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Tribuna
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El retraso de la edad de jubilación en Francia

La reacción popular negativa a la propuesta de Macron probablemente habría sido menor si el presidente francés hubiera abordado antes la crisis laboral

Protesta en París contra el proyecto de reforma de la jubilación de Macron.
Protesta en París contra el proyecto de reforma de la jubilación de Macron.NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)
Dominique Méda

El Gobierno francés ha presentado a comienzos de 2023 un proyecto de ley que retrasa la edad legal de jubilación de los 62 a los 64 años y aumenta la duración del período de cotización necesario para obtener la pensión completa. Este proyecto ha suscitado inmediatamente una fuerte oposición por parte de los sindicatos —unidos en un frente del rechazo por primera vez desde hacía mucho tiempo—, pero también por parte de más del 70% de la población francesa, que ha salido cinco veces a la calle en unas manifestaciones que siempre han congregado a más de un millón de personas. ¿Por qué esta reacción? ¿Los franceses son perezosos? ¿Irreductibles galos opuestos a toda reforma? ¿Los únicos en Europa que no comprenden que la evolución de la esperanza de vida implica retrocesos constantes de la edad de la jubilación? Nada de eso.

Para empezar, el Gobierno ha presentado estas medidas apelando a su pretendida justicia, cuando se trata de prolongar en dos años la vida laboral de tantas personas, incluidas las que tenían previsto jubilarse inminentemente. Y si el registro de la justicia era inoportuno, es porque el retroceso de la edad legal es precisamente una de las medidas más injustas, pues obliga a aquellas y aquellos que empezaron a trabajar temprano o han desarrollado las carreras más fragmentadas e interrumpidas (en particular las mujeres) a trabajar mucho más tiempo.

A continuación, como numerosos europeos, los franceses han soportado tres años de crisis traumáticas: crisis sanitaria, geopolítica y ecológica. Por consiguiente, no comprenden por qué hay que abordar una reforma de las pensiones tan dura y con tanta precipitación cuando tales medidas exigen un diagnóstico compartido, negociaciones y tiempo, y cuando, además, no se vislumbra urgencia alguna. El Consejo de Orientación de las Jubilaciones —la instancia independiente encargada de analizar el sistema francés de pensiones— ha recordado en su último informe que no existe una dinámica incontrolada del gasto en jubilaciones, que entre 2032 y 2070, la partida destinada a pensiones permanecerá estable, o incluso disminuirá, pese al envejecimiento de la población y que “en función de las preferencias políticas, es perfectamente legítimo defender que esos niveles son demasiado elevados, o demasiado poco, y que es necesario poner en marcha, o no, una reforma del sistema de pensiones”.

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Para terminar, varios investigadores han propuesto medidas alternativas: ligero aumento de las cotizaciones, aumento de la contribución social generalizada (CSG) de los pensionistas más acomodados, impuesto sobre el capital y sobre los beneficios extraordinarios, pues la idea es que encontrar 12.000 millones no debe de ser tan difícil, teniendo en cuenta las fuertes rebajas de impuestos y las cuantiosas ayudas que el gobierno ha concedido a las empresas durante estos últimos años.

Pero tal vez lo esencial no esté ahí. Si esta reforma provoca una reacción tan explosiva, es porque niega y revela al mismo tiempo la grave crisis laboral que sufre Francia. A muchas personas la perspectiva de verse obligadas a trabajar más tiempo les genera una gran desesperación, ya que simplemente no pueden. Eso las abocaría a pasar dos años más en el paro o cobrando la prestación social mínima mientras esperan la jubilación.

Según la encuesta Condiciones de Trabajo en Francia, la mitad de las personas participantes asocian trabajo con malestar. El 44% no se sienten capaces de desarrollar el mismo trabajo hasta los 60 años. En cuanto a la última edición de la encuesta de Eurofound, realizada en 2021 entre más de 70.000 trabajadores de 36 países europeos, revela la muy mala posición de Francia en Europa. Las tensiones físicas y psíquicas son más fuertes que en otros lugares. Francia se distingue por unos elevados niveles de violencia y discriminación en el trabajo, por el escaso apoyo de los compañeros y por una remuneración que no se considera a la altura de los esfuerzos prestados: solo el 45% de los franceses consideran estar “bien pagados por los esfuerzos prestados y el trabajo que hacen”, contra el 68% de los alemanes y el 58% de los europeos. Además, Francia se singulariza por una mayor proporción de un tipo de organización laboral en el que la autonomía y la participación son menores que en otros lugares. Los empleados tienen muy poca influencia sobre su propio trabajo y sobre las decisiones de la empresa. La calidad del empleo en Francia es una de las peores de Europa: casi el 40% de los activos se encuentran en una situación laboral “tensa”, en la que las exigencias son más elevadas que los recursos que permitirían satisfacerlas.

Por lo tanto, parece que habría sido mucho más razonable que el presidente de la república y el Gobierno francés hubieran enfrentado primero la cuestión de la crisis laboral y hubieran demostrado su voluntad de tratarla en profundidad antes de proponer unos ajustes financieros y contables que seguramente una sociedad que sintiese confianza habría aceptado.

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