El arte después de Auschwitz
Los futuristas no tuvieron rubor a tejer con hilo de oro la bandera de la burguesía belicista. 'Hoy el burgués favorable a la guerra es más revolucionario que el llamado revolucionario neutralista. Él arriesga y actúa, mientras que el llamado anarquista es nocivo a la vida y al progreso, porque en realidad nada sacrifica a la vida ni al progreso'. Carrà tocó la diana de un próximo retorno al ideal del superhombre, fortificado en la guerra, el peligro, la muerte y la soledad. Y Marinetti, al que sólo Mussolini pudo jubilar de su facundia belicista cuando le nombró académico de Italia, firmó en su dilatado manifiesto fundacional que 'un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla es más bello que La Victoria de Samotracia', mientras su elocuencia dispersiva cargaba de dinamita los cimientos de los museos, 'absurdos mataderos de pintores y escultores, cementerios en que se reposa para siempre junto a seres odiados e ignotos, absurdos'.
Wartwar
Francesc Abad Sala de exposiciones El Roser. Cavallers, 15. Lleida. Hasta el 21 de abril.
Memoria de los campos de concentración y de exterminio nazis, 1933-1999
Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC). Del 3 de mayo al 14 de julio. Primavera Fotográfica.
Después del 'Guernica', la estetización de la política emprende la politización del arte
La elección irracional y activa de la guerra resbaló sobre la mente alucinante de los surrealistas como sobre un tobogán
La elección irracional y activa de la guerra resbaló sobre la mente alucinante de los surrealistas como sobre un tobogán. Así es la noche de Walpurgis de Louis Aragon: 'Un poco a la izquierda, en mi divino firmamento, percibo -aunque sin duda es tan sólo un vapor de sangre y asesinatos- el brillante despintado de las perturbaciones de la libertad'. Unos años después, Theodor Adorno se preguntaba si todavía era posible escribir poemas después de Auschwitz, y a la hora de buscar los malsanos juegos de guerra en la mejor literatura encontramos la voz de un escritor que se oye a sí mismo y al mundo con tanta agudeza como Bertolt Brecht: '¡Qué mundo es aquel en el que hablar de poesía es ofender a la sociedad!'.
Una manera de reconocer el poder interpretativo de la guerra es contemplar la diferencia entre los destellos que arroja sobre buena parte del arte posterior a las vanguardias y el fracaso de cualquier exaltación retrospectiva. La celebración de la libertad y la angustia de tener que interrumpir esa ensoñación compartida por todos los seres humanos coexisten en muchas y soberbias pinturas, y ante algunas de ellas encontramos un abismo casi goethiano en el que nunca tocamos fondo. En el Guernica, un mordiente Picasso se coloca al lado de su pueblo y deja de recapitular el dilema del perspectivismo al presentarnos un escenario de dolor donde en ningún momento se rebaja al monstruo de la guerra. Cubismo, surrealismo y expresionismo se refunden en un drama implacable que es a la vez la demostración de la capacidad del arte para forjar la conciencia intelectual europea. En ella no hay 'ascos dadaístas' que inviten a abolir la memoria y el futuro, sino una desasosegada sátira del poder que sólo quiere tener a sus súbditos 'en las filas de la muerte'. Después del Guernica, la estetización de la política emprende la politización del arte.
El posexpresionismo alemán lle
va las tormentas y tensiones (sturm und drang) de la destrucción a la escena de los solitarios esfuerzos románticos de pintores como Anselm Kiefer; los temas de sus cuadros alegóricos -paisajes arados, como inmensos desiertos del bíblico éxodo- incluyen el holocausto y la historia del éxodo judío. Con mayor o menor ironía, Gerhard Richter, Gustav Kluge, Rudolf Herz, Bernhard Höke o Wolf Vostell captan el aislamiento ante el horror y lo fantasmagórico del hombre en el hormiguero de asfalto sobre el que se cierne el Apocalipsis bélico.
Más recientemente, el polaco Zbigniew Libera ha escandalizado a los sectores judíos norteamericanos con su Lego concentration camp, una serie de cajas vacías con fotos de un campo de concentración construido con un Lego que demuestran, según el artista, que 'las cosas más inocentes pueden ser pervertidas y transformadas en elementos de destrucción'. En la pieza de Alan Schechner, también exhibida en el Museo Judío de Nueva York, el artista se autorretrata con los prisioneros de Buchenwald con una coca-cola light en la mano.
El mismo tema de un campo de concentración descrito como una tumba vívida despierta en el artista barcelonés Francesc Abad un temor reverencial hacia la supervivencia. El proyecto Wartwar, instalado en la sala de exposiciones de El Roser de Lleida, utiliza la iconografía de una T invertida, una imagen que evoca el plano del campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín. A cada una de las salas corresponde un discurso transmitido por boca de filósofos, escritores y pensadores, como Adorno, Heidegger, Hannah Arendt, Paul Celan, Walter Benjamin o Franz Rosenzweig. El montaje audiovisual, un paisaje interior devastado que consigue transmitirnos, con Nietzsche, que 'sólo lo doloroso puede ser verdaderamente memorable' indica que la vulnerabilidad de la ética en tierra de nadie ha modificado el carácter de la acción humana, y que memoria, olvido e identidad personal y colectiva se diluyen en el conflicto entre conceptos y realidades diferentes, sin posibilidad de entenderse.
El léxico iconográfico de la infa
mia, a menudo mal definido por la voluntad de reconciliación con Alemania, ha requerido del espectador una mirada más serena y crítica. El conjunto de fotografías que a partir del 3 de mayo podrán verse en el MNAC sobre los campos de exterminio nazis es un documento que pudiera ser un preludio para una sincera discusión sobre la idoneidad de exhibir el dolor de las víctimas -que nunca será posible mostrar del todo- y una oportunidad para el estudio de las condiciones en que fueron realizadas estas imágenes por los nazis, bien como reportaje, propaganda o con fines antropológicos y médicos, además de lanzar una interrogante sobre las razones por las cuales estas fotografías supusieron una ruptura en la historia de la representación. Son imágenes que se desvanecen con el tiempo, de ahí la cuestión de su valor documental; pero aunque no documenten propiamente los acontecimientos nos hacen reflexionar acerca de nuestras peores cualidades, y las de nuestros enemigos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.