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Tribuna
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El ‘Gobierno Frankenstein’ no es un chollo

Las críticas de la derecha a los pactos múltiples del PSOE acaban por destacar su propia incapacidad de pactar. En realidad, a los nacionalismos no les ha ido tan bien durante la legislatura pasada

De izquierda a derecha, los portavoces de ERC, Gabriel Rufián, PNV, Aitor Esteban, y PSOE, Patxi López, en el debate electoral en RTVE el pasado 13 de julio.
De izquierda a derecha, los portavoces de ERC, Gabriel Rufián, PNV, Aitor Esteban, y PSOE, Patxi López, en el debate electoral en RTVE el pasado 13 de julio.Andrea Comas
Estefanía Molina

La derecha demoniza al “Gobierno Frankenstein” mediante una ristra de mitos que no son reales. Se vende la idea de que los socios pequeños del Gobierno le tienen arrodillado ante sus designios, o logran enormes cesiones políticas. Se afirma que contar con varios aliados provoca un sistema más inestable. Pero no es cierto que los partidos nacionalistas e independentistas tuvieran en la pasada legislatura semejante chollo en su relación con Pedro Sánchez.

Es la narrativa con que la derecha busca desprestigiar el paradigma de fragmentación política. Se ha esparcido un mantra basado en asegurar que la cultura de ceder, del pacto, es un demérito democrático y no una grandeza del parlamentarismo. Voces progresistas compran ese argumentario, aunque solo está orientado a tapar las carencias del Partido Popular y Vox. La derecha sabe que sólo en bloque monolítico podría derrotar a izquierda e independentistas. Por eso, hablan de que gobierne la lista más votada, de ilegalizar partidos o de poner barreras de voto para que los nacionalistas no logren representación.

Sin embargo, la realidad del Congreso demuestra que el Frankenstein no ha sido semejante bicoca para los llamados “enemigos de España”, o al menos, no como se exagera desde PP y Vox. Como en todo juego político, el Gobierno dispone de instrumentos —tanto jurídicos, como reglas informales de negociación— para atenuar la fuerza de los grupos que le apoyan externamente. Sánchez los ha practicado, y los socios parlamentarios no siempre han salido bien parados del trueque.

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Primero, porque los grupos pequeños perdieron poder de negociación con un sistema tan fragmentado como el de la legislatura de 2019. Ante tantos socios donde elegir —Teruel Existe, BNG, Bildu, ERC, Junts, PDeCAT, ERC, PRC, Más País, Coalición Canaria, Nueva Canarias…— es probable que cada partido pequeño tienda a venderse más barato si quiere rascar algo. Un ejemplo fueron Presupuestos del año 2021, cuando La Moncloa sugirió inicialmente que podía jugar a dos bandas, entre Ciudadanos o ERC, provocando que las expectativas de ambos cayeran.

No es algo exclusivo del nuevo tiempo político, ni de la izquierda. Ya en la legislatura de 1996, José María Aznar decidió ampliar sus alianzas a Convergencia i Unió, el PNV y Coalición Canaria, más socios de los que necesitaba. El fin era limitar la capacidad de CiU de obtener cesiones. Ello rompe la premisa de que cualquier grupo pequeño tiene capacidad de chantaje per se, o de que los socios minoritarios siempre tengan la sartén por el mango.

Pese a ello, ser parte del nutrido Frankenstein puede seguir siendo rentable por la visibilidad que ofrece a la hora de apuntalar estrategias domésticas. Es el caso de la competición en el País Vasco. A Bildu le conviene más haber garantizado que no pondrá trabas a una investidura de Sánchez, aunque esa certeza pueda restarle fuerza pactista. La izquierda abertzale, incluso, ha aceptado un trato desigual en Navarra con tal de seguir siendo socio del PSOE. Por ejemplo, al PSN no le convino cederles la alcaldía de Pamplona para no generar más revuelo ante el 23-J; en cambio, Bildu facilitará la investidura de María Chivite, pese a aparecer excluido del acuerdo de gobierno.

Segundo, no es cierto que las cesiones de La Moncloa hayan favorecido los propios fines independentistas. En el caso de ERC, de la mesa de diálogo no se ha saldo con ningún referéndum, y de ahí la caída de los republicanos en los pasados comicios. La reforma de la malversación —tan criticada— no tuvo los efectos esperados. La propia Esquerra amaga ahora con impugnar la Ley de Vivienda, que ellos mismos apoyaron en el Congreso, al considerar que invade competencias de la Generalitat.

Sin embargo, esta legislatura no pinta igual para Sánchez. De reeditarse un nuevo gobierno apoyado por independentistas, la mayoría numérica sería mucho más ajustada, y las exigencias serían mayores. Junts tiene pánico de hundirse electoralmente si no saca nada sustancial que vender a sus fieles, como pago por facilitar una eventual investidura.

Tercero, es una falacia afirmar la debilidad legislativa del Ejecutivo Frankenstein. Desde que la fragmentación entró por la puerta, se ha registrado un incremento del uso de la figura del decreto-ley en nuestro país. Muchos socios a menudo se han quejado del abuso de esta fórmula porque hurta parte del debate parlamentario, y convierte la democracia en un procedimiento mayoritario de “lo tomas o lo dejas”. El Gobierno ha aprobado varias reformas mediante ese procedimiento, que es políticamente reprochable, pero le ha permitido no deshacerse en tantas renuncias.

En consecuencia, el repudio de la derecha actual a la pluralidad parlamentaria solo es un síntoma de sus propias flaquezas. Nuestro país está dividido hoy entre quienes intentan encajar la nueva realidad territorial y quienes la rechazan. Lo recuerda el PNV estos días, que no quiere ni hablar con Alberto Núñez Feijóo por miedo a cargar con el sambenito de estar cerca de la ultraderecha y su intransigencia. Los relatos a veces acaban devorando a quienes los instigan.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER.

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