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LAS OTRAS VIDAS
Tribuna
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Jordan Neely, el náufrago en un vagón del metro

Aprendí en Nueva York que el trastornado sin hogar que guarda silencio en su burbuja de invisibilidad puede ser ignorado sin molestia. El que rompe a hablar y grita se vuelve una amenaza

Jordan Neely
Jordan NeelyFRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

En medio del ruido y de la multitud hay personas trastornadas que viven en Nueva York como en una isla desierta en la que llevaran muchos años sin ningún trato humano. Hay quien se cubre la cabeza con un capuchón tan grande, y tan caído sobre los ojos, que no llegan a distinguirse sus rasgos. El capuchón es una cueva y ellos viven agazapados en lo más hondo, en una oscuridad a la que no llega la luz del día, ni tal vez el sonido de las voces. Cada vez que yo leía La isla misteriosa, el personaje que me impresionaba más, aparte del redivivo capitán Nemo, era un marino llamado Ayrton, al que dejaron solo en una isla deshabitada durante cinco años, al cabo de los cuales había perdido la razón y hasta el uso del habla, reducido por la falta de compañía humana a una animalidad de gruñidos roncos y gritos como ladridos. Casi todos los náufragos que rondan las calles y las estaciones y los trenes del metro de Nueva York son enfermos mentales de los que no cuida nadie, pero su condición clínica sin duda está exagerada por la dureza de la vida a la intemperie en una ciudad de inviernos muy crueles, y por una forma particular de soledad que es la de aquellos que estando rodeados de gente no reciben nunca la mirada de nadie, ni tienen respuesta si alzan la voz.

Incluso en los años de menos inseguridad, en Nueva York uno aprendía rápido a observar de soslayo, a mirar sin que pareciera que uno estaba mirando, para detectar así anticipadamente no ya un peligro posible, sino una simple incomodidad. De ese modo, cuando unos metros por delante, en mitad de una de esas aceras generosas de la ciudad, había un pedigüeño agitando su vaso de papel, o alguien de un aspecto alarmante, uno se desviaba a tiempo y aceleraba el paso, sin que pareciera que lo hacía para evitar al otro, como si en realidad no lo hubiera visto. En el andén del metro bastaba ladear la cabeza para saber si había alguien inquietante por detrás, porque de vez en cuando se publicaba la noticia o se corría el rumor de que había personas malévolas o dementes que empujaban a algún incauto contra las vías en el momento en que llegaba el tren, con ese estruendo metálico que parece anunciar siempre el advenimiento de un desastre.

Pero la supervisión instantánea y como distraída que uno aprendía antes era la del vagón del metro en el momento de entrar. Podía suceder que en un tren lleno de gente uno descubría toda una fila de asientos libres, y se apresuraba a sentarse en uno de ellos. Y solo al estar sentado se daba cuenta de la trampa de novato en la que había caído, al ver, y con frecuencia oler también, al viajero que era la causa de todo aquel espacio libre: un hombre, casi siempre un hombre, y casi siempre negro, forrado de harapos y bolsas de basura, durmiendo con las piernas abiertas contra una esquina, o tirado sobre varios asientos, rodeado de sus pertenencias inmundas, despidiendo un olor no ya de establo ni de vertedero, sino de pozo negro, de orines y sudor y mierda humana acumulada. El hedor marcaba de manera tajante el ámbito de la isla de soledad en la que ese hombre habitaba. Dedos de largas uñas sucias surgían de guantes invernales improvisados con trapos. La cara siempre estaba escondida bajo el capuchón, en el fondo de una cueva de misantropía y de locura.

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Criaturas sociales, nuestra identidad está hecha en gran parte por el trato con los otros. Si no nos hablan ni nos escuchan perdemos poco a poco el uso del habla. Si no nos miran nos volvemos invisibles. Un fantasma es alguien a quien los demás se han puesto de acuerdo para no ver. En el código social implícito de Nueva York, y en las recomendaciones oficiales sobre seguridad, una cautela cardinal es eludir la mirada de quien parece amenazante. Cuando se generalizaron los móviles, los únicos usuarios de las cabinas telefónicas muchas veces destripadas de Nueva York eran los mendigos y los enfermos mentales que escarbaban los cajetines en busca de alguna moneda y usaban los auriculares inútiles para enredarse en largas diatribas con interlocutores invisibles. En Nueva York, como en Madrid, las personas cuerdas van por la calle hablando a voces por los móviles con gesticulaciones de dementes antiguos. Cuando yo volvía a Madrid, algo que me sorprendía siempre era la ausencia de esa población de náufragos mentales a los que me había acostumbrado en mi otra ciudad. Algunos va habiendo, igual que hay ya también ese tipo de personas de aspecto común que rebuscan furtivamente en los contenedores de basura, indigentes avergonzados con su carrito de la compra buscando comida cuando ya es de noche y no queda gente en la calle.

El trastornado que guarda silencio en su burbuja de invisibilidad puede ser ignorado sin molestia. El que rompe a hablar y grita se vuelve una amenaza, aunque no esté dirigiéndose a nadie. He visto muchas veces en Nueva York a hombres negros que hablan solos, moviéndose muy rápido, con gestos de ira, haciéndole reproches a alguien que no ven, apilando interjecciones una tras otra, en una pelea feroz en la que no hay adversario, con una furia impotente que se agota en sí misma. Por eso no me cuesta nada imaginar a ese hombre sin techo, Jordan Neely, en un vagón de la línea F, de pie entre la gente que finge no verlo, que se aparta de él poco a poco, se contrae en el asiento, la cara inexpresiva, los ojos ausentes, mientras él alza la voz por encima del ruido del tren y se va encendiendo al oírse a sí mismo, aunque sus palabras parece que suenan en el interior de una campana de cristal. Tiene 30 años y lleva media vida viviendo en la calle. Ganaba calderilla haciendo imitaciones de Michael Jackson en las aceras llenas de turistas de Times Square. Cuando tenía 14, a su madre la asesinó un amante que dejó el cuerpo descuartizado en una maleta, en el arcén de una carretera del Bronx. Testigos que parecían no ir ni ver nada han contado lo que repetía gritando: “No tengo nada que comer. Quiero agua. No me importa que me encierren en la cárcel para toda la vida. Estoy dispuesto a morir”.

Su destino podía haber sido el de tantos enfermos mentales: la policía los detiene por cualquier motivo, los llevan a la terrible prisión preventiva de Rikers Island, y como no pueden pagar una fianza los dejan encerrados, lo cual agrava su trastorno y suscita, por lo tanto, nuevos castigos, entre ellos el del túnel sin fin de las celdas de aislamiento, desde donde ya no hay regreso hacia la cordura.

A Jordan Neely le calló la boca para siempre un pasajero del mismo vagón que en lugar de hacerse el distraído se sintió un héroe y lo tiró contra el suelo inmovilizándolo con una palanca muscular contra el cuello, con toda la solvencia técnica de un exmarine vigoroso de veinticuatro años. Como Neely se resistía y pataleaba, enseguida se unieron unos cuantos voluntarios a la hazaña. Cuando el tren se detuvo, Neely tenía la boca abierta y los ojos en blanco. Quizás no le dio tiempo a comprender que la invisibilidad de fantasma y de náufrago contra la que quiso alzar la voz era también su único refugio.

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