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Nuestros recuerdos tienen la llave de nuestra superviviencia

Los hechos traumáticos o realmente emocionantes son como la salsa picante: logran que nos enderecemos y prestemos atención, cuenta el neurocientífico estadounidense Charan Ranganath, experto en plasticidad cerebral

Una mujer ucrania abraza a su hija recién nacida en el hospital de Pokrovsk, en Donetsk (Ucrania)
Una mujer ucrania abraza a su hija recién nacida en el hospital de Pokrovsk, en Donetsk (Ucrania), el 24 de enero pasado.ROMAN PILIPEY (AFP/GETTY IMAGES)

Conocí a L. C. mientras gestionaba las admisiones en el Hospital de Día de la Veterans Administration, un programa intensivo para pacientes ambulatorios destinado a los veteranos que atravesaban un momento crítico. (…) Le formulé una serie de preguntas para hacerme una idea de su estado emocional y sus escuetas respuestas me indicaron que no se sentía cómoda reconociendo ningún tipo de vulnerabilidad, y menos aún pidiendo ayuda a nadie. Que estuviera hablando conmigo en el hospital indicaba que se había quedado sin opciones. Me dijo que tenía siempre los nervios a flor de piel, que apenas dormía y que, cuando lo hacía, la desvelaban unas pesadillas espantosas. Había estado viviendo al borde del precipicio y tenía pensamientos suicidas. Yo sabía que no había participado en combate activo y no le gustaba demasiado hablar acerca del tiempo que pasó en la guerra, de manera que mi desafío consistía en ganarme su confianza para que me contara algunas de sus experiencias.

(…) Al final L. C. me reveló que la habían destinado a una unidad funeraria durante su despliegue en Irak. Su trabajo consistía en amortajar a los cadáveres de los soldados muertos para enviarlos de regreso junto a sus familias (…). L. C. describió de manera vívida el hedor a muerte en el ambiente y el espanto de haber tenido que manejar cuerpos descuartizados por artefactos explosivos improvisados. Desde que su misión había concluido y había regresado a casa, sentía una angustia permanente y la acechaban recuerdos recurrentes de los cadáveres de los soldados caídos. Al no haber presenciado los combates, ni a ella ni a la Veterans Administration se les había ocurrido que pudiera tener un trastorno de estrés postraumático (TEPT). Pero era evidente que sus vivencias en la guerra la habían expuesto a un trauma extremo. La tremenda intensidad de las emociones con las que L. C. bregó a diario durante su servicio no la dejaba vivir.

Me gustaría poder decir que la experiencia de L. C. era un caso aislado, pero la mayoría de mis pacientes en la Veterans Administration presentaba alguna forma de TEPT. Mientras que a muchos nos frustra nuestra incapacidad para recordar el pasado, las personas con TEPT acusan precisamente el peso de recordarlo demasiado bien. Experimentan su trauma de manera reiterada mediante ‘flashbacks’ y pesadillas. (…)

El TEPT tiene consecuencias tanto personales como sociales. Provoca altos índices de alcoholismo, drogadicción, desempleo e indigencia entre quienes lo padecen mientras intentan batallar con un trauma debilitante. El caso de L. C. es un ejemplo extremo, pero a muchos de nosotros nos afectan recuerdos angustiosos que nos acompañan y que pueden influir en nuestro ánimo, en nuestro pensamiento y en nuestras acciones presentes.

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Ese poder de influencia de las emociones en la memoria no siempre es negativo. La agitación emocional también funciona en sentido inverso. Piense en cuando conoció al amor de su vida o en el nacimiento de un hijo y notará la intensidad emocional que permea las vivencias más memorables. Pero ¿cómo y por qué tiñen nuestras emociones nuestro recuerdo del pasado? Y lo que es más importante, ¿cómo nos afectan experiencias emocionales pasadas en el aquí y el ahora? Como veremos, los mecanismos cerebrales para recordar lo ocurrido son distintos de los responsables de los sentimientos que afloran cuando recordamos, y esa distinción tiene importantes implicaciones para nuestra percepción del pasado y para las decisiones que adoptemos en el futuro

¿Por qué el recuerdo de nuestras experiencias emocionales más intensas, los momentos en los que nos hemos sentido furibundos, petrificados por el miedo o conmocionados al presenciar algo horrible, parece indeleble? La respuesta a esa pregunta es fundamental para entender por qué evolucionó nuestra capacidad para recordar: nuestros recuerdos tienen la llave de nuestra supervivencia.

