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Descubriendo Las Hurdes, un museo sin puerta de entrada ni de salida

Un recorrido por la zona más desconocida de esta comarca montañosa de Extremadura, un lugar azotado por los incendios y los estereotipos, pero también tierra de olivos, limones, vinos de pitarra, sierras y miradores

Las Hurdes Extremadura
Vista del meandro del Melero con la Sierra de Béjar al fondo (Extremadura).Gonzalo Azumendi (Getty Images)

Dibujada por sus valles, humedecida por sus siete ríos y enclaustrada en el norte de Extremadura, limitando con la Sierra de Gata, Tierras de Granadilla y la Sierra de Francia (Salamanca), la comarca de Las Hurdes pide la vez para conocer su verdad, su tiempo, su vida. Con 479 kilómetros cuadrados, representa el 2,4% de la superficie total de la provincia de Cáceres. En la actualidad, aquí viven 6.000 habitantes repartidos en 40 núcleos de población. Alberga una sabiduría doliente cosida por una fuerte melancolía y un dialecto con influencia clara del asturleonés. La dureza ancestral y atávica en medio de un paraíso, un Edén con manzanas y pecadores inocentes.

Decía Miguel de Unamuno, “si en todas partes los hombres son hijos de la tierra, en Las Hurdes la tierra es hija de los hombres”. Chorros y alquerías, mieles y cabras, pastores y leyendas, folclore, brujas y cristianos… Esta comarca del norte de Cáceres es un crisol desordenado con difícil acceso al turista, al tiempo, al espacio. Aún es posible ver en Aldehuela (en extremeño L’Aldegüela), una pedanía de Pinofranqueado, a las mujeres acudiendo a la iglesia para tocar la campana en señal de auxilio por un problema o una pérdida. Personas con una cierta espontaneidad y recelo del progreso. Estampas en blanco y negro como la de El Gasco (una alquería de Nuñomoral), atravesado por pastores con sus rebaños custodiados por esa típica arquitectura vernácula, una construcción de piedra y pizarra seca, sin argamasa. Asentada sobre la tierra, es una metáfora de la dureza de sus habitantes ante el látigo iracundo de la naturaleza, de la política, el devenir y el rigor del clima.

Panorámica de la villa de Pinofranqueado, en la comarca de Las Hurdes, en la provincia de Cáceres.
Panorámica de la villa de Pinofranqueado, en la comarca de Las Hurdes, en la provincia de Cáceres.LOT MARTIN (Getty Images/iStockphoto)

Si bien es cierta la disminución de esta simbiosis entre casas seculares y campo, aún hoy quedan algunas en Aceitunilla, La Horcajada, Riomalo de Arriba, Asegur, Ovejuela o el propio Gasco, con su imponente subida al Chorro de la Meancera, un salto de agua impresionante de 100 metros de altura, perfecto para los amantes del senderismo. No lejos de allí aparece Martilandrán, bañada por su río Malvellido, que crea accidentalmente piscinas naturales confundidas entre la espontaneidad de los huertos, el ruido relajante y placentero de las aves y las obras eternas de arquitectura que resaltan el gran ingenio de la gente: paredores, bancales, terrazas, además de cortijos o puentes para reorganizar una limitada naturaleza. Ahí emergen el de Los Machos en Ovejuela o el de Cambrón, perdidos entre aves rapaces como águilas y buitres; entre coles, espárragos silvestres, níscalos o árboles frutales de todo tipo. Entre el cielo y el infierno, Las Hurdes es un museo sin puerta de entrada ni de salida. Sus diques son las montañas y su techo es la Luna. Hubo vida en la prehistoria, y por allí pasaron romanos y árabes.

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Sí es cierto que ha llegado el turismo slow a Las Hurdes. Pese a su difícil situación geográfica —está más cerca de Portugal que de Navalmoral de la Mata—, el meandro del Melero con la Sierra de Béjar al fondo, localidades como Caminomorisco o Pinofranqueado, donde se encuentra la sociedad corporativa Apihurdes para comprar miel local, así lo atestiguan.

Chorreón del Tajo, en la localidad de Caminomorisco.
Chorreón del Tajo, en la localidad de Caminomorisco.LOT MARTIN (Getty Images/iStockphoto)

Lo que no llegó es la verdad aún. Y para impedirlo tuvieron mucho que ver Luis Buñuel con su documental Las Hurdes, tierra sin pan (1933) o el libro Caminando por las Hurdes (Antonio Ferres y Armando López Salinas, 1960), catalogado, sin embargo, como uno de los mejores ejemplos de literatura de viajes de los sesenta del pasado siglo. Así lo explica el hurdano Anselmo Iglesias en Las Hurdes. Paraíso olvidado, un manual descatalogado y escrito hace casi 40 años, un libro que solo se puede adquirir precisamente en quioscos de allí, en ese enjambre misterioso, bello y desconcertante que es hoy día Las Hurdes. Violento, humilde, grácil y vanidoso.

El segundo apellido de Anselmo —Expósito— le delata: era hijo de un bastardo que los hospicios de la zona daban a las familias hurdanas para que estas, a cambio de exiguas cantidades económicas, los cuidaran como su fueran suyos. Él condena en su libro el salvajismo y la fantasía con que Buñuel retrató su comarca, concretamente donde rodó la cinta: Martilandrán, El Gasco, Fragosa, las montañas o el río Malvellido.

