La lluvia no sabe llover: una historia cultural de las riadas en Valencia
Las inundaciones en la Comunidad Valenciana están inscritas en la memoria de diversas generaciones, tienen presencia en el refranero local y han dado origen a canciones, pinturas, películas o novelas que han acabado por crear un imaginario colectivo sobre la relación histórica entre la ciudad, la huerta y la ciudad
Estamos en Valencia. Es el 14 de octubre de 2007. El arzobispo de la diócesis, Agustín García-Gasco, pronuncia una homilía en recuerdo de las víctimas de la Gran Riada: la de 1957, catástrofe de la que por entonces se cumple el medio siglo. Pronto, la homilía (como el río) se sale de madre. Con severidad y amonestando a su grey, monseñor García-Gasco denuncia la “gran riada de laicismo radical y beligerante que pretende inundarlo todo”, una riada mayor y “mucho peor que aquella que destruyó Valencia, hace hoy 50 años”.
Aún nos sobrecoge la metáfora. Pero olvidemos ahora el pecado del laicismo. Causa una gran impresión la desmesura y esa mezcla de historia sagrada y profana que creíamos ajena. Pero sobre todo sobrecoge por recordarnos ideas y prácticas de otros tiempos remotos que juzgábamos ya olvidados. Durante siglos, desde el púlpito, los ministros de la Iglesia dictan y prescriben a sus fieles la conducta recta. Lo normal es que los clérigos aprovechen algún pasaje del Evangelio o algún episodio reciente para condenar vehementemente los pecados de los creyentes.
Como repiten las crónicas, la ciudad de Valencia se funda por Roma en el año 138 antes de Cristo sobre una superficie aterrazada del río Turia en la Hispania Citerior. El caserío se establece en una isla fluvial, un emplazamiento no tan extraño como hoy pueda parecernos: la propia Roma también lo está. A lo largo de la historia esta localización se demostrará vulnerable a los distintos riesgos hídricos.
La Valencia del pasado es una ciudad levítica y menestral. Rodeada por un cinturón agrario feraz y atravesada por hasta ocho acequias. La urbe y su huerta necesitan agua abundante. Carente de un muelle natural, la construcción de un puerto de nueva planta se demorará durante siglos, habilitándose ya en el siglo XIX. Valencia es, en fin, una urbe de emprendimientos y tradiciones, de talleres, mercado y comerciantes. En la ciudad de los siglos modernos, al menos hasta el XIX, las tormentas, los aguaceros, las lluvias persistentes, los desbordamientos del Turia, pero también las sequías pertinaces, suelen interpretarse como maldiciones bíblicas.
Los valencianos de siglos atrás conciben y padecen los desastres como puniciones divinas, como castigos que Dios manda a los naturales por los pecados cometidos. Justamente por eso, resulta habitual sacar en procesión a los patronos de las distintas localidades para obtener el perdón, con rogativas en las que pedir el cese de las lluvias torrenciales o persistentes. O para lo contrario: para superar una sequía que agosta y arruina los cultivos de esa huerta circundante. Por supuesto, esto no solo sucede en esa Valencia, sino también en tantas y tantas diócesis y parroquias de la cristiandad.
Una historia cultural de los desastres naturales debe contar con esas percepciones y representaciones colectivas, con las creencias más infundadas y arraigadas, esas a las que propios y extraños se aferran.
De 1321 a 1957 hay contabilizadas más de 20 avenidas letales: la primera en 1328, y las dos últimas en 1949 y 1957. Durante ese tiempo, la ciudad dispone de recursos para hacer frente a esa fatalidad periódica. Se crean instituciones administrativas, como la Junta de Murs i Valls, cuya misión es mantener adecuadamente las defensas. También se instituye la Fàbrica Nova del Riu a raíz de la catastrófica inundación de 1589. Su objeto es la construcción de pretiles a ambas orillas del río. La literatura no dejará de hacerse eco de ese y de otros desastres.
Afrontar desde la administración municipal las avenidas no impide sentirlas y padecerlas en términos bíblicos, literal y metafóricamente. El lenguaje religioso impregna la percepción de las calamidades naturales. Interpretar las periódicas y furiosas crecidas del Turia como una punición divina por la impiedad de Valencia nos remite directamente al Génesis. Nos remite, en fin, al Diluvio Universal, esa catástrofe con la que Yahvé castiga a una humanidad. Desde que ese relato se incorpora a la Biblia, la tradición judeocristiana revive y concibe la catástrofe como eso, como un castigo. Pero también como una forma de demarcar el curso del tiempo. Aún hoy hablamos de lo antediluviano para referirnos a épocas remotísimas.
