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Arte
Tribuna
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El arte o la vida

Lo más inquietante de la acción de los jóvenes activistas es que, una vez en el museo, no les haya detenido la propia belleza de los cuadros

Activistas lanzan puré de patata contra un cuadro de la serie 'Los almiares', del pintor francés Claude Monet el pasado 23 de octubre.
Activistas lanzan puré de patata contra un cuadro de la serie 'Los almiares', del pintor francés Claude Monet el pasado 23 de octubre.HANDOUT (AFP)
Santiago Alba Rico

El pasado 23 de octubre unos jóvenes activistas contra el cambio climático arrojaron puré de patatas sobre un cuadro de Monet en un museo de Alemania. Una semana antes otros militantes ecologistas habían lanzado salsa de tomate en la National Gallery de Londres contra un cuadro de Van Gogh. Los agresores, muy jóvenes, pertenecían al grupo Última Generación y justificaron su acción como una manera de llamar la atención sobre la muy destructiva industria petrolera y la emergencia climática. Estos jóvenes tienen razones para estar preocupados y su militancia activa ofrece un ejemplo de compromiso y conciencia que debería extenderse entre todas las generaciones. Ahora bien, más allá de los daños sufridos por las pinturas, felizmente mínimos, ¿tiene sentido, desde el punto de vista político y propagandístico, un atentado simbólico de este tipo?

Los jóvenes activistas lo han justificado como si el arte nos estuviese distrayendo de lo que verdaderamente importa o como si fuese incompatible con la lucha contra la destrucción planetaria: ¿cómo os atrevéis a mirar cuadros mientras la vida misma está en peligro?, dicen. ¿Qué tiene más valor, la vida o el arte?, añaden. Hay algo muy juvenil y por lo tanto muy viejuno, muy puritano, muy veteromarxista en este razonamiento que algunas voces han defendido en las redes con desprecio burlón hacia el impresionismo y hacia los propios cuadros atacados: cuadros “de sala de espera”, dice por ejemplo una mujer talludita en un podcast llamado Saldremos mejores, justificando así la “performance” en nombre de la gravedad de la situación pero también por la insignificancia comparativa del arte en general y de las obras concernidas en particular.

Digo que hay algo muy juvenil, muy puritano y muy viejuno en la acción; algo, si se quiere, muy platónico. Fijémonos en los cuadros elegidos. El de Monet es Los almiares, que representa precisamente dos montones de paja rojiza delante de un idílico y remoto desfile de árboles. El de Van Gogh es el conocidísimo Los girasoles, un apabullante estallido de flores crispadas y amarillas. No han elegido cuadros, por ejemplo, del movimiento futurista, con sus aviones y coches siderales celebrando la velocidad fósil, umbral de nuestra tragedia. Todo el mundo pictórico de Van Gogh —recordémoslo— gira en torno a sillas de enea, botas de campesino y campos arrebatados de luz, “restos”, si se quiere, del neolítico interrumpido por el petróleo. Es como si los jóvenes activistas quisieran destruir simbólicamente la misma naturaleza que quieren defender, esa mímesis o copia artificial de los verdaderos campos y las verdaderas flores amenazadas por el cambio climático. Su platónica juventud se dirige fanáticamente contra esa imitación degradada del mundo, como si esos cuadros fueran culpables de ocultarnos, con sus imágenes falsas, la realidad.

Igualmente “fanática” es la convicción desesperada de que hay que elegir entre la vida y el arte. Incluso si olvidamos que para la mayor parte de los grandes artistas esa diferencia no existe y que probablemente nadie querría salvar una vida desnuda, puramente animal, este argumento recuerda al de los viejos comunistas que, ante la urgencia fundada de la revolución, consideraban “burgueses” y contrarrevolucionarios la poesía, el amor a los hijos o la sexualidad.

Elegir entre la vida y el arte, ¿no nos obligaría igualmente a elegir entre la vida y la amada, entre la vida y el pan, entre la vida y los niños, entre la vida y la vecina maltratada por su marido? No parece que por ese camino la justísima causa que defienden en beneficio de todos vaya a ganar la adhesión de esas mayorías sociales que —precisamente— se reúnen en las “salas de espera” bajo las reproducciones de Los girasoles de Van Gogh. Estos jóvenes activistas son, en realidad, muy de mi tiempo y eso me deprime un poco. Tenemos que alegrarnos, contra las acusaciones paternalistas y autocomplacientes de los viejos espadachines, de que los jóvenes se movilicen para rebelarse contra el mundo de sus mayores. No todo está perdido. ¿Pero tenemos que alegrarnos de que hagan y piensen las mismas estupideces que hicimos y pensamos nosotros? Los jóvenes que me gustan, los que defiendo, los que me dan esperanza, son todos mejores que yo.

Estos tiempos son también de todos los tiempos. Porque lo más inquietante de la acción de los jóvenes activistas es que, una vez en el museo, no les haya detenido la propia belleza de los cuadros. Los árboles, los niños, las grandes obras de arte se defienden solas; hay muchos motivos para sentirse apesadumbrado y esperar lo peor de un mundo en el que no ocurre así. En el que, aún más, a alguien se le pasa por la cabeza (y después pasa al acto) que la única manera de defender un árbol es cuestionando un cuadro. Hay cosas “sagradas” y cosas que no lo son. La mayor parte no lo son. Pero si no se reconoce la equivalencia entre todas las que lo son, entonces están todas por igual perdidas.

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