Sí reconoce el analfabetismo, el hambre, los problemas higiénicos o sanitarios, incluso el cretinismo que hubo, pero no la animalización del individuo. “Buñuel les daba vino gratis para conseguir la espontaneidad que tanto necesitaba para la película. Se manipuló al hurdano, tratándole con despego y muy poca sensibilidad. Se buscó el impacto público. Por no hablar de los animales… Una cabra no cae por el disparadero si no la disparas; a un burro no le pueden matar las abejas cuando va cargado de colmenas. La apicultura es secular en Las Hurdes. ¿No va a saber un burro trasladarlas?”. Esas y otras reflexiones plantea de una tierra —condenada a ser autosuficiente— sumida ahora en una vorágine de clichés que dificultan su comprensión. ¡Anselmo en su defensa esconde agravio!

Asociado a Las Hurdes aparecen términos variopintos y contradictorios: esoterismo, magia negra, ovnis, cruces de Jesús, gente ruda y noble, tierra árida, vegetación profusa. Hombres como si fueran lobos y animales —incluso perros— como si fueran bestias. Inteligencia supina, capacidad de supervivencia, autenticidad, ritos tribales y ancestrales, desconfianza… Hoy no se sabe la verdad, pues se balancea entre esta polaridad eterna que enfrentó al forastero con el hurdano. Sucedió así desde el periodo árabe, cuando la comarca era mancillada arbitrariamente por La Alberca, que contaba con la gracia de Granada (siglo XIII). Las Hurdes, dolor y alma. Ayer, hoy y probablemente mañana.

El rey y la religión

Tierra de olivos, limones y vinos de pitarra. De picos, sierras y miradores como el de La Pregonera. En la comarca emergen La Aceitunilla, Las Mestas con su iglesia Nuestra Señora del Carmen, Riomalo de Abajo o las ruinas del convento de los Ángeles. Además, la impactante cascada de Ovejuela (el chorrituelo, 50 metros de altura), todo un himno al agua. Un paraíso perdido e hipnótico. Latente y cada vez menos oculto. Accesible desde la propia pedanía —con fachadas de piedra, ventanas pequeñas, tejados de pizarra y calles empedradas—, se alcanza mediante un recorrido asfaltado y perfectamente señalizado desde el convento. La otra opción es atravesar el bosque de pinos tomando el viejo camino de Robledillo. Idóneo para excursionistas más aventureros y salvajes.

Pasado y presente se confunden aquí. O no, al menos para Iglesias. “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. El hurdano no está obligado, puesto que aquí no existe ninguna constancia escrita. Fue la Iglesia quien redactó los primeros datos ciertos”. Datos que acabarían, así, con otro prejuicio de su gente, catalogada siempre como salvaje, seres sin religión, “dejados de la mano de Dios”. Y es que por allí pasó Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, y ya nada fue como antes.

Fue una región muy cristiana y, según su biógrafo contemporáneo, trató por todos los medios evitar la endogamia. “De hecho, ante la disminución de la población femenina, se llevaron niñas en lactancia desde los hospicios de Ciudad Rodrigo, Plasencia y Cáceres”. Así lo recoge el libro en su intento de devolverla al lugar correspondiente. Sin ínfulas divinas ni retóricas sensacionalistas. Contando la durísima cotidianeidad sin tergiversar nada.

Porque sí. Sí hubo paludismo, bocio, cretinismo y hambre. Lo atestiguó el doctor Marañón en su viaje de 1922, que precedió al del rey Alfonso XIII poco más tarde. El monarca —intentando comprender bien el problema— visitó los tres valles, y pueblos como Rubiaco, Horcajada, Arrofranco y Arrolobos, antes de llegar a Vegas de Coria, donde se paró a comer a orillas del río Hurdano. Quedó fascinado por esas montañas inaccesibles, cubiertas de tupidos matorrales de brezo y jara, y por una gastronomía que ya apuntaba a la realidad actual: muy rica, a base de embutidos, cabrito, verduras y castañas con leche. De aceitunas y aceite, cerezas y pimentón, licor de madroño o peces de río.

Alfonso XIII visita Las Hurdes (Cáceres), en compañía del doctor Gregorio Marañón (detrás), en 1921.
Alfonso XIII visita Las Hurdes (Cáceres), en compañía del doctor Gregorio Marañón (detrás), en 1921.

Ha pasado mucho tiempo. Cuando el escritor italiano Carlo Levi escribió Cristo si è fermato a Eboli (Cristo se paró en Éboli, 1945), habló del sur italiano en los años treinta, donde descubrió una civilización muy antigua (los primeros datos de Las Hurdes se remontan al Calcolítico y tiene grabados rupestres), unos agricultores amantes de su tierra y con dificultades para el progreso. Las Hurdes ya no son pobres y, aunque ha sufrido una importante deforestación, no es la agreste y la sacudida Lucania de hace un siglo. Ni siquiera se le parece, aunque tampoco tenga tren.

Anselmo Iglesias habla de la carencia de historia, anhela una historia escrita sin agravios hacia Las Hurdes, asociada siempre al fenómeno de la licantropía (transformación del hombre en lobo). Quizás todo o nada sea mentira. Quizás, a este lugar hermético le falte un Nuevo Testamento cuando Cristo decida proseguir su viaje. De momento optó por detener el tiempo allí para saber si alguien miente o nadie dice la verdad.

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