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La coordinación energética europea avanza a trompicones

La guerra de Rusia contra Ucrania y la batalla energética del Kremlin contra la UE fuerzan a los Estados a revisar el mercado y a más políticas comunitarias para proteger un campo estratégico

Obras del gasoducto Trans Adriático, en Grecia.
Obras del gasoducto Trans Adriático, en Grecia.

Completar el círculo o vuelta a los orígenes. La guerra energética de Vladímir Putin sobre la Unión Europea, que aspira a tambalear y fisurar los cimientos de su unidad, está forzando a los Estados miembros a volver a cerrar filas y adentrarse un poco más en la integración. El germen de la Unión, como la conocemos hoy, nació tras la II Guerra Mundial, con la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), creada para fomentar el crecimiento económico y prevenir conflictos. Ahora, en un continente que convive de nuevo con una guerra, la de Rusia contra Ucrania, y zambullido en nuevas amenazas —desestabilizadoras internas y externas—, la energía, su suministro y su mercado —un tema geoestratégico en el que que durante años los Estados se han resistido con celo a compartir los mandos— ha pasado a ser primordial. El corte de suministro ruso, el miedo al invierno, y la reacción de los Veintisiete puede redibujar el papel de la UE en el escenario mundial. La Unión puede seguir a la defensiva, tratando de tapar agujeros y salvar este invierno, o liderar la transición energética global.

La energía tiene un papel crucial en el desarrollo y la aceleración de políticas comunes, pero ha estado descuidada en los últimos años, en los que poco o nada se ha hecho para atajar la enorme vulnerabilidad que suponía que algunos Estados miembros como Alemania, dependieran prácticamente de un único proveedor: Rusia, que ha demostrado durante décadas que emplea el gas como palanca, cerrando el grifo o amenazando a quien desea salir de su esfera influencia, como Moldavia.

Con el foco puesto en ese mapa global, el alto representante para la Política Exterior de la UE, Josep Borrell, fue uno de los primeros en introducir la variable energética y en abrir un melón que muy pocos querían tocar y que ahora está sobre la mesa: la reforma del mercado en el que el gas marca los precios de la energía eléctrica. Borrell cree que aún es pronto para ver si las respuestas que pueda dar la UE a la crisis de la energía conducirán a una mayor integración europea, pero destaca que, sin duda, la Unión camina hacia una menor vulnerabilidad. “Estamos consiguiendo algo que sin la guerra no hubiéramos hecho: librarnos de la enorme dependencia energética de Rusia. Y eso va a cambiar la capacidad de hacer política respecto a los demás, empezando por Rusia”, remarca el alto representante.

Las crisis como oportunidad de integración están en el ADN de la Unión Europea desde el primer momento. Basta con mirar lo sucedido durante la pandemia. Entonces, como ahora, la respuesta dependía de unas políticas que no están en el catálogo de competencias comunitarias: ni la sanidad ni la energía constituyen parte formal de él. Pero eso no evitó, tras las dudas iniciales, que, por ejemplo, la Comisión Europea se pusiera al frente de la compra de vacunas y que esto se haya consolidado con la creación en 2021 de HERA, un departamento de respuesta ante las emergencias de salud, como ha podido comprobarse con la viruela del mono, cuando también las compras han sido conjuntas.

Ahora ha estallado la crisis energética, de la mano de la invasión rusa a Ucrania que en la UE se siente como una agresión a sus propios valores fundacionales. Lo que comenzó por una escalada de precios como en los años setenta, amenaza con convertirse en un gravísimo corte de suministro de gas, en otra vuelta de tuerca del manejo de la energía como arma por parte del Kremlin y su guerra energética contra una Unión a la que lleva años tratando de desestabilizar, alimentando sus divisiones internas y a la que no ha querido tomar como interlocutora unitaria para tratar de despojarla de esa fuerza e integración.

Pero semana a semana, los Veintisiete han acelerado su integración energética para intentar salir, en un año o dos, de la dependencia rusa con medidas destinadas a afianzar una política energética común que asegure no solo la capacidad de resistir a lo que viene sino el crecimiento económico sostenible en un continente con escasos recursos energéticos propios. “No se trata solo de una guerra declarada por Rusia a Ucrania. Es una guerra contra nuestra energía, contra nuestra economía, contra nuestros valores y contra nuestro futuro”, remarcó esta semana la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en su discurso sobre el estado de la Unión, en el Parlamento Europeo en Estrasburgo.

El año pasado, la jefa del Ejecutivo comunitario no dedicó ni una palabra a la energía en su discurso, en el que se suele dar cuenta de la situación actual, pero también marcar las líneas de actuación para el curso. Este año, la guerra total de Rusia contra Ucrania y la energía han tenido el papel destacado en una alocución poliédrica en la que ha tratado de hacer pedagogía para las medidas y gravámenes que vendrán. “Proponemos limitar los ingresos de las empresas que producen electricidad a bajo coste. Estas empresas están obteniendo unos ingresos con los que no contaban, con los que ni siquiera soñaban”, ha advertido Von der Leyen, quien ha puesto el acento en medidas intervencionistas en un mercado que ha dejado de ser “justo” para los consumidores.

