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columna
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Mujer con niño muerto

El cerebro hace conexiones que van desde lo más abstracto de la belleza hasta lo más duro y terrible de este mundo injusto

Mujer con niño muerto. Kathe Kollwitz, 1903.
Mujer con niño muerto. Kathe Kollwitz, 1903.

“Cuando uno pinta, está haciendo preguntas, una tras otra”, escribe John Berger en Tu turno. Habla también de aquello que arroja al ser humano a pintar, de la importancia del impulso, que se acaba imponiendo en fuerza y valor sobre la obra. Tu turno es un breve librito que contiene la correspondencia entre él y su hijo Yves, y en ella, ambos hablan de cómo se mira el mundo cuando pretende pintarse.

Leyendo a padre e hijo pude distanciarme durante algunas horas de mí y de mis absurdas dolencias, y pude apartar de mi cabeza lo terrorífico de nuestra actualidad. Aunque la guerra volviera a golpes mientras leía, destructiva, mortal, amenazante, aunque supiera que había caído en la trampa que yo misma me había tendido, padre e hijo me hacían menos dura la experiencia. “Muelo mientras nieva”, escribía Yves. Después explicaba que mientras fabricaba pintura blanca observaba el blanco de la nieve.

Los talleres de quienes pintamos están llenos de tubos y de frascos, y en muchos de ellos, el color de la miel (aceites, médiums, resinas) brilla en nuestras estanterías y resplandece en los tonos claros de nuestras obras. El blanco de Yves, según el propio autor, viraba más a pis que a miel, el blanco de la nieve detrás de la ventana era polvo de ángel. Una mujer embarazada cruzaba el campo blanco tendida sobre una manta roja a motas negras, una gran sandía polvorienta que cuatro soldados se apresuraban a sacar de un lugar que acababa de ser bombardeado. La mujer se sostenía la tripa con la mano.

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El cerebro empieza a hacer conexiones que van desde lo más abstracto de la belleza (abandonarme al ejercicio mecánico del oficio al que me dedico: moler pigmento, imprimar una tela, grapar el lino a un bastidor de madera), hasta lo más duro y terrible de este mundo injusto: mientras me colocaba en el cuerpo de Yves y sentía bajo mis manos la crema compacta de la pintura blanca, miraba con él a través de la ventana. También la nieve caía sobre Kiev. Veía la ciudad cómo si fuera un pájaro. No podía hacer nada para ayudar a quienes huían a través de una gran explanada blanca salpicada por terribles fuegos que quemaban casas.

Un niño caminaba lento y solo, asustado, encima de la nieve.

Hace poco más de un año di por concluida una serie de pinturas que agrupé en tres partes. La tercera parte era la más luminosa, decenas de pinturas blancas que se ordenaban del blanco más sucio al blanco más limpio, en muchas de ellas había boquetes sucios en el centro de la composición. Blanco pis, blanco miel. Blanco carne que acaba de perder la vida.

Sigo volando y veo un edificio claro con una gran mancha negra justo en el centro. Hay fuego en uno de los boquetes que unas horas antes fue una ventana. La imagen me recuerda a una de aquellas pinturas blancas. Yves Berger asegura que el pincel es una extensión de la mano, una sabe qué sucede en sus cerdas aunque no tenga nervios, cómo toca la tela que pintamos. Con un pincel podemos acariciar, apretar, agredir la superficie. Unos soldados empujan el cuerpo de una señora que ha tenido que meterse dentro de un carrito de la compra. Elegí, para el primer bloque de pinturas, pinceles de pelo suave planos como lenguas de gato. Acariciaba con ellos decenas de embriones con malformaciones que no pudieron llegar a nacer. Putin ha bombardeado un hospital materno-infantil. Pinté embriones con cola de sirena, con demasiados ojos, con órganos excesivamente grandes. Embriones que parecían pequeños pajarillos a los que todavía no les habían salido las plumas.

La segunda parte tuve que pintarla con las manos. “Las manos pintan, los ojos corrigen”, apunta Yves Berger. “Las manos pueden someterse a las decisiones de los ojos, pero, sin embargo, son libres. Y lo son porque el arte de la pintura depende de su libertad”. Un soldado acuna a un bebé y le acaricia la carita con la mano. Llega una mujer y coge al niño. Cae con él en el suelo. Lo abraza. Lo aprieta contra su pecho. Lo huele y llora.

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