¿Dónde queda la épica?
Valores en los que la sociedad se ha reflejado durante siglos entran ahora en conflicto con las razones de Estado. Hoy, la política europea hacia el migrante que pide refugio se ha convertido en una antesala de muerte
Anne Dufourmantelle, una importante filósofa y psicoanalista francesa, murió al tratar de salvar a dos menores (finalmente rescatados) que se ahogaban en una playa cercana a Saint-Tropez. Años antes había publicado un ensayo, Elogio del riesgo, donde defendía la importancia de arriesgar la vida como forma de no morir. Comprometer la vida por aquello que nos hace sentir vivos frente al instinto de precaución, protección y seguridad que nos lleva a la flojera.
Muchos relacionaron el ímpetu salvador que le valió la muerte con su filosofía del riesgo y destacaron su valentía. Sin embargo, lo que subyace en ese gesto heroico de innegable valor es, además, un instinto de hospitalidad.
Tiempo atrás, Dufourmantelle había desarrollado brillantemente la temática de este concepto a partir del planteamiento del también filósofo Jacques Derrida. Ambos, influidos por el pensamiento de Levinas, describieron el fenómeno sin prejuicios, sin esquivar las paradojas, llevándolo al límite. Para Derrida, la verdadera hospitalidad solo puede ser incondicional, y, precisamente, en tanto incondicional, solo puede darse como acto poético, pues, al fin y al cabo, siempre hay condiciones.
Dufourmantelle destacaba que el ser humano nace de un vientre: nos formamos y nacemos tras estar hospedados en un cuerpo que no es el nuestro. Para ella, la hospitalidad es una entrega total a la alteridad aun a costa de la vida, e impide, por tanto, encerrarse en el inmovilismo y en el confort. El acto heroico que puso fin a su vida demostró cuán íntimamente entrelazados estaban su pensamiento y su acción.
Un vistazo a la historia europea del siglo XX ilustra que, grosso modo, hay dos tipos de personas (y solo en condiciones extremas sabemos a cuál de ellos pertenecemos): las personas que salvan y las personas que se salvan.
Pese al déficit moral de la Europa de la II Guerra Mundial, hubo quien desarrolló un sentido arriesgado de la hospitalidad: los Justos de las Naciones. Personas que, poniendo en peligro sus vidas, alimentaron, ayudaron o acogieron en sus hogares, en sótanos y guaridas a refugiados y perseguidos para salvarles de morir exterminados durante el nazismo.
La terrorífica política de exterminio por el hambre (Holodomor) provocada por las políticas de Stalin en 1932-1933, que segó la vida de alrededor de cuatro millones de ucranios, nos muestra, además del lado más escalofriante del totalitarismo, que la supervivencia no solo fue una lucha física, sino sobre todo moral: los primeros en morir fueron los que no quisieron robar, los que compartieron su comida, los que renunciaron a matar a sus semejantes, los que se negaron a practicar el canibalismo.
De algún modo, los que salvan, salvan al mundo, mientras que los demás viven, vivimos, un poco de prestado.
Antiguamente, era deber de acogida hacia el huésped lavar sus pies y piernas para quitarles el polvo del camino; lo vemos en el relato en el que Ulises regresa a su palacio en Ítaca disfrazado de mendigo (Odisea, canto XIX). Las de la hospitalidad son probablemente las leyes de relación humana más primitivas de la historia. Quizá porque las primeras comunidades eran nómadas: quien solicitaba hospitalidad y quien la daba tenían vidas ambulantes.
La hospitalidad no es necesariamente un gesto solo hacia los vivos, también puede serlo hacia los muertos. Este es el tema central de uno de los grandes mitos configuradores de la cultura europea: Antígona. En la tragedia protagonizada por la hija del rey Edipo, ya desterrado y muerto, se produce un conflicto dramático provocado por el choque entre las leyes no escritas procedentes de las viejas normas que conformaron la conciencia privada y los nuevos valores de la polis.
No hace falta retroceder 2.500 años para encontrar ejemplos que ilustran cómo actitudes que representan valores en los que la sociedad se ha reflejado durante siglos entran nuevamente en conflicto con los intereses políticos o razones de Estado. Hoy en día, auxiliar a migrantes cuyas pateras están en peligro de hundirse puede ser delito, acogerlos en barcos humanitarios también. Solo en 2022 murieron 2.390 personas tratando de llegar a España. La política de Europa hacia el migrante que pide refugio se ha convertido en una antesala de muerte.
¿Cuándo comenzó a darse el desequilibrio entre nuestros valores y los valores que alientan los Estados en materia de hospitalidad en las fronteras? ¿O quizá no hay desequilibrio, quizá el confort logrado en las últimas décadas nos ha empujado a alimentar ese instinto de protección y seguridad que nos conduce a la flojera y al egoísmo? ¿Estamos de acuerdo, coincidimos tácitamente en que la negación de hospitalidad debe ser prioritaria para nuestros Estados, o acaso puede el ciudadano decidir y participar en la creación de leyes más humanitarias?
La resbaladiza relación etimológica entre hospitalidad y hostilidad, donde host también puede referirse a quien acoge, es una piedra de toque de cada cultura. ¿La nuestra? Seducidos por una ética de la estética, cabe preguntarse dónde queda la épica.
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