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Carmen Vela, la mujer que dibujó con una flauta su mejor autorretrato

La compositora, directora de escuela musical y antigua activista de izquierdas define con ‘Camina’ un jazz “optimista y positivo”

Carmen Vela Camina
La flautista y compositora Carmen Vela en la escuela de música El Molino en Madrid.Aitor Sol

Carmen Vela es flautista de jazz y compone música sin palabras, pero, a lo que se ve, su obra la delata. Cuando sus mejores amigas, que ni pertenecen al gremio de la música ni están muy familiarizadas con el lenguaje jazzístico, escucharon su primer álbum solista, Camina, le formularon una conclusión tan categórica como sorprendente: “Suena exactamente igual a como eres tú”.

El padre de Carmen, el eminente crítico de música clásica Juan Ángel Vela del Campo, quizá no se habría permitido una definición tan laxa y etérea en uno de sus artículos. Pero la aludida, hija única, se sintió muy halagada con el piropo. “Me gusta que mi música me defina también como persona, y creo que Camina es la banda sonora de una mirada amable hacia la vida”, anota con desparpajo reflexivo desde el aula magna de El Molino de Santa Isabel, la escuela de música contemporánea que regenta desde hace más de una década. Allí, en la esquina con la calle de San Cosme y San Damián, en la antigua fábrica que durante décadas acogiera los históricos Curtidos Baranda, se respira una mezcla de arte, esfuerzo y quietud. Un buen reflejo, bien pensado, del carácter de su dueña e impulsora, con medio millar de alumnos dispuestos a zambullirse en los estilos más dispares sin las viejas rigideces pedagógicas de los conservatorios.

Camina es una obra instrumental, ya lo decíamos, pero tiene mucho de tratado. Incluso de hoja de ruta. Nació entre los dedos de Carmen durante lo más crudo del confinamiento, como una manera de erguir la mirada y dirigirla hacia más allá de las sombras, que entonces eran densas y lo abarcaban casi todo. “A mí no me atrae nada ese tópico del creador torturado”, avisa, armada siempre de una positividad y sentido práctico que le otorgan casi tanta inmunidad como el ARN mensajero. “La certeza y la incertidumbre no me llenan para componer. Escribir significa, en mi caso, extraer de mí una fuerza interior”.

El sosiego y la fortaleza. He aquí, tal vez, la fórmula, un leit motiv que a esta madrileña de 42 años le viene casi de serie. Es decir, de cuna. Cosas de nacer en una casa donde sonaba música sin descanso y se conocía mundo a cada rato; bien porque hubiera que acompañar a papá por los festivales de mayor ringorrango en el circuito, bien porque mamá, empleada en Iberia, obtuviera billetes para descubrir latitudes remotas a precios irrisorios. Fueron años pletóricos, emocionantes y, sobre todo, muy plácidos. Hasta que, claro, irrumpió el más desestabilizador de los factores: la adolescencia.

“Soy una mujer esperanzada porque me crie en un ambiente en el que se relativizaban los problemas y se solucionaban los conflictos mediante el debate, sin criticar a nadie ni pegar gritos”, describe. El suyo era un entorno de personalidades tranquilas, uno de esos hogares en los que la primera frase al llegar a casa, lejos de cualquier formulación imperativa, era un afable “¿Qué tal te ha ido todo?”. Carmen se matriculó por libre en piano desde los siete años y escuchó centenares, miles de obras clásicas que el gurú Vela del Campo analizaba con empeño minucioso en todas las versiones posibles. Era una vida perfecta. “Pero la música clásica, en ese punto de inflexión de los 15 años, dejó de servirme como referencia de vida”, asume.

Y en ese momento sucedió que el jazz entró en tromba en sus oídos, en sus días y noches, hasta en su torrente sanguíneo. En todo. 27 años después, le complace corroborar que esa excitación interior no ha dejado de corretearle por las venas.

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“Siempre había sido una chavala inquieta y el jazz sirvió como desencadenante de mi gran revolución interior”, enfatiza. “Era emocionante percibir que no existían caminos preestablecidos, que nos convertíamos en aprendices de la calle y de la noche. No había tratados ni manuales, solo la transmisión oral y los discos”. ¿Y no habría sido más sencillo romper el cordón umbilical paternofilial con el filo de unas buenas guitarras eléctricas, por ejemplo? “No puedo hablar sobre rock, pero por puro desconocimiento”, se excusa. “Quizá sea una música tan propicia como el jazz para la rebeldía, pero no lo sé: no he llegado a sus entrañas. Vida solo hay una, y yo, entre el jazz, Brasil, el flamenco y el folclore latinoamericano, ya tendría para estudiar a lo largo de siete…”.

La música como revolución personal

No vivirá siete vidas Carmen Vela, salvo inesperado designio divino, pero tiene muy claro el empeño de disfrutar muy intensamente de esta que nos ocupa. Por eso le gusta ser resolutiva: escuchar a sus compañeros de banda, igual que al profesorado de la escuela, pero no dejarse envolver por debates interminables y divagaciones poco prácticas. A la música de Camina le sucede lo mismo: es hermosa y escueta, va al grano. “Cuando orillé la clásica por el jazz”, recuerda, “también dejé apartado el piano y elegí la flauta porque era ligera, te permitía ser tú sola, hacía que me sintiera libre”. Le molesta que haya quien la vea todavía como un instrumento de connotaciones femeninas, frente a otros acompañantes de la big band, como la trompeta o el contrabajo, que el imaginario colectivo asocia sin querer con intérpretes varones. “Los 500 alumnos de El Molino se dividen entre hombres y mujeres a partes iguales”, presume. “Hemos avanzado mucho, sin duda. El problema es que en el apartado de la dedicación profesional todavía estamos lejos de la paridad”.

Ella no elevará la voz; eso, nunca. Pero hablará muy claro, dispuesta siempre a enarbolar la bandera de la música como revolución personal y detonante de una mejor calidad de vida. No es habladuría: de veinteañera y hasta hace no tanto, predicaba estas hondas convicciones por la vía de los hechos y del compromiso social. Experimentó de cerca, por ejemplo, todo el movimiento político en torno al Patio Maravillas, aquel efervescente espacio okupa promovido hace algo más de una década en suelo malasañero. “Enseñábamos música clásica, instrumental y coral, a los artífices del centro autogestionado. Era estimulante comprobar cómo aquellos chicos, mal sentados y con una litrona entre las manos, acababan emocionándose con las obras de Purcell o con recitales de Haendel para piano y flauta”. Y no solo eso, avisa tomándose su tiempo para sonreír. “En un intento de desalojo, con las lecheras policiales cercándolo todo, sacamos unos altavoces para ponerles el Lacrimosa de Mozart a toda pastilla. Fueron experiencias muy reconfortantes…”.

Algunos de aquellos jóvenes okupas, avisa Vela, hoy ocupan sillones de responsabilidad en las instituciones. Y ella, que conste, se congratula. “Todos hacemos política, en mayor o menor escala”, matiza. “Yo ahora no estoy en primera línea del activismo, pero aporto mi granito de arena con los valores que priman en mi escuela o con cuáles son las condiciones que se ofrecen a los profesores. A la postre, todo es debate, camino y lucha”. ¿Camino, dijimos? Carmen Vela mira de reojo la portada de Camina, donde el dibujo de una flautista avanza, decidida, mientras una cinta anaranjada deja a su paso una estela, y sonríe por vez última antes de la despedida. Va a ser verdad eso de que su música es el mejor de los autorretratos.

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