Así es El Cuyo, el último y colorido pedazo de paraíso del golfo de México
Este pueblo de pescadores es una anomalía en uno de los mares más deseados del planeta, probablemente el último baluarte en la península de Yucatán que no ha caído aún en las garras del desarrollo turístico. Playas de aguas transparentes, flamencos y salinas teñidas de rosa enamoran a quien lo visita
Son las seis de la mañana y paseo por la playa de El Cuyo. Si algo se le puede agradecer al jet lag es que al menos te haga abrir los ojos a horas en las que normalmente los tienes bien cerrados. Ni el sol ni el calor parecen corresponderse con esa hora. Eso mismo debe de pensar una tortuga recién nacida que en su frenética carrera hacia la vida se le hizo de día. Atrapada en una pequeña maraña de algas y agotada de dar frenéticas brazadas, la rendición es cuestión de minutos. Con mi mano la acerco hasta el mar, donde recupera su instinto vital y comienza tímidamente a mover sus pequeñas aletas. En su elemento todo es más fácil, y en unos segundos se pierde entre la espuma de las suaves olas que rompen en la orilla. Si todo va bien, esta tortuga se convertirá en un ejemplar adulto que, si es hembra, regresará en 30 años a esta misma playa a desovar.
Las posibilidades de que esta tortuga sobreviva para hacer su viaje de vuelta son casi tan escasas como que a su regreso encuentre esta misma playa virgen. El Cuyo es una anomalía en uno de los mares más deseados del planeta. Este pequeño pueblo del Estado mexicano de Yucatán se sitúa justo en el lugar en el que el Caribe aún domina al golfo de México y le impone su tonalidad turquesa. También es, probablemente, el último baluarte en la península de Yucatán que no ha caído aún en las garras del desarrollo turístico, que promete paraísos al mismo tiempo que los destroza. Su salvoconducto es su situación privilegiada, dentro de la Reserva de la Biosfera Ría Lagartos, en la intersección donde confluyen las aguas del Golfo de México y del Caribe y rodeado de lagunas costeras donde anidan los flamencos rosados. Su vecino más cercano, a tan solo 40 kilómetros, es la isla Holbox, un paraíso que en solo unos años ha sucumbido a los excesos de una explotación turística poniendo en riesgo su delicado ecosistema.
El Cuyo no quiere ser el próximo Holbox. Sus habitantes miran con recelo lo que ha ocurrido a sus vecinos del Estado de Quintana Roo, y aseguran que aquí no pasará. “Valoramos demasiado nuestro estilo de vida y nuestra comunidad y no nos vendemos”, cuenta Alfonso, mientras desenreda sus redes enmarañadas por la faena de la noche anterior. Y es que la manida expresión de “pueblo de pescadores”, a menudo usada en folletos promocionales para describir lugares que hace años renunciaron a batirse con el mar, es totalmente cierta aquí. En El Cuyo trabajan 691 pescadores, un 45% de la población de la localidad. Además, la industria de procesado y venta de productos del mar ocupa a muchas de las mujeres del pueblo. El grueso de los ingresos del pueblo siguen siendo derivados de la pesca y no del turismo. Los hoteles frente a la playa son establecimientos familiares y casitas de madera. El único cajero automático se instaló en 2022 (funciona a veces) y los cortes de luz son moneda habitual. Fuera del perímetro del pueblo, el asfalto brilla por su ausencia y los caminos son pistas de arena de playa.
Marta y Matías fueron los primeros extranjeros en establecerse en El Cuyo; era 2009. Tres años después, la naturaleza virgen y las condiciones perfectas de viento (de noviembre a agosto) les convencieron para abrir una escuela de kytesurf y un coqueto hotel, el LunArena, asomado al mar. Saboreando una cerveza y un cuenco de guacamole en las mesas de madera del local, Marta reflexiona sobre la contradicción de querer conservar el lugar que amas tal como está y, a la vez, contribuir con tu trabajo en turismo a que el lugar cambie. Me reconozco en esa tesitura escribiendo como periodista de viajes sobre un lugar que merece ser contado, pero como visitante, preferiría mantener en secreto. “Evitar que nada cambie es una utopía”, asegura Marta. “Lo que sí es posible es que sea la gente de aquí la que decida cómo se hace el cambio”, añade.
