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TRIBUNA
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Vilipendiar el arte para evitar un exterminio

Los activistas que atacan cuadros pretenden llamar la atención sobre la hecatombe climática inminente y exigir aquello de lo que disfrutaron quienes los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido

Arte
ENRIQUE FLORES
Azahara Palomeque

Por definición, una urgencia es algo que no puede esperar. Si a nuestra madre le da un infarto, acudimos corriendo al hospital o llamamos a una ambulancia, lo que estimemos que resolverá el problema más rápidamente, sin prestar atención a circunstancias secundarias, pues se trata de salvar su vida. De la misma manera, si se desata un incendio en nuestras inmediaciones, una agarra lo imprescindible y desaloja su casa, en un minuto, o menos, evitando llevarse objetos que, aunque acumulen un alto valor sentimental, son completamente inútiles cuando nos encontramos en peligro de muerte. De nuevo, ese es el significado de urgencia y hasta aquí la mayoría de la gente estará de acuerdo conmigo. Sin embargo, cuando el asunto a abordar es la crisis climática, es decir, rescatar a la especie humana de una probable extinción en este siglo XXI, provocada por catástrofes de calibre inimaginable, sean estas hambrunas, fenómenos meteorológicos extremos, guerras o ecofascismo, se multiplican las voces que reclaman retrasar la acción efectiva, guiarnos por métodos teóricamente civilizados como cumbres que culminan en acuerdos no vinculantes que nadie cumple, o directamente no hacer nada. La urgencia climática es impostergable, como han alertado los activistas de Just Stop Oil en sus embestidas a varias obras de arte, pero en vez de encomiar su coraje o, al menos, intentar entender las razones que conducen a un grupo de jóvenes a cargar con furia contra pinturas tan emblemáticas como son las de Van Gogh, Monet o, más recientemente, Vermeer, hay quien se lleva las manos a la cabeza, los acusa de vandalismo, de “banalidad” o de haber perpetrado una “gamberrada”, como decía Sergio del Molino. Nada más lejos de la realidad.

Las agresiones a estos lienzos por parte de Just Stop Oil y otros colectivos de activistas preocupados por el cambio climático hielan la sangre de quien tenga un mínimo de sensibilidad porque atacan lo sagrado o, si preferimos secularizar nuestro lenguaje, lo sublime. Confieso que, en un primer momento, al contemplar las manchas resbaladizas sobre la superficie acristalada de obras que aprecio, sentí un horror visceral, un rechazo impulsado por las innumerables horas que, a lo largo de mi vida, he pasado en pinacotecas de todo el mundo. Yo, que no tuve padres de los que te llevan a museos, rememoro con entusiasmo cómo, al mudarme a Madrid con 18 años, lo primero que hice fue acudir al Prado y deleitarme con su colección, de la que me sobrecogieron especialmente las Pinturas negras de Goya. Lo segundo fue comprar un vuelo barato a Londres para admirar las piezas de esa desgarradora maravilla que es el British Museum. No creo que haya vivido algo más parecido al síndrome de Stendhal que entre los muros de aquel lugar en el que, al toparme con la Piedra Rosetta, supe identificar la llave que abría la puerta a varias civilizaciones cuyo legado demuestra los prodigios de que es capaz la especie humana. No obstante, esa especie que tantas veces me ha hecho vibrar con sus creaciones es la misma que está alterando el equilibrio climático hasta transformar el planeta en algo totalmente irreconocible y, en ese tira-y-afloja, es donde ha de dirimirse la lata de tomate lanzada al van gogh, o de puré de patatas catapultada al monet, ya que el mensaje es más complejo de lo que se cree.

En primer lugar, la contraposición comida-cuadro evoca un escenario en que las necesidades básicas —la alimentación— pasan a un primer plano, opacando la producción artística, como señalaron las propias activistas. Quién puede o no crear en mitad de tragedias insoportables es una interrogación bien anclada en nuestra tradición intelectual que el filósofo Theodor Adorno subrayó al escribir que la poesía, después de Auschwitz, es un acto barbárico. Esta frase, que más tarde transmutó en otras parecidas, como que es imposible el arte tras el Holocausto, alude a la dificultad de construir belleza o transcendencia en una civilización que, fruto del raciocinio, fue capaz de aniquilar a cantidades ingentes de personas. Algunos años antes, María Zambrano se hacía preguntas similares y Alejo Carpentier, al visitar nuestra Guerra Civil, llegó a declarar que no sabía para qué servía la literatura frente a ciertos “desamparos profundos”. Conscientemente o no, Just Stop Oil retoma las reflexiones de una trayectoria de pensamiento aterrado ante la violencia contra la vida que, en este caso, se refiere específicamente a la debacle fósil, y no es casual que su rabia parezca concentrarse únicamente en muestras de arte occidental, aludiendo al dislate que implica creernos superiores mientras que otras culturas consideradas atrasadas han efectuado menos daño a la biosfera. Más allá, lo que su performance pone de manifiesto es el delirante contrapunteo entre la inmediatez, el tiempo de respirar, de comer y sobrevivir, y la eternidad que se le atribuye al arte, para el que el tiempo supone un valor añadido que le otorga densidad interpretativa y lazos con universos otros, lejanos o desaparecidos. Pero, si resulta que abundarán dentro de poco los estómagos vacíos en Europa, y que en apenas tres años el número de población global afectada por la inseguridad alimentaria aguda, según la ONU, ha pasado de 135 a 345 millones, ¿quedará pluma, pincel o cuerpo para la creatividad del ánimo? Y, si queda, ¿a quién contentará, inundará de goce o llevará al éxtasis estético en un paisaje devastado?

En otras palabras, podríamos afirmar que los cuadros actúan como dispositivos de memoria, proyectan una continuidad histórica que sobrepasa la mera biografía de su autor, y eso, como vulgares criaturas pronto volatilizadas en polvo, nos reconforta enormemente. De forma análoga a la fotografía del abuelo fallecido, cuyo recuerdo sabemos que perdurará entretejido en sus redes afectivas, pero ataviadas con un “aura” que no han logrado perder a pesar de lo que Walter Benjamin llamó “la era de la reproductibilidad”, esas pinturas están dotadas de aquello que el cambio climático nos niega: la posibilidad de perpetuación. Por eso, verlas mancilladas, con latas parapetándoseles —aunque no han resultado dañadas— o manos untadas de pegamento en sus marcos, causa tantísimo espanto. De ahí también que innumerables detractores no hayan escatimado en insultos, como gritando: “¿Cómo osas privarme de mi inmortalidad?”, arremetiendo contra el patrimonio común de Occidente, violando la respetabilidad de nuestros espíritus más excelsos…, sin darse cuenta, quizá, de que si se cumplen las predicciones científicas que apuntan a casi 3ºC de calentamiento de aquí a finales de la centuria, o las que aseguran que a partir de 1,5ºC la destrucción será irreversible por activarse una serie de mecanismos de retroalimentación como el derretimiento del permafrost, pronto no habrá museos, y no se deberá precisamente a la rebeldía de unos muchachos. Al final, lo que estos activistas pretenden es llamar la atención sobre la hecatombe inminente, y exigir nada más y nada menos que aquello de lo que disfrutaron las generaciones que los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido, a poder leer y componer versos como el de la poeta griega Safo: “Te aseguro que alguien se acordará de nosotras”. A mí también me genera estupor esa iconoclasia desmedida, ese agravio a la belleza, pero más me estremece pensar en una absoluta carencia de futuro.

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