Hay ya proyectos comunes y cimientos sobre los que seguir construyendo, como el plan de interconexión eléctrica de Estonia, Letonia y Lituania, vecinos de Rusia y antiguas repúblicas soviéticas, que tiene que estar listo en 2025 y enlaza con Polonia. También hay ejemplos de esa integración de infraestructuras a las que en los últimos meses se les ha sacado brillo, como el gaseoducto que está a punto de entrar en funcionamiento entre Bulgaria y Grecia, o el que une a Polonia a través de Dinamarca con el que baja desde Noruega.

Más directamente vinculado a los acontecimientos bélicos está el impulso que han recibido en los últimos meses los acuerdos bilaterales de solidaridad que amadrina la Comisión Europea con un reglamento de 2017. Desde su aprobación hasta que empezó la crisis actual, solo se había firmado uno, entre Alemania y Dinamarca. En los últimos 10 meses se han firmado cinco más: Alemania y Austria; Estonia y Letonia; Lituania y Letonia; Italia y Eslovenia; y Finlandia y Estonia.

Y sobre estos elementos concretos y silenciosos, está la propuesta que más ruido ha hecho en los últimos meses; el plan RepowerEU, que reorienta buena parte del dinero todavía no comprometido del Plan de Recuperación (225.000 millones en créditos y 72.000 millones en subvenciones), para la construcción de infraestructuras energéticas que ayuden a integrar el mercado; la meta de ahorro conjunto de un 15% de gas, que puede acabar siendo obligatoria si Bruselas o cinco países miembros lo solicitan; la iniciativa propuesta esta semana de gravar a las renovables y la nuclear; o los nuevos impuestos para los beneficios extraordinarios.

“Vemos, como siempre, lo que ha pasado con otras crisis, con tropezones, con vaivenes, pero es una minirrevolución como la que vimos con la covid-19 o en 2008 con la crisis financiera”, diagnostica la exministra de Asuntos Exteriores española, Arancha González Laya, experta en la diplomacia económica y comercial. La ahora decana de Science Po, la escuela de estudios internacionales parisina, destaca que el camino no es fácil porque “cada país tiene un modelo energético diferente”. “Nos habíamos puesto de acuerdo en cuándo íbamos a llegar a un modelo de economía descarbonizada, pero menos en el cómo. Y esto ha cambiado con la guerra”, señala.

Esos modelos energéticos diferentes son los que explican los trompicones que la integración energética sufre cada día. Un ejemplo se ha visto estas dos últimas semanas: cuando la presidenta Von der Leyen se declaró partidaria de ponerle un tope al precio que se paga por el gas ruso, su propio país, Alemania, le paró los pies. Berlín también se resiste al mecanismo de compras conjuntas de este combustible, en el que tanta fe tiene España, y que no arranca. Y, por supuesto, ahí sigue el sempiterno rechazo francés a la construcción de un gasoducto (el MidCat) que conecte la península Ibérica con el resto del continente y saque a España y Portugal de su secular aislamiento energético que ha llevado a que se les autorice una solución ad hoc.

El foco debe estar no solo en la integración y el consumo, señala Margherita Bianchi, directora del programa Energía, Clima y Recursos del Instituto de Asuntos Internacionales (IAI), sino también y sobre todo en la “seguridad energética”, un concepto en el que Bruselas ha empezado a ahondar junto a la asequibilidad y sostenibilidad del suministro. “La UE debería considerar esta amenaza como existencial”, dice Bianchi en un informe. Pero la energía es una competencia compartida según el tratado fundacional de la UE, y los Gobiernos, como se ha visto en los consejos, tratan de proteger su soberanía y se han resistido en ocasiones a adaptarse en un tema que es estratégico para el conjunto.

Mientras el Kremlin ironiza sobre las perspectivas de un invierno helado en Europa, en muchas casas vigilan unos precios por las nubes. El calculo de Putin es que la unidad europea, que mantiene un apoyo férreo a Ucrania y pone el foco en la seguridad energética común, se tambaleará y puede llegar a fisurarse este invierno, a medida que los costes socioeconómicos golpeen a la ciudadanía, y las acciones de un socio pueden perjudicar al vecino, como sucedió en el ámbito sanitario cuando los Estados competían por el acceso a equipos de protección contra la covid. “La factura de la electricidad, del gas, el puesto de trabajo, van a tensionar y presionar a la sociedad”, dice Borrell. “Pero no hay que flaquear, hay que seguir por esta vía y continuar ayudando a Ucrania porque la estrategia europea está funcionando”, añade el jefe de la diplomacia comunitaria.

Desde luego con el mercado energético se toca hueso en cada país. Se llega a lo más hondo de los intereses nacionales y eso se traduce en un mix de producción diferente en cada Estado miembro, un gran protagonismo del sector privado (lo que no sucede con la sanidad en Europa), al que se le pide que colabore en la necesaria transición energética, algo que para las empresas tiene mucho de reconversión. La reacción a los cortes de suministro a gran escala, si llegan, será la prueba definitiva a corto plazo de si la UE cruza una de las últimas fronteras de su integración.

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