Pablo Simón
(Arnedo, 1985) es profesor de ciencias políticas de la Universidad Carlos III de Madrid. Doctor por la Universitat Pompeu Fabra, ha sido investigador postdoctoral en la Universidad Libre de Bruselas. Está especializado en sistemas de partidos, sistemas electorales, descentralización y participación política de los jóvenes.
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