¿Dónde está el arte, en Van Gogh o en los que tiran tomate?
Los activistas combaten contra un mundo que prefiere los girasoles pintados a las flores silvestres, pero su ‘performance’ política es de una banalidad insufrible.
Maldito sea Marcel Duchamp. Desde que coló aquel urinario con el título de Fuente y cuestionó el ser mismo de la obra de arte, no hay quien se aclare. Puede uno pasear encantado por las salas solemnes de la National Gallery, atento al eco de sus tacones, y no saber dónde carajos está la obra de arte, si en Los girasoles de Van Gogh o en los niños que le arrojan tomate. Según la estética contemporánea, los artistas aquí son los vándalos, cuyo acto es una performance digna de la cotización más alta de Arco. Sin embargo, en el catálogo del museo se dice que la obra de arte es la que está en el marco, chorreando tomate ultraprocesado. Para complicarlo todo más, la propia lata —al menos, la de marca Campbell— es una reconocidísima obra de arte pop.
Si fuéramos consecuentes con el canon del arte contemporáneo, la National Gallery no debería haber llamado a la policía para desalojar a las activistas, sino ponerlas un cordón y una cartela e incluirlas en el catálogo. Total, ya estaban pegadas, listas para la exposición. Dicen los perpetradores del tomatazo que su acción era política y que con ella buscaban llamar la atención de la sociedad y generar una reflexión sobre el uso de los combustibles fósiles. Es decir, lo mismito que argumentan miles de creadores pluridisciplinares y performativos justo antes de que el galerista salude al ministro de Cultura, sirva el vino y las croquetas y dé por inaugurada la exposición.
No hay quien reflexione nada con tanto griterío. El único gesto profundo tal vez sea el del empleado encargado de limpiar los grumos de tomate. En la soledad de su tarea ingrata, admirará como pocos las pinceladas de Van Gogh, que conforman uno de los actos de amor más sublimes que un ser humano ha dedicado a un paisaje, es decir, a la naturaleza. Como el gran arte desde Lascaux y Altamira, intenta romper las distancias que el lenguaje y la tecnología han impuesto entre la realidad tal y como es y las personas capaces de servirse de ella. Honrar la belleza natural es el mayor alegato contra su destrucción. Los activistas combaten contra un mundo que prefiere los girasoles pintados a las flores silvestres, pero su performance política es de una banalidad insufrible. Como toda gamberrada, se abrasa en su propio fulgor. Hay más compromiso con la preservación del planeta en un trazo de Los girasoles que en un millón de latas de tomate.
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