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ENSAYO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

De la gran ilusión al desastre sin remedio: cómo la ciencia ficción imaginaba ayer el futuro y cómo lo hace hoy

En los cincuenta, la ciencia ficción solo le veía bondades a lo tecnológico porque se creía que lo iluso y opulento del momento duraría para siempre. Hoy, el género imagina un futuro sin futuro porque el presente es hostil

Ciencia ficcion
'La carretera' (2009), filme basado en una novela de Cormac McCarthy.Photo12 / Archives du 7eme Art / AFP / Contacto (Photo12 via AFP / Archives du 7e)
Laura Fernández

En 1963, Philip K. Dick inventó, para el futuro lúdico radiactivo de su curiosísima Los jugadores de Titán, un tipo de coche comprensivo. Se trata de una de las menos conocidas sátiras galáctico-paranoides de Philip K. Dick, en la que la realidad se desdobla. Tiene una versión aparentemente fascinante —aquí la cosa tiene que ver con unas extrañas partidas de cartas intergalácticas— que esconde una horripilante verdad. En el caso de Los jugadores de Titán, lo que está pasando en realidad es que apenas quedan seres humanos por más que ellos crean que siguen por todas partes. Las criaturas de Titán se están haciendo pasar por ellos. La virtualidad de todo lo que dejó escrito Philip K. Dick, la poca fiabilidad de la realidad, describía no únicamente su principal característica —desde pequeño sufría de paranoia—, sino también el alma de un mundo dividido en dos, el mundo dividido en dos de la época, que imponía a cada una de sus partes una realidad muy distinta. Ajá, la Guerra Fría. Que su literatura se considere hoy visionaria tiene que ver con la forma en que aquel mundo se espeja en el polarizado e inestable presente contemporáneo. Microrrealidades aparentes, fake news, el mando en manos de un ente no necesariamente político, ni siquiera de este mundo: el marciano anticipando el algoritmo. ¿Y cómo encaja en todo eso el coche comprensivo?

Toda distopía, toda ciencia ficción especulativa, se proyecta hacia el futuro para ensayar, en un entorno en el que todo sea controlable por el autor, aquello que no funciona, o aterra, en el presente. Así, como siempre comenta Margaret Atwood: el futuro no es más que otro mundo en el que todo es posible y en el que no es la realidad la que manda, sino tú, el que escribe.

El cambio que se ha producido desde la época en que la tecnología era vista como algo que podía, si no salvarnos, sí hacer de nuestra vida algo más cómodo, tiene que ver con lo que ocurría en el mundo en el tiempo en el que la obra en cuestión estaba siendo concebida. Así, mientras Dick dudaba de lo que veía porque, ideológicamente, la sociedad era una superposición de capas, no podía evitar anticipar que las máquinas iban a liberarnos de algún tipo de peso y, a la vez, sufrir con nosotros. El coche que lleva a casa al señor Garden en la primera página de Los jugadores de Titán no solo vuela —he aquí algo de lo que la ciencia ficción ha dejado de hablar en tiempos recientes: coches voladores—, sino que le entiende. Entiende que haya bebido más de la cuenta y, puesto que quiere que llegue sano y salvo a casa, se presta a conducir por él. Por supuesto, el coche habla. Se dirige a él de lo más educadamente.

Una escena de la película 'Fahrenheit 451', basada en la fábula distópica publicada en 1953 por Ray Bradbury.
Una escena de la película 'Fahrenheit 451', basada en la fábula distópica publicada en 1953 por Ray Bradbury.Universal (Getty Images)

Que en la llamada edad de oro de la ciencia ficción, que empezó en los años cuarenta y se alargó hasta prácticamente el volantazo de los setenta, aquello que se escribía —nada había destronado aún a la novela como reflejo del mundo— tuviese algo de sense of wonder, esto es, celebrase los logros científicos y lo único que temiese de ellos fuese su uso, decía mucho sobre lo que estaba ocurriendo. Los electrodomésticos estaban facilitando las cosas, ¿y quién no querría imaginar de qué forma podía, todo aquel avance, facilitarlas aún más en un futuro nada lejano? Por supuesto, había quien temía, como Ray Bradbury, que artilugios como la televisión nos devorasen el cerebro. Su Fahrenheit 451 tiene tanto de apocalipsis bibliófilo como de premonición al respecto de lo que las pantallas podían acabar por sustituir. Hay un momento en la novela que plagió, o bien homenajeó, Regreso al futuro, la película de Robert Zemeckis que recogió todos los tópicos ilusorios de ese bienintencionado futuro perfecto: la televisión habla con el televidente, y no está alojada en la pared, es la pared en sí misma. Bradbury fue más lejos e imaginó que esa televisión, y lo que en ella veías, sustituía tu vida y a tu familia, y era tu propio mundo. ¿No era una protovida virtual?

