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El niño que miraba las estrellas: así se forja un premio Nobel

El galardonado con el Nobel de Física de 2012, el francés Serge Haroche, sostiene que hablar de la curiosidad, y de lo que la propicia, es esencial en un momento en que el veneno de la posverdad cuestiona los principios de la ciencia

Exhibición sobre la nariz y los olores en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático 2022, en París.
Exhibición sobre la nariz y los olores en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático 2022, en París.Hemis (Alamy Stock Photo)

Desde hace unos años, me suelen formular la siguiente pregunta: “¿Por qué se hizo investigador? ¿De dónde viene su pasión por la ciencia?”. Cuando hablo a estudiantes de secundaria o universitarios, no hay ocasión en que no me lo pregunten, algo que no ocurría cuando era más joven. En mis conferencias de hace una veintena de años, quienes me escuchaban estaban más interesados en mi investigación que en mis motivos. La edad y los honores que la han acompañado son la causa de estas interpelaciones recientes. No las rehúyo, sino que procuro responder con la mayor honestidad y precisión de las que soy capaz, porque la cuestión, más allá de lo que a mí respecta, es interesante. ¿Por qué nos hacemos investigadores? ¿Qué representaba la ciencia hace 60 años para un joven que se lanzaba a esta aventura?

Recordar los años de mi infancia y adolescencia ante un auditorio de jóvenes que viven en un mundo muy distinto del de aquella época es un ejercicio algo nostálgico, pero también estimulante. Con frecuencia, el debate que se suscita me demuestra que, a pesar del tiempo transcurrido, la curiosidad de la juventud sigue siendo la misma. Nuestro conocimiento fundamental sobre el universo y la vida ha aumentado de forma considerable, los medios con que contamos para instruirnos y recopilar información sobre el mundo son inmensamente más potentes hoy día, pero el entusiasmo que detecto en los ojos de los jóvenes que me escuchan y en sus preguntas no es muy diferente del que me motivaba cuando yo tenía su edad. Solo que el mundo en el que crecen ellos es más complejo, más difícil de comprender, que aquel en el que tuve la suerte de vivir.

Durante el periodo de los Treinta Gloriosos de mi juventud reinó, a pesar de la Guerra Fría y los sobresaltos de la descolonización, la esperanza de que el mundo se encaminaba hacia un futuro de progreso y de civilización cada vez más avanzada e ilustrada. Los jóvenes que se sentían atraídos por la investigación encontraban con mayor facilidad que ahora los caminos que les permitían ejercer su pasión. La confianza en el conocimiento aún no se había visto socavada por el veneno de la posverdad que hoy arremete contra los propios principios de la ciencia. Malraux había anunciado que el siglo XXI sería indudablemente religioso, pero nosotros no nos lo acabábamos de creer y yo jamás habría podido imaginar que hoy viviría en un mundo tan irracional, donde el creacionismo goza de buena salud y una proporción nada despreciable de la población piensa que la Tierra es plana o que las vacunas son peligrosas.

Desde luego, los estudiantes que me interpelan no creen en estas bobadas, pero se trata de auditorios selectos, dispuestos a escucharme y a compartir los valores del método científico. Es crucial que dichos valores no sean privativos de una minoría educada frente a una masa que duda o que se deja influir por las mentiras. Nuestra sociedad tiene más necesidad que nunca de ciencia, y hablar de la curiosidad en general y de la curiosidad científica en particular, así como de aquello que la propicia, es una cuestión esencial. Este es el mensaje que intento transmitir a quienes vienen a escucharme.

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Les hablo de los avances hacia el conocimiento cuya historia me ha fascinado y de aquellos de los que he sido testigo desde hace más de medio siglo. Con ello, espero mostrarles la belleza de la labor científica y la fuerza de sus valores. Cuando les hablo de ciencia, me siento impelido a recordar lo que es la verdad científica, una noción sutil y en evolución. Es esta búsqueda a tientas de la verdad, que atraviesa periodos de dudas y de recelos, pero también de esplendorosos momentos de exaltación y triunfo.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué me hice investigador? Desde que tengo memoria, siempre me atrajeron los números y me apasionó hacer mediciones. Recuerdo, siendo muy niño, haber contado los azulejos de la pared del cuarto de baño y los adoquines del patio del colegio. Medía la longitud de la diagonal de un cuadrado o un rectángulo y la comparaba con las de sus lados. Estaba haciendo trigonometría sin saberlo. La idea de clasificar objetos a partir de medidas precisas también me llevó a rellenar una tabla con la lista de los metales, ordenados de menor a mayor densidad, del ligero aluminio al pesado uranio. En aquella época no había internet ni Google, y saqué todos estos datos de un Pequeño Larousse ilustrado. Desde mi más tierna infancia, siempre me encantó medir, clasificar y comparar. La geometría también me apasionaba. Enseguida empecé a trazar círculos con compás y elipses sujetando un cordel con dos clavos, que tensaba con ayuda de un lápiz. Desde los 11 o 12 años, me fascinó el número pi. Recuerdo verlo escrito en una de las paredes del Palais de la Découverte, que visitaba con asiduidad, donde sus decimales formaban una larga espiral.

Que esta secuencia se prolongase hasta el infinito, sin que pudiera detectarse en ella ninguna regularidad ni repetición, me fascinaba. ¿Cómo éramos capaces de determinar esta sucesión de cifras con precisión infinita, mientras que mis medidas, obtenidas a partir de las figuras que tan torpemente trazaba, solo me decían que pi, la relación entre la circunferencia y el diámetro de un círculo, era algo mayor que 3?

El misterio de este número iba aún más allá. En el Palais de la Découverte había un experimento interactivo que me intrigaba. Consistía en lanzar una aguja al suelo y contar el número de veces que caía entre dos listones. El cartel explicativo que lo acompañaba indicaba que, si la aguja tenía una longitud igual al grosor de los listones, la probabilidad de que aquello sucediera era igual a 2 sobre pi, en torno a un 64%. Y los visitantes sucesivos, presionando un botón, efectuaban un lanzamiento cuyo resultado se añadía a las estadísticas, que se mostraban en un contador. El valor de pi, que se obtenía tras varias decenas de miles de lanzamientos, daba el número con dos o tres decimales exactos. Me intrigaba que eso se pudiese determinar mediante un experimento como este, y empecé a concebir la noción de probabilidad y a vislumbrar su relación con las matemáticas. Al volver a casa, a veces repetía el experimento con un puñado de lápices, que lanzaba sobre el parqué de mi habitación. No fue hasta mucho tiempo después cuando logré convencerme mediante un razonamiento de que el valor de pi y las propiedades del círculo desempeñaban efectivamente un papel en el cálculo de la probabilidad de que los lápices tocasen dos listones al mismo tiempo.

El planetario del Palais de la Découverte enseguida me atrajo hacia la astronomía. Recuerdo la bóveda estrellada recorrida por el ballet de los zigzagueantes planetas y los amaneceres recortando la silueta de los monumentos parisienses que había representados en la base de la cúpula del planetario. El astro hacía que las estrellas se fuesen apagando mientras una música triunfal acompañaba la nueva aurora y los espectadores salían deslumbrados, tratando de acostumbrarse poco a poco a la luz del día.

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