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Columna
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Vencer a Putin e ingresar en la OTAN son la misma cosa

No hay ni una sola noticia buena para el presidente de Rusia. Son malas todas las que le han ido llegando desde Vilnius, donde la Alianza se ha presentado otra vez unida y reforzada

OTAN Vilnius
Foto de familia de la cumbre de la OTAN en Vilnius.Doug Mills (AP)
Lluís Bassets

Han pasado más de 500 días de guerra. No se ha roto la unidad entre los aliados. La OTAN sigue ampliándose. Las opiniones públicas europeas tampoco flaquean, tal como demuestran los datos del último Eurobarómetro. Los europeos mantiene muy mayoritariamente sus posiciones a favor de la ayuda militar y financiera, de la acogida de los refugiados, del ingreso de Ucrania en la UE, de la prohibición europea de los medios de comunicación rusos controlados por el Kremlin y de la política de sanciones contra Rusia.

No hay ni una sola noticia buena para Putin. Son malas todas las que le han ido llegando desde Vilnius, donde la OTAN se ha presentado otra vez unida y reforzada, todavía más que en Madrid hace un año. Con un nuevo socio como Finlandia ya incorporado y otro como Suecia aceptado finalmente por Erdogan después de un año en la sala de espera. La neutralidad forzada del primero durante la entera Guerra Fría y la histórica durante dos siglos del segundo, desde las guerras napoleónicas, ha terminado, de pronto y a la vez, gracias a la agresión rusa contra Ucrania. Con un vecino así, no valen bromas ni equidistancias.

El Báltico es ya un lago de la OTAN, salvo el enclave de Kaliningrado y la ciudad portuaria de San Petersburgo en el fondo del golfo de Finlandia. Las repúblicas bálticas se sentirán más seguras a partir de ahora. Suecia aporta una moderna flota submarina y una aviación que refuerzan el flanco escandinavo y cuenta también con una industria de defensa relevante. La alianza que Putin considera antirrusa, y a la que culpabiliza de la guerra, se halla más cerca, gracias a los 1.300 kilómetros de frontera común nueva, y es mucho más sólida, gracias a la profundidad estratégica que proporciona el control de la entera península escandinava, además de la isla de Gotland, como un enorme portaviones que vigila permanentemente las costas rusas. No quiso OTAN y ahora tiene dos tazas.

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La causa de esa pésima noticia para Putin es otra mala noticia. Erdogan se aleja del Kremlin y se acerca a la Casa Blanca, después de años de distanciamiento. Junto al permiso a Suecia para que entre en la OTAN, le ha dado un par de disgustos al presidente ruso. Ha dejado en libertad a cinco comandantes ucranios de la división Azof, que Putin había soltado a petición de Erdogan, a cambio de que los mantuviera retenidos en Turquía hasta el final de la guerra. Y ha garantizado la continuación del tráfico de buques cerealeros por el mar Negro aunque sea bajo protección exclusiva de la flota turca. Traducido del turco al ruso: le ha perdido el respeto a Putin.

Erdogan piensa obtener ventajas, no tan solo políticas, sino también algunas económicas que tanto necesita su país para combatir el déficit público y atraer inversiones. Se ha hecho perdonar la compra de misiles antiaéreos rusos S-400, incompatibles con el armamento de la OTAN, y tendrá los aviones F-16 que Washington le negaba hasta ahora. No importa si es una maniobra transaccional o una nueva etapa en la política exterior turca, quizás la tercera, después del islamismo democrático y europeísta inicial y del autoritarismo neotomano de su última década. Ni siquiera importa si de verdad se abrirá la negociación para entrar en la UE. Mejorará, en todo caso, su deteriorada relación con Bruselas, profundizará su unión aduanera con la UE y obtendrá ayuda financiera.

Nada le interesa tanto a Putin como una OTAN dividida y un Zelenski enojado con Biden. Las disputas aireadas sobre el camino atlántico de Ucrania y las irritadas expresiones del presidente ucranio van a quedar en segundo plano al lado de la firme invitación a incorporarse a la Alianza cuando termine la guerra. Junto a unas garantías de seguridad a largo plazo y un paquete de ayuda financiera y militar —unos compromisos en los que ha participado el G-7—, equivalen al estatus que Estados Unidos ha ofrecido históricamente a Israel y en alguna medida a Taiwán.

Zelenski quería mucho más, aunque no lo ha expresado con claridad y se ha mostrado de acuerdo con el necesario final de la guerra para el pleno ingreso. Según algunos comentaristas ucranios, el deseo ucranio es algo parecido a la inmediata integración del territorio ucranio bajo el paraguas de la OTAN, sin que signifique en cambio la participación directa con tropas atlánticas sobre el terreno.

La decisión depende, finalmente, del socio más poderoso, la Casa Blanca, cuyo compromiso con Ucrania admite pocas dudas, incluso superando las líneas rojas humanitarias del suministro de un armamento inaceptable para muchos socios europeos, como son las bombas de fragmentación. El argumento de la prudencia no es tanto el peligro cierto que significa una escalada, como la exigencia del consenso para cualquier decisión y ampliación. A Suecia le ha costado un año obtenerlo de Turquía y todavía debe pasar por la ratificación parlamentaria. A pesar de la disputa, es serio el compromiso atlántico con Ucrania. Aunque Kiev quisiera legítimamente que fuera todavía más explícito, en ningún caso puede ser del agrado del Kremlin.

En todo este paisaje han contado los demoledores efectos del motín de Prigozhin sobre el prestigio de Putin. Es un perdedor que ahora suscita más repulsa que atracción, incluso en el llamado sur global. Las señales desfavorables llegan incluso de la India y de China. Con la desconfianza y el temor instalados en el Kremlin, la autocracia está evolucionando hacia una dirección colectiva, el modo de funcionamiento de la cúpula comunista en la época posestalinista, tal como ha señalado un agudo observador de la Europa exsoviética como el búlgaro Ivan Krastev (Ahora hay un Putin colectivo en el Kremlin, Financial Times, 11 de julio).

El frente militar parece estancado. No lo está según los ucranios. En cualquier momento empezarán a observarse los efectos. En un artículo que publica Kyiv Post (‘En Ucrania he visto en el limbo a un país valiente pero destruido. Necesita un futuro. Necesita a la OTAN’, 11 de julio) el historiador británico Timothy Garton Ash anuncia que se acerca el Día D y de ahí la necesidad de una señal contundente en favor del ingreso urgente de Ucrania en la OTAN. Cuando tal cosa suceda, será el momento de la victoria.

Ucrania es Europa, donde debe imperar la ley sobre la fuerza, la regla de juego aceptada por todos sobre el criterio arbitrario y con frecuencia criminal de los autócratas. La victoria es una Ucrania plenamente europea y atlántica. Es lógico que los ucranios tengan prisa. Urge la paz. Una paz justa. Todos tenemos prisa.


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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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