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LA CASA DE ENFRENTE
Columna
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El reloj del fin del mundo es una chifladura

Lo gracioso (y macabro) de nuestro momento histórico es que la ciencia y la tecnología (dicho de otro modo: el poder) parecen decididas a adueñarse del tiempo que debería ser de todos

El educador científico Bill Nye cerca del 'reloj del fin del mundo' este 23 de enero, en Washington DC.
El educador científico Bill Nye cerca del 'reloj del fin del mundo' este 23 de enero, en Washington DC.Jacquelyn Martin (AP Photo/LAPRESSE)
Nuria Labari

Les voy a contar un chiste que le gustaba mucho a Schopenhauer. Dice así: un hombre tiene el único reloj que va bien en una ciudad en la que los relojes de sus torres no están en hora. Solo él conoce la hora verdadera. El chiste de la historia está en esta breve pregunta. ¿De qué le sirve? Pues bien. Sucede que hoy tenemos otro chiste encima de la mesa. Desde 1947, un comité de científicos calcula simbólicamente el tiempo que falta para el apocalipsis y ajusta el llamado reloj del fin del mundo: este año ha fijado que estamos a 90 segundos. Es el mismo que el de Shopenhauer. La pregunta es ¿dónde está la gracia?

Pues bien, la broma de Schopenhauer la explicó otro filósofo alemán, Hans Blumenberg, en La inquietud que atraviesa el río, tal que así: “El núcleo de esta absurdidad no está en los que aparecen en la historia sino en el narrador de la historia que acepta que uno pueda tener la hora verdadera y todos los demás no. Olvida que una de las piezas definitorias de la idea de tiempo es su publicidad. No hay tiempos secretos, medidores del tiempo, tiempos individuales, relojes privados. Estas son regulaciones de la convención pública. El solitario poseedor de la hora verdadera en una ciudad en la que todos los relojes marchan mal no es un sabio, es un chiflado”. Es decir, que lo gracioso del reloj del fin del mundo es que aceptemos que puede existir un reloj cuyo tiempo ordenen de forma particular los miembros del Boletín de Científicos Atómicos. O sea, que el reloj del fin del mundo es una “chifladura”.

Lo gracioso (y macabro) de nuestro momento histórico es que la ciencia y la tecnología (dicho de otro modo: el poder) parecen decididas a adueñarse del tiempo que debería ser de todos. No puede existir un reloj de la humanidad cuyas horas dicten unos pocos y nos sorprenda cada año como si fuera un horóscopo, salvo en un mal chiste. Y aceptar que esa clase de tiempo pueda existir, aunque sea de forma tácita, es un peligro para la humanidad. ¿Debería existir también un reloj que pusiera en hora un comité de poetas? ¿Y por qué no un reloj de las mujeres? Mejor aún, construyamos el reloj de la inteligencia artificial. Un tiempo que no podamos compartir ni entender, pero que nos gobierne a todos. No es extraño que el poder quiera poner en hora nuestros relojes, porque el tiempo es quizá la forma más eficiente de control de las personas. Del mismo modo, no es extraño que Jeff Bezos invirtiera más de 40 millones de dólares en construir el reloj del largo adiós en su rancho de Texas, diseñado para funcionar durante 10 milenios sin intervención humana. Lo verdaderamente extraño es que alguien pueda pensar que un reloj puede funcionar sin intervención humana, es decir, sin someterse a su sentido público. ¿De qué serviría un solo reloj marcando dentro de mil años la hora verdadera? Pues eso.

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Llegados a este punto, nada parece más urgente que recuperar el tiempo compartido. Uno donde ni la tecnología, ni la ciencia, ni las ideas particulares (por brillantes que sean) puedan “apropiarse de la hora”. Eso y dejar de construir relojes privados, pues convierten el tiempo en poder hasta extinguirlo, por cuanto aniquilan su condición pública. Con todo, la broma del reloj del fin del mundo debería animarnos a poner en hora todos los relojes. Al fin y al cabo, la humanidad necesita hacerlo para que el futuro pueda empezar.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.
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