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El cero que une a Oriente y a Occidente

Tanto en matemáticas como en filosofía el vacío hunde sus raíces en el subcontinente indio. El acercamiento a esta idea tan abstracta tardó en expandirse

Tablilla con texto matemático del siglo XIV antes de Cristo.
Tablilla con texto matemático del siglo XIV antes de Cristo.De Agostini (GETTY IMAGES)

Nuestra vida está construida hoy a base de ceros. La integración del cero como elemento matemático supuso el desarrollo fundamental del cálculo, la evolución de la física, la ingeniería y mucha de la tecnología moderna, gracias al sistema binario. Usado en diferentes procesos, es el pilar sobre el que se ha desarrollado algo tan básico y necesario hoy como la informática, Internet y las redes de comunicación global. Pero su uso, e incluso la concepción del mismo, no siempre fue del interés de la sociedad occidental.

Un estudio publicado por la Universidad de Oxford en 2017 situaba la primera huella del cero en un tratado matemático indio del siglo III. Tenía, eso sí, forma de punto. Explica el profesor Marcus du Sautoy: “La creación del cero como número por derecho propio, que evolucionó del símbolo del punto como marcador de posición encontrado en el manuscrito Bakhshila, fue uno de los mayores avances en la historia de las matemáticas. Ahora sabemos que fue a partir del siglo III cuando los matemáticos indios plantaron la semilla de la idea que luego se convertiría fundamental para el mundo moderno”.

Este hallazgo confirma el interés que en el subcontinente indio ha habido por este número. Sirvan como ejemplo los astrónomos y matemáticos hindúes Aryabhata y Brahmagupta (nacidos en el 476 y 598, respectivamente), considerados los primeros en describir formalmente el sistema de valor decimal moderno y las reglas de uso del símbolo del cero. Otra muestra de este interés puede hallarse en el templo Chaturbhuj, dentro del fuerte de Gwalior —ciudadela construida en el siglo VIII en Madhya Pradesh— donde uno de sus muros luce, esculpido en piedra, el número 270: la representación del cero más antigua conocida.

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Tan fascinante como el descubrimiento de su origen es el misterio de por qué el cero no fue utilizado antes en matemáticas. Su concepción fue anterior a que surgiese en el sur de Asia, pero no tenía el mismo uso. Cabe apuntar que en matemáticas es importante diferenciar entre el cero como marcador de posición y el cero numérico. En el primer caso, el símbolo marca la ausencia de. Un ejemplo: 502 no es 52. Mientras que en el segundo caso, el cero representa la ausencia de elementos: ganar 2 monedas y perder 2 monedas hace que el jugador se quede con 0. Sin monedas. Con nada.

Su uso como marcador de posición ha existido desde hace miles de años. Según Robert Kaplan, profesor en Harvard, el primer rastro documental de ello se remonta a hace 5.000 años con la civilización sumeria (también en la cultura maya de forma independiente). De la antigua Mesopotamia, relata Kaplan, el cero viajó al imperio de Babilonia y a India a través de los griegos (en cuya cultura hizo una aparición tardía y solo ocasional mientras que no hay rastro de él en los romanos). Desde India, hacia Oriente y Occidente, donde los mercaderes árabes lo trajeron. Tras muchas aventuras y oposiciones, el símbolo fue aceptado, el concepto floreció y el cero adquirió un significado mucho mayor que el de marcador de posición; porque ha jugado un papel vital en la matematización del mundo.

Aunque no son exactamente lo mismo, el cero matemático y la noción filosófica de la nada están estrechamente relacionadas. El doctor Peter Gobets, secretario de la Fundación ZerOrigIndia, organización holandesa que investiga los orígenes del dígito, explica en un artículo que “el cero matemático (shunya, en sánscrito) puede haber evolucionado de la filosofía y concepción de la nada oshunyata —la doctrina budista-hindú de vaciar la mente de impresiones y pensamientos—”.

El vacío y la nada han tenido un papel fundamental en la concepción de los mitos que preceden a la creación del mundo en todas las civilizaciones. Pero su aceptación no es la misma en Oriente y Occidente. El reto que supone entender la noción del vacío queda reflejado en la Biblia (Job 28:4) cuando Dios pone a prueba una vez más las virtudes de su sufrido seguidor preguntándole: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la Tierra? Házmelo saber si tienes inteligencia”. Incluso ahora, nuestras desarrolladas teorías físicas sobre el Big Bang tampoco consiguen aproximarnos filosófica y mentalmente al inicio último del vacío, aunque las matemáticas nos permitan generar números de la nada.

En Occidente, el discurso del existencialismo de mitad del siglo XX es el que más ha debatido sobre la nada y sus implicaciones vitales. Pero en ningún caso ha supuesto el acercamiento y, sobre todo, la aceptación que en Oriente se tiene de una idea tan abstracta y, a la vez, presente en nuestras vidas. Durante milenios, yoguis y sadhus (ascetas) del subcontinente indio han usado y usan la meditación paravaciar la mente de pensamientos terrenales fútiles con el objetivo de aceptar una vida finita y lo inabarcable de la existencia. Esta filosofía también ha quedado en su método científico, y así, mientras los matemáticos de la antigua India se obsesionaban con los números gigantescos contando hasta trillones, los griegos pararon hacia el 10.000.

El escritor Devdutt Pattanaik hace una de las mejores representaciones de la distinta percepción e importancia que tienen el infinito y la nada en las filosofías oriental y occidental. En Olympus (2016) establece paralelismos entre la mitología hindú y la de la Grecia clásica, legado de Alejandro Magno tras sus campañas por el subcontinente indio. El autor parte de una interpretación de la anécdota entre el guerrero heleno y el filósofo Diógenes de Sinope. La leyenda cuenta que Alejandro, ya rey de Macedonia, henchido ante su destino como el conquistador más grande de la historia, preguntó si Diógenes necesitaba algo del hombre más poderoso del mundo. El creador del cinismo, encerrado en la barrica desde la que renunciaba a toda posesión material, contestó: “Sí. Muévete, que me tapas el sol”.

Como otros autores modernos, Pattanaik utiliza esta conocida parábola del encuentro entre Alejandro y Diógenes para fabular cómo pudo haber sido la interacción del primero con los habitantes de las tierras del Indo en el siglo IV antes de Cristo. Porque según acreditan clásicos como el propio Plutarco en Vidas paralelas, Alejandro Magno conoció a algunos de los pensadores indios durante su larga guerra con el rey Poros, en lo que es hoy frontera entre Pakistán e India. Estos desarropados ascetas, que consideraban comida y ropa elementos superfluos que impedían la pureza de la meditación, pasarían a la historia como gimnosofistas (del griego sofistas desnudos); germen del cinismo filosófico y ascendientes de los yoguis ysadhus de la India actual. Así, Pattanaik imagina la conversación entre el rey macedonio y un gimnosofista para ilustrar el primer (des)encuentro entre la civilización occidental europea y la oriental hindú.

— ¿Qué haces?—, preguntó Alejandro Magno al hombre que, desnudo sobre una roca, contemplaba el cielo con la mirada perdida.

—Estoy experimentando la nada—, contestó este ante la perplejidad del único hombre destinado a dominarlo todo. —¿Qué haces tú?—, le preguntó el gimnosofista.

—Estoy conquistando el mundo—, respondió el gran Alejandro.

Ambos, guerrero y pensador, rieron a carcajadas ante lo absurdo de la empresa de su interlocutor. El todo y la nada.

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