No es extraño que alguna de esas reminiscencias perdure en la Valencia contemporánea. Y no sorprende que los naturales todavía tomemos las lluvias o los desbordamientos periódicos u ocasionales del Turia y otros ríos próximos como marcadores temporales, como la sucesión cuasi fatal de penalidades entre generaciones: antes y después de 1949, de 1957, de 1982. Sentimos la fiereza de las aguas y sus desbordamientos como una secuencia de penalidades. Son las lluvias torrenciales en Valencia, pero también son los aguaceros interiores, lejanos, que recoge el Turia hasta desbordarse catastróficamente antes de su desembocadura. Esta fatalidad vivida como tal ha sido y aún es frecuente.
Es frecuente, sí, pues entre los más viejos del lugar, de la huerta, hay memoria de dichas catástrofes. Y hay también lo que los historiadores llaman posmemoria: con ello aluden a lo que padres y abuelos relatan a sus descendientes para que quede recuerdo y vestigio de esos desastres, de la destrucción material.
Al menos de las avenidas más recientes del Turia o del Júcar (las de 1949, 1957, 1982) queda abundante material gráfico que nos hace ser copartícipes de lo que vivieron nuestros mayores. La catástrofe es un jalón, un vierteaguas que separa el tiempo e identifica hechos anteriores o posteriores a los desbordamientos. Quienes nacimos a finales de los años cincuenta, por ejemplo, fuimos advertidos una y otra vez sobre lo que las aguas podían provocar. De hecho, muchos no podemos dejar de pensar en las cosas que en la infancia y en la adolescencia nos decían nuestros mayores, concretamente sobre las riadas de 1949 y 1957.
A poco que tuvieran ocasión o viniera a cuento, nuestros padres repetían minuciosamente los testimonios que ellos mismos recordaban, las noticias del periódico, los avisos radiofónicos. Pero, sobre todo, describían la catástrofe. Y lo hacían por el espanto que nunca se quitarían del cuerpo. No trataban de atemorizarnos, sino de advertirnos: la suerte o la chiripa de estar vivos. O, en otros términos, la fatalidad que había caído sobre cientos de personas, de antepasados, y que podía volver a repetirse.
O no. Por ello, vivimos el Plan Sur (o Solución Sur) de los años sesenta como una obra casi prodigiosa de la ingeniería civil. Me refiero al desvío del Turia, que se ejecutó construyendo un nuevo cauce para cambiar el curso del río en dirección meridional a partir de un punto anterior a su ingreso en la ciudad. Varias generaciones crecimos, pues, con la narración del agua devastadora, con el relato del miedo a las tormentas del otoño valenciano. Y durante años, hasta 1982, no pocos vivimos fantasiosamente el futuro como un tiempo libre de avenidas. La pantanada de Tous fue nuestra dolorosa epifanía.
En la cultura local y en el refranero hallamos ecos de las riadas, de las inundaciones, etcétera, para ilustración de los naturales que cultivan la tierra o simplemente en Valencia tienen su arraigo. Abans de Sant Joan, pluja beneïda, després de Sant Joan, pluja maleïda, dicho popular que expresa el ciclo fatal de las lluvias torrenciales. O: A la vora del riu no faces niu, dicho popular que alude al barraquismo, al chabolismo, que tan frecuentes fueron, por ejemplo, en la Valencia posterior a la Guerra Civil: en el cauce del Turia, con un caudal de agua habitualmente exiguo se asentaban auténticos poblados o barrios de chabolas de inmigrantes pobres, que serían arrastrados por las crecidas del río en 1949 y 1957.
Las avenidas y desbordamientos también han tenido su eco en la cultura más refinada. Los hallamos como fuentes de inspiración literaria o como motivos, escenarios o fondos de creaciones artísticas. Ya lo rememoró Raimon en una de sus canciones que son evocación personal y referencia colectiva. Me refiero a su pieza Al meu país la pluja… (1984). “Al meu país la pluja no sap ploure, / o plou poc o plou massa, / si plou poc és la sequera, / si plou massa és la catàstrofe…”.
Pero hay más. Si nos limitamos al siglo XX, dos de los ejemplos más renombrados son la novela Entre naranjos (1900), de Vicente Blasco Ibáñez, y la pintura Amor de madre (1912-1913), de Antonio Muñoz Degrain. En ambos casos, podríamos decir, el novelista y el pintor sintetizan y condensan ciertas visiones de las catástrofes del siglo XIX.
Entre naranjos pertenece al ciclo de novelas valencianas de Vicente Blasco Ibáñez con explícita inspiración naturalista. Dicha obra probablemente contiene las mejores páginas de lo que es una riada o, si se quiere, el mejor ejercicio literario de los desastres naturales en tierras valencianas. Aquí, el emplazamiento corresponde a Alzira y el río que amenaza es el Júcar. Pero la descripción del desbordamiento sirve para reflejar la costumbre o la resignación con que se aceptaban estas aguas amenazantes a las que conjurar sacando en procesión al patrón o a la patrona.
