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Tribuna
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El 15-M anestesió el declive de la clase media

Doce años después, la ciudadanía sigue igual de empobrecida, pero se ha normalizado el marco mental de la subsistencia y la creencia de que la política no puede solucionar los problemas

Los indignados del 15-M bajan por la calle de la Paz de Valencia para volver a la plaza del Ayuntamiento.
Los indignados del 15-M bajan por la calle de la Paz de Valencia para volver a la plaza del Ayuntamiento.CARLES FRANCESC
Estefanía Molina

Hay algo peor que asumir que la clase media ha muerto en España: creer que la política tampoco puede solucionarlo. Y es que doce años después del 15-M, nuestro país ha acogido más partidos, giros dramáticos y conflictos territoriales que nunca. En cambio, la ciudadanía sigue tan empobrecida como lo estaba hace una década. De qué ha servido el cambio político, sino para mantener distraída a la mayoría precaria, se preguntan ya algunos.

Basta la radiografía de los trabajadores para apreciar su estancamiento. Según el INE, entre 2008 y 2020 los salarios aumentaron un 14,99%, mientras que el IPC lo hizo un 13%; es decir, una subida mínima en términos reales. Comparado con Europa nuestros sueldos incluso crecieron menos. No puede justificarse en la pandemia o la guerra de Ucrania, porque el cómputo fue previo; es más, la situación empeoró luego en España, con una de las mayores pérdidas de poder adquisitivo de los países de la Zona Euro en 2022.

Es la paradoja: si nuestro sistema político reventó a lomos de la indignación, porque una generación creyó que viviría peor que sus padres, no sólo vive ya peor, sino que ha anestesiado su declive bajo la ilusión del cambio político. La política dio la apariencia de una intensa actividad entre 2015 y 2020, sumergida en luchas de poder o discursos identitarios. La realidad es que las repeticiones electorales y el lío constante impidieron hacer reformas económicas de calado, cuando las crisis aún no habían llegado. Hay quien sólo cree que está mejor porque hubo un 15-M.

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Así enfrentamos este año electoral decisivo, donde el debate partidista no pivota ya sobre cómo recuperar a la clase media, sino sobre parches para ir capeando el temporal inflacionista. La sombra del electoralismo enturbia muchas de las medidas. Jamás los discursos estuvieron más polarizados ideológicamente, yendo menos al fondo del problema y poniendo en duda un horizonte de mejoría clara a futuro.

Primero, la izquierda corteja la idea de un Estado todopoderoso, que actúa como muleta de la precariedad ciudadana, ante todo anhelo que no cubran los bajos sueldos. Es el supermercado público de Podemos o la herencia universal que estudia Yolanda Díaz; son los anuncios de Pedro Sánchez sobre financiar el Interrail a los jóvenes o los avales públicos a la vivienda –oferta deslizada también por Alberto Núñez Feijóo. Es la evocación de un Estado asistencial que gestiona o lima la pobreza como puede, y que rescata al individuo ante la inflación dándole cobijo, pero tampoco tiene un plan para hacerle menos dependiente.

El caso es que un trabajador era clase media porque tenía las riendas de su vida, autonomía para realizar proyectos vitales con su sueldo. Es una aspiración que no tienen hoy los jóvenes asistidos por su familia para emanciparse en la treintena, drama que era previo a 2019. Entre 2013 y 2021 cayó la desigualdad, pero un 26% en riesgo de pobreza sigue siendo una cifra elevada. Si la construcción del parque público necesitará años para consolidarse, otras políticas como el Ingreso Mínimo Vital tampoco han llegado a todos sus destinatarios.

Segundo, el negacionismo de cierta derecha tampoco aporta soluciones. Su estrategia va de instaurar una especie de nuevo sentido común, donde los problemas económicos no existen y hablar de ellos implica avivar el odio colectivo: Isabel Díaz Ayuso considera que la justicia social sólo promueve la “envidia”. La negación de las desigualdades solo favorece a los pudientes, y cuando esa derecha alude al crecimiento es a costa de bajar impuestos de forma regresiva, diezmando los servicios públicos de la mayoría.

El hecho es que la pulsión liberal cala entre muchos ciudadanos porque les devuelve la ilusión de ser dueños de su destino, de que todo es posible, de volver a ser aquella clase media que se mantenía sobre su esfuerzo. El ciudadano precario siempre se sentirá más aliviado que el de la cola del hambre. El camarero siente la misma dignidad que el directivo del Ibex 35, al ganarse su pan por cuenta propia, pese a su pequeño salario. El problema es la falacia meritocrática de creer que sólo con su ahínco personal podrán revertir el contexto económico.

Y nos plantamos en el Primero de mayo, donde algunos se preguntaban por qué hay paz social en España, con la década perdida para la recuperación de la clase media. Quizás porque se ha normalizado el marco mental de la subsistencia, y la calle se siente afortunada por ciertas subidas salariales en el sector privado, o las revalorizaciones en lo público para no empobrecerse más todavía. Eso hace improbable otro 15-M en el medio plazo: uno solo se revuelve cuando tiene sensación de injusticia flagrante, no cuando ha normalizado la precariedad en la que vive.

Aunque urge preguntarse qué ocurrirá cuando la inflación amaine: Qué medidas tiene la política para volver al bienestar de hace unas décadas. El sistema ya ha cambiado una vez, y lo siguiente no será un estallido como en 2011, sino directamente el nihilismo, la abstención o el descuelgue. Hay algo peor que la muerte de la clase media: que la generación que llenó las plazas, o sus hijos, caigan en la más absoluta desesperanza.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER.

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