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El color del Madrid de Maruja Mallo

La pintora de la generación del 27 se mudó a la capital con solo 20 años, donde se convirtió en una referencia del Surrealismo

Maruja Mallo en una calle de Madrid, en 1983.
Maruja Mallo en una calle de Madrid, en 1983.Raúl Cancio

Salvador Dalí la definió como “mitad ángel, mitad cangrejo”; Rafael Alberti destacó su “cara de pájaro”; Gómez de la Serna la llamó “brujita joven”. Lo cierto es que la pintora Maruja Mallo —seudónimo de Ana María Gómez González— era demasiado peculiar para pasar desapercibida. De baja estatura, mirada aguda, original hasta el límite de la extravagancia; consiguió abrirse paso en el mundillo artístico de un Madrid en el que las mujeres aún debían conformarse con un lugar secundario en la sociedad.

Nacida en Vivero (Lugo) en 1902, hace hoy 120 años, se mudó con su familia a Madrid en 1922. Se instalaron en un edificio de la calle Fuencarral, esquina con Divino Pastor, conocido por ser el escenario de un mediático crimen que acaeció en 1888, en el segundo izquierda del número 109 de dicha calle —en la numeración actual, el 95—. La viuda de Varela, una mujer célebre por sus obras de caridad y, curiosamente, nacida también en Vigo, fue hallada muerta en una habitación cerrada, cubierta de trapos rociados de petróleo y ardiendo.

La familia de Maruja Mallo no duró demasiado tiempo en el inmueble; se trasladaron a la calle del Reloj y, poco después, a Ventura Rodríguez 3. Maruja enseguida ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ubicada desde 1773 en el Palacio de Goyeneche, en Alcalá 13. También se matriculó allí uno de sus hermanos que, con el tiempo, se convertiría en el reconocido escultor Cristino Mallo, autor del monumento dedicado a Eugenio D’Ors —frente al Museo del Prado— y de la Fuente de los Delfines de la Plaza de la República Argentina. Cristino, encuadrado en la llamada Escuela de Madrid, sería uno de los renovadores de la estética de posguerra.

Maruja Mallo (izquierda) y Josefina Carabias, en 1931.
Maruja Mallo (izquierda) y Josefina Carabias, en 1931.GUILLERMO DE OSMA

En la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando conoció Maruja al pintor Salvador Dalí y, a través de él, a su pandilla de la Residencia de Estudiantes, entre quienes se encontraban Federico García Lorca y Luis Buñuel. Su fecunda amistad originó anécdotas tan memorables como la protagonizada por ella misma, Buñuel, Lorca y la también pintora Margarita Manso, que Maruja recuerda así: “Un día se nos ocurrió […] quitarnos el sombrero porque decíamos que parecía que estábamos congestionando las ideas y, atravesando la Puerta del Sol, nos apedrearon llamándonos de todo”. Y es que el sombrero en aquella época, sobre todo para las mujeres, era un complemento imprescindible y quitárselo simbolizaba un acto transgresor, casi vandálico. Aquella anécdota daría lugar, muchos años después, al nombre con el que se conoce hoy al grupo de mujeres artistas vinculadas a la generación del 27: las Sinsombrero.

Musa del Surrealismo

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Precisamente a través de Lorca conoció Maruja al poeta con el que vivió una intensa e intermitente relación sentimental: Rafael Alberti. A finales de mayo de 1925, ambos asistieron a un recital que Lorca celebró en el Palacio de Cristal del Retiro con motivo de la inauguración de la Exposición de Artistas Ibéricos. Alberti, gaditano residente en Madrid, acababa de ganar el Premio Nacional de Poesía por Marinero en tierra. Los unió una pasión desmedida por el arte y sus primeras citas tuvieron lugar en el Museo del Prado. Comenzó así una relación fructífera para ambos desde el punto de vista artístico. Maruja diseñó la escenografía de algunas obras teatrales de Rafael. Además solía ilustrar sus poemas y él se inspiraba frecuentemente en los cuadros de ella para escribir. Compartían ideas y proyectos, temas y planteamientos. Compitieron en un “concurso de blasfemias” celebrado en el Café de San Millán, en la Plaza de la Cebada, y ganó Maruja.

La obra de Mallo 'Chuflillas de El Niño de la Palma, Joselito en su gloria, seguidillas a una extranjera' para ilustrar tres poemas de Rafael Alberti.
La obra de Mallo 'Chuflillas de El Niño de la Palma, Joselito en su gloria, seguidillas a una extranjera' para ilustrar tres poemas de Rafael Alberti.Maruja Mallo

Se internaron en el Surrealismo, reflejado en la serie de Verbenas de Mallo: cuatro cuadros de 1927 que ofrecen una visión satírica y vitalista de algo tan tradicionalmente español como la verbena —se cree que puso inspirarse en la de San Isidro o San Antonio de la Florida—. También en el famoso cuadro de 1929 El espantapájaros, con el que se introdujo en un mundo sombrío de cloacas, muerte y seres en descomposición.

También en 1929 Alberti escribió sus dos poemarios más surrealistas: Sobre los ángeles y Sermones y moradas, cuyas imágenes podrían ser transcripciones de las obras de Mallo. El tono atormentado es testimonio de la relación que llegaba a su fin. En el poema La primera ascensión de Maruja Mallo al subsuelo, Rafael hace un peculiar retrato de la pintora: “Tú, / tú que bajas a las cloacas donde las flores más flores son ya unos tristes salivazos sin sueños / y mueres por las alcantarillas que desembocan a las verbenas desiertas / para resucitar al filo de una piedra mordida por un hongo estancado, / dime por qué las lluvias pudren las horas y las maderas. / Aclárame esta duda que tengo sobre los paisajes. / Despiértame”.

Uno de los cuadros de la serie 'Verbenas', de Maruja Mallo.
Uno de los cuadros de la serie 'Verbenas', de Maruja Mallo.

Mientras, Maruja conquistaba Madrid. En 1928, Ortega y Gasset le ofreció los salones de la Revista de Occidente para organizar una exposición a la que acudió la flor y nata del panorama artístico madrileño. Para entonces, su estilo podía encuadrarse en la Escuela de Vallecas, el grupo surrealista liderado por el pintor Benjamín Palencia y el escultor Alberto Sánchez que se inspiró en los paisajes descarnados del extrarradio madrileño y defendía una vanguardia con raigambre española. Mantuvo un efímero romance con otro conocido poeta ocho años menor que ella: Miguel Hernández, a quien rompió el corazón.

Su fama se fue extendiendo por toda Europa. El inicio de la Guerra Civil la empujó a un exilio que duró veinticinco años y, en 1962, regresó a Madrid como una pintora consagrada internacionalmente. Tras la muerte de Franco, comenzó a ser reivindicada con fuerza. Para la Movida madrileña, fue un referente, gracias a su aspecto excéntrico y su espíritu rompedor. Y así fue hasta su muerte en 1995. Luis Antonio de Villena la describió así: “No muy alta, el rostro convertido en una máscara de maquillaje, y naturalmente teñida, la anciana ilustre se paseaba, algo retadora, y con sempiterno y desvencijado abrigo de pieles”. Maruja jamás quiso pasar desapercibida: a su paso, teñía la ciudad de colores nuevos y transgresores. Descifrarlos es perderse en sus obras.

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