Tal como hemos visto, el cerebro prioriza continuamente lo que considera importante y nos permite olvidar lo que no. De ahí que sea lógico que tendamos a recordar hechos asociados con emociones intensas. Pero eso es solo parte de la cuestión. Las emociones, los sentimientos conscientes que experimentamos en función de un sinfín de combinaciones de factores internos y coyunturales, son centrales para la experiencia humana, pero en sí mismas no son esenciales para nuestra supervivencia; sentirse un poco culpable o abochornado no va a poner un plato en la mesa ni un techo sobre nuestras cabezas. Más bien, esa influencia fundamental que las vivencias emocionales tienen en la memoria guarda relación con lo que el neurocientífico Joe LeDoux denomina “circuitos de supervivencia”.

Nuestras emociones, así como las acciones y decisiones en las que influyen, a menudo están modeladas por circuitos de supervivencia básicos del cerebro que nos motivan a evitar amenazas, hallar sustento y reproducirnos. Cuando estos circuitos se sobrecargan, acostumbramos a sentir emociones intensas, como euforia, lujuria, pánico, ansiedad o disgusto. Y es lógico que sean estas las experiencias que recordamos de manera más nítida. Nos conviene recordar los hechos que activan de manera intensa nuestros circuitos de supervivencia porque suelen proporcionarnos información valiosa que podemos usar en el futuro para protegernos, prosperar y reproducirnos. Quizá no habríamos sobrevivido como especie si a nuestros antepasados cavernícolas no les hubieran parecido memorables sus tropiezos con tigres dientes de sable.

Cuando un circuito cerebral de supervivencia se revoluciona, por ejemplo por el terror que provoca un encuentro cara a cara con un depredador o por la dicha de sostener por primera vez a un hijo recién nacido en brazos, el cerebro se inunda de neuromoduladores. Los neuromoduladores son sustancias químicas que influyen en el funcionamiento de las neuronas, si bien no se limitan a incrementar o reducir la actividad neuronal. Los neuromoduladores tienen efectos más complejos que modifican de manera fundamental cómo procesan las neuronas la información. Algunos neuromoduladores son como la salsa picante de unos tacos: cambian el sabor, añaden pungencia y nos hacen enderezarnos en nuestros asientos y prestar atención. Los neuromoduladores también propician la “plasticidad”, lo cual significa que posibilitan cambios significativos y duraderos en las conexiones internas de las asambleas neuronales que se activan cuando aprendemos algo nuevo.

La noradrenalina (también llamada norepinefrina) es un neuromodulador estudiado en profundidad que influye en nuestra manera de aprender y recordar. Probablemente haya oído hablar de la reacción de lucha o huida. Ante una amenaza, las glándulas suprarrenales nos movilizan a reaccionar bombeando adrenalina, que acelera la frecuencia cardíaca, la presión arterial y el ritmo respiratorio. A su vez, se libera noradrenalina en todo el cerebro. La adrenalina y la noradrenalina son las coprotagonistas químicas de la reacción de lucha o huida, pues potencian la sensación de agitación e inmediatez que experimentamos al hacer ‘puenting’ o al enzarzarnos en una discusión a gritos con un conductor que acaba de cortarnos el paso.

La psicóloga Mara Mather ha demostrado que la activación emocional incrementa nuestra capacidad de atención y potencia nuestra percepción de los aspectos destacados que son importantes o que sobresalen en algún sentido. De manera que esa activación influye en el resultado de las “elecciones neuronales” que determinan qué percibiremos canalizando recursos hacia los candidatos más sólidos.

Dado que la activación emocional limita aquello a lo que le prestamos atención, sería lógico pensar que cambiará lo que recordaremos y no solo con qué intensidad. Por ejemplo, si a una persona la atracan a punta de pistola, será el arma lo que capte su atención, posiblemente a expensas de fijarse en qué calzado lleva el atracador. Tal como aumentar el contraste de una fotografía hace destacar una información y envía otra a segundo plano, la noradrenalina realza el contraste de nuestros recuerdos y destaca los detalles más significativos.

Los efectos de la noradrenalina se prolongan incluso después de que el hecho emocionalmente intenso haya concluido. Durante unas horas, la noradrenalina detona un estallido de eventos en las asambleas neuronales que han permanecido activas durante el evento y activan los genes que fabrican las proteínas que acabarán por consolidar las conexiones entre esas neuronas para que el recuerdo se mantenga robusto con el paso del tiempo. Si presencia usted una atroz colisión de vehículos frente al supermercado del barrio, la liberación de noradrenalina estimulará cambios en las conexiones de sus células cerebrales para que su memoria de esa salida de hacer la compra se le quede más grabada que si hubiera salido de la tienda sin incidentes. Este es un motivo clave por el que resulta fácil olvidar experiencias más mundanas y, en cambio, tan difícil desprenderse de un recuerdo traumático: nuestro cerebro está diseñado para retener los eventos que nos han revolucionado, supuestamente porque recordarlos tiene un valor para nuestra supervivencia.

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