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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Referencia y estímulo

El plan de paz presentado el lunes en Ginebra es tan razonable, riguroso y detallado que ya se ha convertido en una referencia ineludible para cualquier futuro intento serio de resolver el conflicto israelo-palestino. El día en que las partes comprendan que no pueden aplastar por completo a la otra y que, si quieren vivir con un mínimo de paz, seguridad y estabilidad, deben repartirse la antigua Palestina, y también Jerusalén, los Acuerdos de Ginebra les servirán como un buen borrador. Aún más, el magnetismo de este plan es tan extraordinario que está consiguiendo hacer mover las cosas. Colin Powell se apresta a reunirse este viernes con el israelí Yosi Beilin y el palestino Yasir Abed Rabbo, principales promotores de estos acuerdos.

Aunque sea para la galería y para demostrar su buena voluntad, Estados Unidos parece dispuesto a tomar en consideración este proyecto. La superpotencia está empantanada en Irak y desacreditada internacionalmente, y ha visto cómo su tímido intento de promover la paz en Oriente Próximo, la llamada Hoja de Ruta, naufraga inexorablemente. De ahí que, aunque sea al nivel de los gestos, se vea obligada a no desdeñar una iniciativa que, con su presencia en Ginebra o a través de mensajes explícitos, fue bendecida el lunes por tres premios Nobel de la Paz y varios líderes políticos en activo, entre ellos el inglés Tony Blair, el francés Jacques Chirac y el europeo Javier Solana. Incluso entre israelíes y palestinos, sumamente enfrentados desde la llegada de Ariel Sharon al Gobierno israelí, este plan va abriéndose camino. Ya es apoyado por un tercio de la opinión pública israelí y Yasir Arafat le ha otorgado una cautelosa aprobación.

Los Acuerdos de Ginebra no son oficiales ni perfectos; no son tampoco completamente justos e implican sacrificios para las dos partes. Pero son lo mejor que israelíes y palestinos pueden conseguir. Tienen, además, la ventaja de que no son contradictorios respecto a la Hoja de Ruta -de hecho, son la carne que le falta al hueso de la Hoja de Ruta- y significan una continuidad lógica de todo lo aprobado en la Conferencia de Madrid, los Acuerdos de Oslo y las negociaciones que patrocinó Clinton en Camp David y Taba. Los Acuerdos de Ginebra devuelven el proceso al carril del que quiso sacarlo Sharon, con el apoyo tácito de Bush: el del intercambio de seguridad por territorios. Y así diseñan una paz con dos Estados, en las fronteras anteriores a la guerra de 1967 con algunas correcciones, la persistencia de algunos asentamientos judíos en Cisjordania, la renuncia de facto de los palestinos del derecho al retorno de todos los refugiados y la conversión de Jerusalén, aunque dividido, en capital para ambas entidades políticas.

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No son estos tiempos en los que dominen en la escena internacional la razón, el diálogo y la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos. Pero es una muy buena noticia el que los Acuerdos de Ginebra estén ahí, como referencia y como acicate, para demostrar que la paz es posible si algún día ejercen el poder personajes tan comprometidos con la paz en Oriente Próximo como lo estuvieron Carter, Clinton o Rabin.

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