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Columna
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Volver al tabú

Miedo me da imaginar el futuro de unas criaturas que no podrán siquiera nombrar el mal, o lo feo, o lo abyecto o lo desigual o discriminatorio

Roald Dahl
El escritor Roald Dahl autografiando libros en el centro comercial de Dun Laoghaire en una fotografía de archivo de 1988.Independent News and Media (Getty Images)
Najat El Hachmi

Gurús de autoayuda barata y famosas filósofas de jerga académica incomprensible repiten sin cesar que el lenguaje hace la realidad, que la performa. Y nos lo hemos creído como creía mi abuela que pasándome el hueso de la mandíbula de un perro muerto por el cuello me curaría las anginas o que el amuleto que llevaba la protegía del mal de ojo. Según cómo diga las cosas, serán, a pesar de que la experiencia empírica desmiente sistemáticamente esta idea absurda. ¡Multiplíquense los ceros en mi cuenta corriente!, pronuncio esperando el milagro, pero nada, mis condiciones materiales siguen igual a pesar de que pongo mucho empeño en escoger mis palabras. El pensamiento mágico no le funcionaba a mi abuela y tampoco me funciona a mí aunque quienes intentan convencerme ahora de su efectividad tengan más prestigio que ella por tratarse de las más deslumbrantes figuras del pensamiento occidental predicando desde las cátedras universitarias más afamadas. También ellas defienden, igual que en mi pueblo, que hay cosas como el demonio, la desgracia, las enfermedades sin cura o la muerte que no se pueden nombrar si no se quiere correr el riesgo de hacerlas aparecer. Para estas mentes avanzadas de la postmodernidad son el machismo, el racismo, cualquier ismo que suponga discriminación. Ojalá fuera tan fácil, firmaba sin leer si con ello pudiéramos deshacernos de todo lo que no nos gusta. Se llega a afirmar, incluso, que el simple hecho de usar un lenguaje incorrecto es una forma de violencia y que los espacios en los que se utiliza son “espacios no seguros”. Anda que si yo me hubiera movido solamente por los sitios en los que nadie pudiera ofenderme, vamos, no habría tenido “espacios seguros” ni en mi propia casa.

Esta semana el pobre al que le ha tocado recibir el azote de esta nueva religión ha sido Roald Dahl en lo que no es más que un nuevo ejemplo de una deriva que pretende empobrecer todo lo que se dice y se escribe, privando a los niños del acceso a las palabras que los profetas de la corrección consideran portadoras de todos los males. Miedo me da imaginar el futuro de unas criaturas que no podrán siquiera nombrar el mal, o lo feo, o lo abyecto o lo desigual o discriminatorio. Serán atontados viviendo en una caverna llena de incomprensible sombras gracias a esta vuelta al tabú del que nos libramos al domesticar el orden teocrático. Qué pereza, la verdad, volver ahora a la superstición y al oscurantismo, la censura inquisitorial y los eufemismos.

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