Te me voy a aparecer
Abuela, no descarto que un día te hagas carne, porque tú eres así, así que a veces ensayo la conversación que tendríamos
Hoy cumplo 32 años, así que hace 23 que te moriste. Qué raro suena, te moriste; como a los muertos se os interpela poco y cada vez menos, no sabemos conjugar el verbo morir en segunda persona.
Aquel día me empeñé en celebrar mi noveno cumpleaños mientras mi madre y el resto de tus hijos te velaban en el tanatorio. Quizá fue por egoísmo infantil o igual para no pensar en que ya no te vería más, en que ya nadie me peinaría con Nenuco ni me enseñaría a rezar “Jesusito de mi vida” para disgusto de mis padres, que me tenían de mora y me decían que cuando te mueres no vas al cielo, sino que te quedas bajo tierra.
Fuiste tú quien me enseñó que no era así. Cada Semana Santa mientras veíamos las procesiones —yo repeinada, tú con tu abrigo bueno, las dos echándonos porcima alguna cáscara de pipa—, me contabas la historia de Jesús y su resurrección, que desconocía porque no iba a religión.
Pero la cosa no quedó ahí. Ya muy enferma, cuando el cáncer se había llevado al abuelo y sospechabas que pronto te llevaría a ti, me avisaste: “Cuando me muera, te me voy a aparecer y tu madre no te va a creer porque tu madre es una incrédula”, me dijiste. Debí poner cara de susto, porque enseguida aclaraste que cuando eso ocurriera no debía temer. “Si voy a ser yo, no te voy a hacer nada”.
Aunque al principio me imaginaba una corporeización, algo del estilo de la tía difunta de mi amigo Gonzalo, que se le aparecía cada noche a su hermana para pegar la hebra un rato, pronto entendí que te referías a formas más sutiles de presencia, como los sueños. El guion onírico casi siempre es el mismo: se nos informa de que san Pedro se equivocó al tramitar tu expediente y te llevaron antes de tiempo, así que te mandan de vuelta a la tierra. Cuando me lo anuncian y te veo a veces lloro de alegría, otras tengo tantas cosas que decir que no puedo hablar y otras llamo a los titos para pedirles que por favor adecenten tu casa, que como vayas y te la encuentres manga por hombro te vuelves para arriba.
También te me apareces en lo que dejaste de ti en los demás: en la alegría de mi madre, que desde que se convirtió en abuela empezó a metamorfosearse en ti, en la forma de apretar los dientes del tito cuando se enfada, en la fortaleza de la Vanessa o en la manera de cuidar de la Arantxa. Aun así, no descarto que un día te hagas carne, porque tú eres así, así que a veces ensayo la conversación que tendríamos. Tengo varias versiones, según el tiempo que te den de vis a vis con los vivos. Pero lo primero que hago en todas ellas es enseñarte las fotos del resto de tus nietos y de tus bisnietos, a los que no conociste.
Desde que llegaron al mundo pienso mucho en ti. En cómo te habrían llamado, en que los habrías llevado, orgullosa, a montar a los caballitos. Supongo que a todos nos pasa, porque cada niño que nace trae consigo un porvenir, infinitos futuros, una senda recién abierta. Pero en ellos también laten, como escribió otra abuela orgullosa, la editora Eva Serrano, “todas las historias que no han conocido, todos los amaneceres que sucedieron cuando aún no eran más que una posibilidad o un anhelo”. Y esa es otra de las formas en las que te me apareces: en ellos. Desde que llegaron al mundo siento que tú estás de nuevo en él. Y me ha vuelto a gustar mi cumpleaños.
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