“Las primeras lluvias del invierno caían con insistencia sobre la comarca”, mientras “la tierra rojiza de los campos obscurecíase bajo el continuo chaparrón”. Por su parte, “el río crecía. Las aguas rojas y gelatinosas, como arcilla líquida, chocaban contra las pilastras de los puentes, hirviendo como montones removidos de hojas secas”. Pero a pesar del riesgo, no pocos vecinos sólo parecían experimentar “una alarmada curiosidad”. ¿Para qué?, se preguntaban, si aquella inundación vendría a ser como todas las anteriores. Eso sí: la única preocupación era si en la Serranía de Cuenca llovía al mismo tiempo. “Si bajaba agua de allá, la inundación sería cosa seria”. De la despreocupación al pánico, los naturales que pueblan la novela acaban por pedir al patrón, sacándolo en santa procesión, encomendándose, pues, a la ancestral creencia: las lluvias torrenciales como un trasunto del Diluvio y, por tanto, como una maldición por la que penar.
Por su parte, Amor de madre es probablemente la pieza valenciana más sobrecogedora del paisajista Muñoz Degrain. En la pintura asistimos a un episodio catastrófico: una inundación que vemos in medias res. Nunca sabremos qué riada representa el pintor o en qué desbordamiento se inspira. Probablemente, esas preguntas son innecesarias, pues la pieza es la quintaesencia de una inundación con elementos avecindados fuera de tiempo: naranjas y, a la vez, árboles en flor.
La imagen ha quedado fijada para siempre en el lienzo e ignoramos qué sucede después. Sabemos, eso sí, la localización en la que se inspira. Sabemos que es territorio valenciano por los motivos representados: una barraca, unos naranjos, una noria. Pero lo más importante, entre otras cosas, es (permítaseme decirlo así) el mar de fondo. O, por mejor decir, el río con violentos remolinos, el curso alborotado de las aguas que arrastran lodo, en una escena en la que todo fluye con violencia. Más importante aún es la figura de la mujer que mantiene en brazos y con dificultad a su criatura. Es una madre coraje y la imaginamos con angustia extrema. El episodio es dramático, no sabemos si finalmente trágico.
Si avanzamos en el tiempo, quizá la última muestra del desbordamiento del Turia como fondo de una historia sea el filme Olvido (2023, producida por La Dalia Films). Se trata de un thriller dirigido por Inés París con guion de Fermín Palacios. Está ambientado en la Valencia de 1957, aquella que experimenta dos crecidas catastróficas. Al principio con imágenes filmadas de entonces y voz en off, y al final con fotografías que tienen leyendas sobreimpresionadas, el desastre se presenta como circunstancia quizá algo forzada. La intriga podría haberse desarrollado en otro tiempo y en otro contexto, pero la directora y su guionista muestran las avenidas del Turia y sus destrozos como una fatalidad a la que hacer frente.
Olvido Granell, la protagonista, es una joven reportera de Valencia al Día, el periódico local del Movimiento, que con el auxilio del sargento Caplliure averiguará prácticas y crímenes horrorosos. El ambiente es desolador y opresivo: no solo por el régimen político, sino también por la gravedad y crueldad de los delitos que se cometen en medio de la catástrofe. El futuro, no obstante, es esperanzador. De la premonición de desastre y de la fatalidad se puede escapar. Nuevamente vuelve la riada como metáfora (aunque pueda ser circunstancial), pero ahora a la directora le sirve para demarcar el pasado valenciano, un pasado doblemente sucio, del que sería posible emanciparse como sujeto y como mujer. La película acaba con unas imágenes de la riada de 1957, a modo de homenaje a las víctimas y a la ciudad, acompañada por “Cançoneta”, una pieza basada en una nana tradicional, compuesta por Juan Carlos Garvayo e interpretada por el Trío Arbós
Repasamos estos pocos ejemplos y recuperamos los vínculos culturales de los valencianos con las periódicas y letales riadas. Resignación y miedo se repiten, como se repiten y vuelven las aguas a sus cauces históricos. Pero el desastre de 2024, con un Plan Sur que felizmente apartó el Turia del centro de la capital librándonos de la amenaza, no es comparable.
Ni la historia, ni la tradición ni la modernidad han salvado a quienes perecen tras las lluvias torrenciales y las avenidas del barranco del Poyo o del río Magro, que nace en la sierra de Mira, entre Cuenca y Valencia. Son aguas que han enlodado mortalmente la vida cubriéndola de destrucción. La lengua no logra expresar el horror y al calificarlo de apocalíptico recurrimos al vocabulario religioso, a las metáforas consabidas, sabiendo ya, sabiendo además, que no hay patrón o patronos que poder sacar en procesión.
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