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El hortera y siempre siniestro imperio español

Falsear la historia en nombre del ocio es perverso, y eso sucede en ‘Malinche’, el musical de Nacho Cano, que, en formato de legitimación ‘kitsch’, se une a una serie de apologías del imperialismo hispano

Tribuna Pau Luque 17/10/22
Diego Mir

“¿Quién puede decir lo que sucedió entre Hernán Cortés y Malinche? Yo no sé si le llamaba churri, y tampoco me interesa averiguarlo”. Con este desparpajo respondió Nacho Cano a la periodista Isabel Urrutia, del diario La Voz de Galicia, cuando le preguntó acerca de la fidelidad histórica de Malinche, el musical estrenado en Madrid y que él dirige.

La obra es, según cuenta el propio Cano, una historia de amor entre la Malinche, una esclava indígena que hizo de intérprete para los conquistadores españoles, y Hernán Cortés. Malinche simbolizaría y celebraría no solo el mestizaje entre españoles y mexicanos, sino también el “encuentro” (las comillas son mías) entre dos culturas.

En la crónica del estreno que escribió Raquel Vidales para este periódico, señalaba que la Malinche “apenas tiene dos escenas habladas y le basta un segundo para enamorarse de Cortés”. Este papel marginal de la supuesta protagonista es aún más anómalo si tenemos en cuenta la retahíla de elogios con la que Cano ha regado la figura de la Malinche en las entrevistas de promoción del musical: poderosa, inteligente, con mucha personalidad, muy respetada. Y, puesto a buscar un equivalente contemporáneo, Nacho Cano ha dicho —redoble de tambores— que es Isabel Díaz Ayuso quien se le antoja como la Malinche de nuestros días, por ser, ambas mujeres, “una fuente increíble de energía”. Qué cacao. Pero es a partir de esta feria de disparates que uno puede intuir que, al concebir a la Malinche como una mujer inteligente finalmente rendida y dominada por un amor fulminante, Cano quiere hacernos saber cuál es el arquetipo de mujer con el que fantasea en su obra: poderosa pero sometida, inteligente pero muda.

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Todo lo dicho por Cano en estas últimas semanas ha sido grotesco, perturbador e hiriente. La historia entre Cortés y la Malinche no pudo ser una historia de amor mestizo porque, como explicó hace treinta años Rafael Sánchez Ferlosio en Esas Yndias equivocadas y malditas (Destino, 1994), el llamado amor mestizo tiene que darse en una relación de simetría de facto entre amantes de diferentes grupos y, sin tal simetría, el tan celebrado mestizaje no es nada más que una “violación étnica del vencido por el vencedor”. Tampoco hay indicios, según cuenta el historiador Matthew Restall en Cuando Moctezuma conoció a Cortés (Taurus, 2019), de que se tratara de una historia de amor: tras reconocer al hijo que le hizo, y poco tiempo después de la caída de México-Tenochtitlan (sobre cuyas ruinas se levantó la actual Ciudad de México) en 1521, Cortés descartó a la Malinche como intérprete y como subordinada sexual, entregándola a otro conquistador español. Una cosa es no juzgar las prácticas del pasado con los valores de hoy, idea solo en parte razonable y merecedora de unos cuantos matices; otra distinta es manipular la barbarie del pasado para convertirla en una romántica y alegre coreografía en 2022. Pero es que ni siquiera es cierto que el supuesto encuentro se diera entre dos culturas, porque, como recalca siempre la lingüista Yásnaya Elena A. Gil, lo que ahora llamamos México no existía, ni existe, como una única cultura. Por lo demás, las habilidades estratégicas de Cortés en la conquista de México-Tenochtitlan habrían sido, tal y como cuenta Federico Navarrete en ¿Quién conquistó México? (Debate, 2019), autoagrandadas hasta convertirse en la mentira fundacional y heroica con la que toda patria moderna fantasea.

Lo más perverso, sin embargo, no es el falseamiento de los hechos. Lo más perverso es el falseamiento de la historia en nombre del ocio —no de la ficción o de la imaginación artísticas, sino de algo mucho menos inocente: el ocio. Cano, dice, ha querido evitar el conflicto en Malinche; la suya es una obra de entretenimiento. Convertir en mera diversión y celebración la dominación de Cortés sobre una esclava como la Malinche —quien, si corrió mejor suerte que otros esclavos, fue más por ser una persona extremadamente inteligente y hábil que por magnanimidad imperial—, así como los primeros desmanes del imperio español en tierras mesoamericanas, es un síntoma de que los nuevos apologetas del imperio español (ya saben: Vox o la misma Díaz Ayuso) se están cargando de todo tipo de razones. Si con Imperiofobia y leyenda negra (Siruela, 2016), de María Elvira Roca, o Madre patria (Espasa, 2021), de Marcelo Gullo, obtuvieron la parte solemne de la racionalización del imperio español, con el musical Malinche los nuevos apologetas han accedido a la justificación kitsch y bailable del imperialismo.

El filósofo Gustavo Bueno hizo en su día una distinción aterradora. Según él, había imperios generadores e imperios depredadores. El español, a diferencia, por ejemplo, del británico, era un imperio generador. En el caso de Nacho Cano, Bueno llevaba toda la razón: el español le ha generado a Cano pingües beneficios a través de un musical que narra un episodio decisivo del imperialismo español y que, por lo que leo, se encaramará con agilidad a lo más alto de la ya de por sí alta torre de las horteradas españolas.

Es sabido que lo que más irrita a los apologetas del imperio español es la llamada leyenda negra, según la cual este era un imperio particularmente sanguinario, genocida y depredador. ¿Pero por qué deberíamos estar acomplejados, dicen los apologetas, si salvamos a todo un pueblo de la antropofagia y, por tanto, del infierno? ¿Por qué nos llaman racistas si nuestros antepasados no discriminaban a la hora de violar tanto a españolas como a indígenas? ¡Pero si somos prácticamente los primeros antirracistas de la historia! ¡Cómo pueden ser tan desagradecidos!

Esta racionalización es, en efecto, repugnante. Así que hubo que inventarse otra que fuera más digerible, una que fuera triunfante, una que fuera más afín al estilo de los musicales Broadway. Y esa versión vino de la mano, como no podía ser de otro modo, de las ruinas de la Movida madrileña. Es decir, del triunfante universo estético en el que reinó Mecano. La legitimación kitsch del imperialismo bueno tenía que proporcionarla Nacho Cano, uno de los padres de ese grupo musical. Sospecho que el éxito simbólico de Malinche será inquietantemente clamoroso.

Una parte del nacionalismo español acoge con entusiasmo todas estas infamias. Esto revela, a mi juicio, no tanto una reivindicación de la gloria del pasado imperial como el ansia por un presente imperial. Tampoco esto es una novedad. Para contrarrestar a quienes le criticaban por formar parte de la coalición que invadió Irak, Aznar dijo que esas críticas demostraban la pervivencia de los peores genes del derrotismo español. Pero lo que no logró Aznar apoyando sus pies sobre la mesa de trabajo de George W. Bush, tal vez lo esté logrando Nacho Cano con el mal gusto: si no puedes convertir una mentalidad derrotista en una vencedora, conviértela al menos en una horterada.

Contar y cantar con desenfado y cursilería las calamidades cometidas por el imperio es, en fin, la manera con la que algunos nacionalistas españoles intentan sacudirse sus complejos. Y ya se sabe que lo único más potencialmente siniestro que un nacionalista acomplejado es un nacionalista desacomplejado.

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