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tribuna
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Sedicentes delitos contra el orden público

Sustituir el delito de sedición por una reforma parcial del ya existente delito agravado de desórdenes públicos supone tomar la senda equivocada a la hora de afrontar la necesaria actualización de los preceptos penales que protegen de manera directa nuestro ordenamiento constitucional

Disturbios en las calles de Barcelona contra la sentencia del 'procés', en 2019.
Disturbios en las calles de Barcelona contra la sentencia del 'procés', en 2019.Albert Garcia
José Luis Díez Ripollés

Hay tres pilares imprescindibles para lograr una sociedad pacífica, ordenada y que permita desarrollar los planes vitales libremente escogidos por sus ciudadanos, el económico, el jurídico y el cultural. A este fin, el pilar jurídico de nuestra sociedad experimentó una profunda renovación desde los comienzos de nuestra democracia, con un papel sobresaliente de la constitución. Se optó por constituir un potente Estado social y democrático de derecho, que mediante la promoción de la libertad e igualdad formales y reales de todos los ciudadanos aspira a posibilitar los objetivos anteriores.

Dentro del derecho, el penal tiene un papel significativo, no por azar se le ha denominado la Constitución en negativo. Se ocupa de intervenir frente a los atentados más graves y que más rápidamente pueden acabar con nuestro sistema democrático de convivencia y libertades.

Sin embargo, desde comienzos del siglo XXI este derecho penal propio de un Estado de derecho no ha dejado de sufrir reformas, alrededor de 50 en menos de 25 años. Un número importante de ellas han estado condicionadas por el populismo, el rigorismo penal o intereses políticos coyunturales. Y casi todas ellas han padecido defectos técnicos de gran importancia. Los dos partidos políticos mayoritarios se han aplicado a esa tarea, dirigida en casi todos los casos por un Ejecutivo que controla férreamente a un poder Legislativo, al que cada vez cuesta más verlo como uno de los tres poderes independientes del Estado. El paso de los años está mostrando que ese activismo penal está socavando los fundamentos de nuestro Estado de derecho.

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No me voy a ocupar de la contribución del partido conservador a esa deriva, que él inició con las reformas de 2003, no contradichas luego por la mayoría socialista. Su empecinada decisión de no facilitar la renovación del Consejo General del Poder Judicial es la última muestra de su falta de respeto al Estado de derecho.

Me centraré en la reciente decisión del Partido Socialista y sus aliados de sustituir el delito de sedición por una reforma parcial del ya existente delito agravado de desórdenes públicos. A mi juicio, supone tomar la senda equivocada a la hora de afrontar la necesaria actualización de los preceptos penales que protegen de manera directa nuestro ordenamiento constitucional.

El delito de sedición se ha tenido que emplear recientemente, pese a ser un mero delito contra el orden público, para confrontar ataques de entidad a nuestro sistema político porque carecíamos de una regulación adecuada, homologable a otros países de nuestro entorno, de los delitos contra el ordenamiento constitucional. En efecto, esa regulación se agota en un anticuado y tosco delito de rebelión, que no aborda correctamente los más sofisticados ataques, propios de nuestros días, al Estado constitucional democrático. El problema a solucionar es, por consiguiente, una nueva reformulación de esos delitos contra la Constitución, de modo que distingan entre conductas de diversa gravedad, con penas también diferenciadas, para que en su conjunto garanticen una adecuada protección de nuestro orden constitucional.

Logrado esto, se puede derogar sin más el delito de sedición. Este no tiene papel alguno que desempeñar entre los delitos contra el orden público. Sin perjuicio de las posibles mejoras de la regulación de estos, algunas de las cuales se contienen en la proposición de ley presentada, el orden público está ya bien defendido con el resto de los preceptos ahora vigentes.

El poder Ejecutivo-Legislativo ha decidido, sin embargo, persistir en el error. Sigue pensando, o aparentando pensar, que los sucesos de 2017 fueron simplemente un problema de desórdenes en espacios públicos. En consecuencia, deroga el delito de sedición y se conforma con mejorar el tipo agravado de desórdenes públicos vigente, cuando lo que necesitamos no es proteger mejor el orden público sino el orden constitucional. Las razones coyunturales de todo eso ya las conocemos y no merece la pena insistir en ellas.

Esas mismas razones han introducido en el debate político la posible modificación del delito de malversación. Habría que recordar, primero, que frente a lo que generalmente se piensa, la corrupción política se está persiguiendo razonablemente bien en nuestro país, como lo muestran los repetidos procesos que afectan a los dos partidos mayoritarios que se han ido sustanciando en décadas recientes. Disponemos de una policía y una jurisdicción que, pese a ser materia tan sensible, ha conseguido evitar en gran medida las presiones de los grupos políticos interesados.

Las propuestas de modificación del delito de malversación que se están escuchando estos días, y a salvo su concreto encaje en los preceptos existentes, parecen enfocarse en que la ausencia de ánimo de lucro personal del delincuente convierte la conducta en no delictiva o, al menos, en digna de menor pena. Sin embargo, es obvio que muchos políticos, cuando se corrompen, no se mueven por el ánimo de enriquecimiento personal. Hay otros móviles de su comportamiento, con frecuencia más poderosos, como el incremento de poder, la obtención de un mayor reconocimiento social, la promoción de determinados ideales políticos, o incluso recompensas económicas diferidas, que pueden ser, y de hecho son, más importantes que el de incrementar sus cuentas corrientes. Y no se alcanza a comprender en qué varía la gravedad de su comportamiento de saqueo de los fondos públicos el que ellos mismos no se quieran enriquecer. El daño al patrimonio público es el mismo.

Si se aceptara esa restricción de los delitos de malversación, técnicamente mejorados en 2015, se produciría un importante retroceso en la lucha contra la corrupción política en nuestro país. Algo en extremo preocupante cuando estamos ante conductas con un potencial desestabilizador de nuestra democracia que huelga recordarlo de nuevo.

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