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El peligro que corre Hollywood al olvidarse de la clase obrera

Mientras estudios como Marvel o Disney abrazaban la diversidad étnica y sexual en sus nuevas producciones, los grandes estudios han apartado casi por completo de sus tramas y procesos creativos a las clases más bajas.

Hollywood
Cinta Arribas
Miquel Echarri

Lo afirma el escritor y periodista Pedro Vallín en su provocador ensayo ¡Me cago en Godard! En contra de las apariencias (y del sentir dominante entre la cinefilia europea más erudita), es el cine comercial de Hollywood, no las películas de autor italianas, francesas, alemanas o españolas, el que promueve una agenda social progresista, empática con los más débiles, comprometida con el cambio social. A los discípulos de Jean-Luc Godard parecen interesarles mucho más las fantasías narcisistas y solipsistas de una cierta bohemia masculina de clase alta. Así, es a Hollywood, la gran factoría del espec­táculo y el goce, adonde hay que acudir en busca de cumbres del cine social, rupturista y progre como Las uvas de la ira, La lista de Schindler, V de Vendetta, ­Elysium, Joker, Cowboy de medianoche o El show de Truman.

A juzgar por una serie de artículos recientes, son legión los intelectuales estadounidenses que comparten este punto de vista. Es más, la facción conservadora considera que se ha llegado demasiado lejos, que el Hollywood “de izquierdas” se ha embarcado en una deriva peligrosa al abrazar de manera cada vez más resuelta la agenda woke, es decir, la apuesta por la diversidad étnica, sexual y de género. El último objeto de controversia en este sentido ha sido la película de animación Spider-Man: Cruzando el multiverso, un blockbuster que ha arrasado, superando los 500 millones de recaudación en todo el mundo. La más exitosa de las producciones de Marvel recientes presenta a un hombre araña afrolatino, una Gwen Stacy comprometida con el colectivo transexual, un Spider-Man alternativo hindú que vive en un híbrido entre Bombay y Manhattan y una Spider-Woman motera, embarazada y empoderada.

Tal y como explica Aleks Phillips en Newsweek, este canto a la diversidad desmiente el célebre adagio “Go Woke, Go Broke” (es decir, “hazte woke y arruínate”). Los impulsores de esta tesis auguran a Disney un apocalipsis comercial si no renuncia cuanto antes a su apuesta por la agenda inclusiva y diversa. Phillips afirma: “Un núcleo de mileniales muy activo y beligerante en las redes promueve el boicoteo de las ficciones que ellos perciben como demasiado politizadas y alejadas, en consecuencia, de la lógica del entrenamiento puro”. Pero sus “torpedos digitales” no sirven, al parecer, “para hundir transatlánticos como el nuevo Spider-Man”. Y eso que una encuesta reciente de Redfield & Wilton apunta a que el 63% de los estadounidenses rechaza el cine con “agenda política woke”, un porcentaje que roza el 70% entre los menores de 35 años, el público natural de Disney o Marvel.

La cuestión es compleja y admite muchos matices. Aunque al último Spider-Man no le haya pasado factura su vitola de ficción progresista, alguna otra, como Strange World, sí ha acusado el impacto de las campañas en redes, con réditos por debajo de las expectativas iniciales. Otras, como Super Mario Bros, se han convertido en símbolo de la resistencia al imperativo de la corrección política, y eso ha reforzado su éxito en Estados Unidos.

Sin embargo, el elefante en la habitación, según afirman analistas como Alyssa Miller (nada que ver con la modelo del mismo nombre), es la diversidad de clase social. Y no tanto en las ficciones como en el conjunto de ese conglomerado industrial y humano que describimos como Hollywood. En un suculento artículo en No Film School, Miller denuncia que el clasismo, el nepotismo y la filosofía de casta han convertido la industria cinematográfica estadounidense en “el coto privado de una élite cada vez más estrecha y más desconectada de la realidad de la gente común”. En la era de los nepobabies (gente como Maya Hawke, Lily-Rose Depp y demás hijos de una aristocracia de artistas ricos y famosos que deciden seguir los pasos de sus padres y heredan, de entrada, sus agendas de contactos), ya no queda sitio para advenedizos de clase obrera. Y una industria que tiende a excluir a la clase obrera de sus castings, sus equipos técnicos y sus puestos ejecutivos, argumenta Miller, tarde o temprano acabará reflejando de manera exclusiva el punto de vista de la casta socioeconómica dominante, por muchas mujeres, homosexuales y miembros de minorías étnicas que integre. El problema, según afirma el redactor de Hollywood Reporter Stephen Galloway, es que “las inercias clasistas de los grandes estudios” son tan sólidas que esa contradicción ni se percibe: “Si Hollywood se posiciona contra Donald Trump y presenta un grado mayor de diversidad sexual, étnica y de género, seguirá siendo progresista según los estándares estadounidenses, por mucho que abrace sin disimulo los valores de la élite”.

Un ejemplo es cómo fue recibida en su día la última ganadora del Oscar, Todo a la vez en todas partes. Para analistas conservadores como John DeVore o Brian Viner, se trata de una ficción woke porque la protagoniza una mujer empoderada, presenta como personajes positivos a una joven homosexual y un hombre alejado del rol tradicional masculino y adopta el punto de vista de una minoría, la comunidad asiático-estadounidense. “Precisamente esas características”, en opinión de Lisa Laman, redactora de Collider, “contribuyeron a la extraordinaria popularidad entre la cinefilia progresista”. Miller insiste, pese a todo, en un detalle sustancial que la mayoría de los comentaristas (los estadounidenses, no los europeos) omiten: más que inmigrantes culturalmente diversos, los protagonistas son una familia de clase obrera, y su precario acomodo en la pirámide socioeconómica explica mucho de lo que ocurre en la pe­lícu­la. Donde unos ven razas, géneros e identidades sexuales, otros detectan esa presencia ausente en gran parte de la tradición intelectual norteamericana: la guerra de clases.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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