Los escritores de la época, empezando por Isaac Asimov, el inventor del robot, y de la ética del mismo, sus famosas reglas —el ser humano creyendo aún que podía contener el progreso—, habían visto de qué forma Julio Verne había imaginado cosas y esas cosas se habían hecho realidad, y ellos querían hacer lo mismo. Verne había imaginado que el hombre pisaba la Luna, y ¿acaso no había deseado la humanidad poder hacerlo y se había puesto en marcha para lograrlo después de leerlo? Así, Bradbury imaginó que llegábamos a Marte en Crónicas marcianas, pero el triunfalismo de la hazaña, en su caso, alertaba a la vez de lo alienante del Nuevo Mundo —eso que en los años cincuenta se avecinaba, el turbocapitalismo—, y de lo peliagudo de ese tipo de poder —el poder invadir un planeta—, invocando el fantasma del colonialismo. Por entonces, se diría, aún se creía en la política, o en algún sentido del deber, en un mando capaz de lo peor que podría, sin embargo, elegir hacer el bien. Hoy eso ha cambiado por completo. Una parábola filosófica como Los desposeídos, de Ursula K. Le Guin, no tendría ningún sentido en la actualidad, cuando el totalitarismo del mercado ha abolido no sólo la posibilidad de toda ideología —o la elección de algo distinto—, sino la propia idea de una gestión que escape a la lógica del más fuerte.

Que el futuro se vea hoy desde el género como algo marchito, sin esperanza y sin, por supuesto, nadie al volante —toda idea de política en la ficción distópica contemporánea, de las novelas de Cory Doctorow a los capítulos de Black Mirror, en manos del algoritmo, en manos de los datos— no está más que incidiendo en aquello que va mal en el presente. Lo que incluye, y en primer término, el clima y el fin de la civilización tal y como la conocemos. Lo valioso de un fenómeno como The Last of Us —que, no olvidemos, fue videojuego antes que televisión, fue ficción interactiva, aquella que mejor y antes está haciéndose cargo de ese futuro no tan lejano, ¿o cómo explicar el acierto de The Horizon al describir un retrofuturo en absoluto descabellado, pues lo vimos durante la pandemia, durante nuestra ausencia del mundo, en el que las ciudades son ruinas sobre las que la vida salvaje se abre, otra vez, camino?— es precisamente eso. Ampliando el efecto de La carretera, de Cormac McCarthy, e incluyendo el desastre climático que anticipan las novelas de Kim Stanley Robinson. Aunque se diría que Robinson es aún en exceso optimista: sitúa las migraciones hacia el norte por lo insoportable de la vida en el sur desértico de la Tierra a partir de 2140. Eso hace en Nueva York 2140. Y aún se va más lejos en 2312, la novela que le valió el Premio Nébula.

Imagen de la película 'Ready Player One', dirigida por Steven Spielberg en 2018, basada en la novela homónima publicada por Ernest Cline siete años antes.
Imagen de la película 'Ready Player One', dirigida por Steven Spielberg en 2018, basada en la novela homónima publicada por Ernest Cline siete años antes.COLLECTION CHRISTOPHEL © Warner Bros (Contacto) (- / ContactoPhoto)

Pero no es habitual que la ficción especulativa contemporánea se aleje tanto en el tiempo. El futuro es tan cercano hoy que a veces ni siquiera es futuro —en The Last of Us es espantoso presente—, y lo tecnológico ha dejado de celebrarse: se presenta como una especie de placebo, un arma de distracción masiva que evite contemplar cómo todo se derrumba —como en Ready Player One, de Ernest Cline— y mantenga la ilusión de algún tipo de microorden al gusto —el que se da en toda burbuja de opinión: El Círculo, de Dave Eggers—.

Hay culpa en el adulto que sabe que no está dejando nada al niño que crece, o ya lo ha hecho —y ahí se vuelve a lo visionario de La carretera o, sobre todo, The Last of Us—, y una sensación, poderosísima y con aspecto de abismo, de fin de fiesta. De ahí que J. G. Ballard —que pensó en todo, incluido el cambio climático, en novelas como El mundo sumergido— sea el escritor que mejor represente a la vez el presente y el futuro imaginado desde el presente. Su literatura es una oda a la idea misma del fin de fiesta, marcada como estuvo por, primero, una casa con infinidad de sirvientes —su padre era un reconocido diplomático—; luego, un campo de concentración cuando Shanghái fue ocupado por los japoneses durante la II Guerra Mundial, y, más tarde, la inesperada muerte de su mujer —aún joven— durante unas vacaciones en Alicante, que le dejó a cargo de sus tres hijos, entonces aún apenas unos niños. Toda la destrucción que contiene la literatura de Ballard explica, de alguna forma, el presente. Tuvimos demasiado, fuimos felices y ya no queda nada. El coche comprensivo de Philip K. Dick no va a ofrecerse a llevarte a casa, porque no hay lugar alguno en el que puedas sentirte ya, en ese futuro inmediato, sano y salvo.

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Sobre la firma

Laura Fernández
Laura Fernández es escritora. Su última novela, 'La señora Potter no es exactamente Santa Claus' (Random House), mereció, entre otros, el Ojo Crítico de Narrativa y el Premio Finestres 2021. Es también periodista y crítica literaria y musical, y una apasionada entrevistadora de escritores y analista de series de televisión.

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