En este mismo espíritu se inscribe también el nuevo hotel de estética minimalista Dos Mares, recién abierto por Matías. En su roof terrace, una pequeña alberca invita durante el día a refrescarte del calor, y por la noche, a zambullirse en la propuesta gastronómica del chef Pedro Evia, en el restaurante FUM. Gracias a la casi ausencia de contaminación lumínica se tiene a las estrellas como compañeras de mesa.
Si uno llega hasta El Cuyo es porque le gusta la naturaleza. La mejor forma de explorarla es con un guía local a bordo de un vehículo todoterreno para sortear pistas y bancos de arena. Nada más iniciar el camino se deja a la derecha el cementerio del pueblo con pequeños panteones de tejados azules y amarillos, sobre los que dormitan varias iguanas. Aquí, en la Reserva de la Biosfera Ría Lagartos, se encuentra la mayor zona de anidación del flamenco rosa, llegándose a juntar colonias de más de 25.000 ejemplares en su época de reproducción en junio. La pista de tierra está flanqueada por la ría a un lado y el mar al otro. Cada parada es una oportunidad de zambullirse en un mar precioso, templado y turquesa del que cuesta salir. En la playa, los restos de los nidos excavados por las tortugas carey y las tortugas blancas en la arena recuerdan quiénes son los verdaderos dueños de estos entornos vírgenes.
Retomando la pista, llegamos hasta Las Coloradas, un pequeño puerto famoso por sus lagunas salineras naturales teñidas de un color rosa intenso por la concentración de sal. La magia de Instagram (o el maleficio, según se mire) ha puesto el color de este lugar en el mapa y hasta aquí se acercan turistas llegados desde Valladolid (a dos horas de aquí) únicamente para añadir a su perfil una foto con likes garantizados. Retomamos el camino de vuelta para disfrutar de otros rosas más íntimos en los plumajes de los flamencos que van apareciendo en pequeños grupos sobre las lagunas.
Es la hora de comer y la oferta se divide entre lo auténtico y lo más auténtico. En Pescadería Doña Martha, en la cocina de leña, en el patio de su casa, el pescado recién comprado a los pescadores en el muelle se limpia y se fríe enfrente del comensal. Para hacer boca, un delicioso ceviche de pulpo o camarones. Los fines de semana, varios puestos de comida callejera rinden homenaje al puerco con tacos de cochinita pibil y bocadillos de lechón. Otra opción más chic e igualmente sabrosa es el recién abierto Café Laguna, en plena plaza del pueblo, que en sus pocos meses de vida se ha convertido en el lugar de referencia para desayunos, brunchs y comidas ligeras. Pita de falafel con tabulé de coco, enchiladas y posiblemente el mejor café del pueblo. El turquesa de sus ventanales añade un tono más al Pantone de una plaza donde las fachadas de las casas están decoradas con coloridos murales de vegetación tropical y flamencos.
Hasta la fachada de la comisaría está cubierta por murales. Cuando el sol empieza a bajar, los colores del pueblo alcanzan su momento de gloria y el pórtico de la iglesia se tiñe de un intenso tono terracota. A su lado, un grupo de niños ensayan bailes tradicionales con una bandeja con vasos y botellas en equilibrio sobre sus cabezas, manteniendo una postura impecable. Otros niños dan vueltas en bicicleta a la plaza, mientras que sus padres y abuelos toman el fresco sentados alrededor de un quiosco de música.
De camino al muelle para ver el atardecer, los columpios del chiringuito de madera y cañizo La Playita invitan a hacer una parada y saborear un polo de fruta natural o una michelada. Ya en la playa, el día se va apagando igual que amaneció, en calma y sin estridencias. A la hora de la cena, el olor a leña del Zapote Bar Asador es un excelente rastro a seguir. En otro local, El Chile Gordo, una mesa comunal para ocho comensales propone un recorrido a través de la gastronomía regional mexicana en un viaje de ocho tiempos. De vuelta al hotel a lomos de un desconchado mototaxi, con la brisa del mar en la cara y el olor a sal marina en el aire, si uno cierra los ojos inhala el paraíso.
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